SILVAIN II
Fue de nuevo bajo ese sauce del jardín, el que había tomado como nuestro lugar, en donde la recibí después de que volviera. Los pensamientos que habían estado rondando mi cabeza estaban allí. Tuve que tomar una bocanada de aire relleno de aroma a césped para poder enfrentarla, porque estaba ahí mismo, con un par de ojos que oscilaban de emociones que no alcanzaba a identificar.
¿Qué pensaba? ¿Qué sentía? ¿Me extrañó? ¿Me quiere?
—Has vuelto —afirmé antes de caminar hacia ella.
—He vuelto.
—Fue demasiado tiempo sin vernos. —De hecho, había sido tanto, que había una urgencia por comprobar si era tan real como la veía. Y en un impulso la arrastré hacia mí, apretándola contra mi pecho—. Te extrañé.
—Su alteza es tan sensible —dijo y puso distancia entre nosotros.
—Tan insensible como siempre, mi prometida. —Y aunque me reí, mi boca sabía amarga.
Ahora, a pesar de que la tenía sentada junto a mí, mis ojos no parecían reconocerla como tal, sino que la veían igual que en los dibujos de aquel libro. Un rostro atemperado, unos ojos cerrados y una mano que caía sin fuerza a un lado.
—Silvain... ¿Alguna vez pensaste en lastimarme?
Su pregunta fue tan impactante que fui incapaz de serenar mi expresión. ¿Sabía algo?
—Nunca.
«Nunca lo pensé, pero quizá, algún día, inevitablemente lo haga».
Mirando su perfil, a la naricita que se levantaba sobre su rostro siguiendo el movimiento de su cabeza, dirigiendo la vista hacia la copa del árbol; en cada gesto u acción, siguiéndola tan de cerca como pude, no escondí el fuerte deseo de mantenerla así. Si pudiera mantenerla de esta forma para siempre, ¿no sería eso lo mejor?
Había sido enseñado desde pequeño para una labor importante. Era el heredero, mi sola persona había sido moldeada con un objetivo, y todas esas determinaciones, parecían pender de un hilo que terminó por romperse con su siguiente pregunta.
—¿Qué harías si algún día me voy?
—¿A dónde? ¿Planeas irte de nuevo?
—Quizá...
—¿Y cuándo volverías? —Ansioso, pregunté.
—Probablemente nunca.
—¡No puedes! N-no puedes. —Me falló la voz, tartamudeé como nunca en la vida lo había hecho y me sentí atravesado por un sentimiento indescriptible de incertidumbre; y frente a esta incertidumbre, comprendí que prefería tenerla el tiempo que pudiera, a no verla nunca.
Me enfurecí cuando supe lo que había pasado, mi amada mujer había sufrido un percance tan grande y yo no había estado para protegerla. Alguien había querido arrancarla de mi lado cuando ya de por sí sentía que el tiempo que teníamos era poco, pero cuando me apresuré a buscarla... su silueta escondida bajo las hojas colgantes del árbol se encontraba acompañada.
Para cuando me apresuré, esa compañía se había desvanecido.
La rabia me llenó el cuerpo cuando me adelanté a tomarla por el brazo, ejerciendo una fuerza inmoderada. Me molestaba, me molestaba esa mirada resentida con la que me veía, me molestaba la total falta de cariño en sus ojos, me molestaba el resentimiento en su voz, me molestaba incluso la cara perfectamente bonita de cejas tejidas en insatisfacción.
Pero de alguna forma, era hermoso.
¿Y qué si se sentía insatisfecha?
¿Y qué si no le gustaba?
Mientras yo quisiera, ella nunca podría decir que no.
Apreté con más fuerza la delgada muñeca e hice caso omiso del jadeo doloroso que escapó de sus labios, incluso encontré bastante agradable el temblor que la había asaltado. Encontré encantador el hecho de que se hubiera compuesto por la fuerza para enfrentarme. Como un pequeño conejito frente a un lobo.
Siempre supe que había una necesidad por ella por completo anormal y que cada día esa necesidad mutaba. Entonces, cómo podría no encontrarla deseable. Era una miserable mujer y; sin embargo, era la mujer más interesante que había encontrado.
Si había alguien así, alguien cuya existencia combinaba tan bien con la mía, tenía prohibido mirar a otro lado.
«Mía».
Entonces... ¿Qué pasaría si la reclamara ahora?
Me acerqué, presionándola con más fuerza, pero tuve que soltarla. Miré hacia atrás y vi al hombre que me observaba con ojos desprovistos de respeto, Bastian. El heredero de la casa Blanchett y quien me obligaba a retirarme.
Era otra persona curiosa que me transmitía una sensación de familiaridad y desconfianza a la vez; pero quizá, de todas estas personas curiosas, la menos interesante, era esa pequeña señorita que se cruzó en mi camino hacia la salida dejando un rastro de perfume a rosas.
Había crecido desde la última vez que la viera interponiéndose en mi camino, excusándose con la casualidad. El rizado cabello seguía ostentando un impresionante brillo y sus ojos mostraban un resabio de inocencia artificial.
La miré un segundo antes de salir por las puertas de la mansión. Mi cuerpo todavía estaba en un estado febril.
Quizá era solo yo.
Quizá el problema estaba en la música.
Quizá era ella.
Pero cada nota me sofocaba.
Escuchándola, con el cuerpo recto frente al piano, con los dedos deslizándose sobre las teclas marfiladas, mi cabeza entró en un estado desordenado. Mi corazón, que saltaba de forma alocada, parecía gritarme sin tregua.
«Te quiero».
Aspiré una bocanada de aire y repasé la silueta enfundada bajo la tela oscura, a la piel lechosa que se revelaba escasa.
«Te deseo».
Me acerqué para descubrir el adorable rosado en sus mejillas, el subir y bajar de su respiración agitada y los ojos... que no me miraban.
«...te amo».
Vi desde lejos su cuerpo deslizarse con gracia sobre los suelos pulidos; los pasos de baile y las manos unidas de ambos hermanos.
Cuando la música se detuvo, mis pies me condujeron hasta ella y sonreí con amplitud. Todavía podía ver la precaución en sus expresiones mientras se tomaba la muñeca de forma inconsciente. Este gesto no me pareció menos que precioso y sonreí aún más encantado al momento de pedirle el segundo baile.
—Me temo que la señorita ya me lo tenía reservado.
Mi sonrisa cayó cuando alguien más interrumpió y en mi cabeza empezaron a sonar alarmas. Había un fuego implacable en mi estómago, como el de una queja reprimida. Los ojos de Fleur lo habían ubicado y en mi descontento, encontré una pizca de alegría brillando en su mirada.
—Su Alteza, lo que el caballero dice es cierto. Fue este amable joven quien me salvó y no me atrevo a ser desagradecida con mi benefactor. Es propio mostrar la gratitud adecuada.
—Qué forma tan peculiar que tiene mi prometida de expresar sus gracias.
—Por favor, si hay alguien a quien culpar, solo puedo ser yo; no sabía que la dama contaba ya con un prometido.
—¿Es así? —La duda y la insatisfacción seguían creciendo—. Dado que usted es la persona que pudo salvar la vida de mi amada, sería egoísta de mi parte no ceder un baile. Después de todo, cómo podría hacerla incumplir su palabra.
Sabía quién era; este hombre había venido de Branan para negociar con nuestro reino. Había tenido un sentimiento receloso desde el primer instante, pero había más y más insatisfacción y cautela al descubrir que él deseaba lo mismo que yo.
Lo sabía, lo sentía. Era un hombre también. Podía ver el movimiento cuidadoso y los ojos que en ocasiones se desviaban para mirar a la mujer parada a mi lado; y en un arranque de posesividad, me incliné y besé su mejilla. La piel suave me recibió y sentí ganas de morderla.
Me regodeé en mi acción antes de alejarme sonriente y sentarme; sin embargo, no había felicidad al verla guiada por las manos de este hombre y mucho menos ahora que brillaba. En esa luz pálida, bajo el encanto de una semipenumbra, las estrellas se le pegaron al cuerpo y me pareció todavía más lejana.
Incluso cuando al fin pude sostenerla, las estrellas que brillaban en su vestido, parecían menos luminosas, menos alcanzables, pese a que la tenía entre mis manos. Con mi mano en su cintura quise borrar el tacto de aquel irreverente extranjero que se atrevía a desear lo que era mío.
Y cuando la canción se terminó, ella se alejó y no me miró.
No había sentido de logro, no había ni una pizca de alegría.
Volví a mi asiento, rechazando a toda aquel que se interpusiera en mi camino, inclusive a aquella mujer, esa que tenía los ojos como el cielo celeste. Era un color demasiado puro para mi gusto y; sin embargo, no dejé de darle una segunda mirada al pecho apretado por el corsé, a la cintura pequeña y a la falda amplia en blanco con dorado.
Parecía un pequeño ángel delicado y a mí me gustaba romper cosas, pero ella tenía un cierto algo que me alejaba y me impedía hacerlo. Era como un sentimiento plano, un ente que, aunque curioso, no lo suficiente como para dedicarle más tiempo ni atención que una mirada superficial.
Me senté en la sala de audiencias mirando las caras de los extranjeros con una expresión adecuada; pero quizá solo yo era consciente de la terrible incomodidad que sentía al ver la cara de ese hombre. Sus ojos eran firmes y su aspecto inspiraba respeto, tenía el aire del soldado, rígido y feroz, a la vez que sincero y honesto. Una personalidad directa.
Una persona así me parecía mucho más peligrosa que cualquiera en el salón. Una personalidad directa, que en realidad ocultaba mil tramas.
Cada paso que daba sentía que era captado y que al siguiente segundo quizá...
«Estupideces».
Resoplé y me obligué a sonreír al darnos la mano, dándome la vuelta al instante. Al salir me encontré con un sirviente en la puerta, había venido a informarme que mi prometida estaba en el jardín, esperando.
Cuando la vi, mi hermano estaba recostado entre sus brazos; mis labios se volvieron una línea antes de acercarme y dejarle un beso sobre la mejilla. Quería tocarla un poco más, porque desde aquella noche en el jardín sentía que necesitaba de ella con mayor ímpetu que antes.
No podía, pero pronto.
Mis ojos la recorrieron y se fijaron en la cara inclinada que miraba con cierta ternura al niño en su regazo. Mi mente derivó en mil y una imágenes en las que el niño era diferente; pero al final, esa misma pintura en el libro vino a recordarme la realidad de nuestra situación. Al final, era como una maldición grabada en mis retinas. Me perseguía y manchaba todo lo que añoraba.
Me reí cuando la conversación fue dirigida a aquello y noté la palidez con que me preguntó cuántos niños quería y me vi contestando que uno era suficiente. Por supuesto, uno era todo lo que podía darme. Era en verdad cruel que la única cosa que había despertado mis sentimientos y mi interés en una constante, al final terminara por sucumbir.
Por eso mismo fue que dos días después, mi expresión se derrumbó al saber que una mujer de la familia Bleu había dado a luz una niña.
No podían creer que no lo descubriría, que no notaría la mirada ilusionada de mis padres al encontrarse con una buena salida. Mi hijo que ni siquiera existía y al que yo deseaba y aborrecía por la incertidumbre que representaría su llegada, parecía querer ser bloqueado por dos niños inútiles.
Miré el trono vacío y cerré los ojos un segundo.
No había una salida en la que nadie sufriera. Por eso, mi hermano debía desaparecer. Mis pensamientos estaban determinados y haría lo que tuviera que hacer; la sangre nunca había sido un líquido desconocido y no me espantaba la idea de que ella proviniera de mi propia familia.
Siempre lo supe, que el trono relucía por fuera, pero que estaba asentado sobre los huesos de aquellos miembros que no habían podido ganar y yo estaba más que dispuesto a ganar. Mis padres esperaban que aceptara esta realidad y si no la aceptaba su carta de triunfo estaba en la mujer que ahora mismo y de nuevo, como una escena mil veces repetida, me esperaba en el jardín bajo el sauce. Si ella no existiera, entonces, no habría chance de que yo pudiera ocupar el trono de forma permanente, y el riesgo desaparecería.
Pero, ¿cómo dejaría que alguien la lastimara? Si ella era mía.
Ella era mi persona, la niña que había nacido para mí... y esta niña, ahora mismo me decía que no la tocara, que yo le daba miedo. Yo, que siempre había buscada nada menos que amarla. Era su culpa que me hiciera lastimarla, si ella me mirara, si ella me quisiera, si ella se rindiera ante mí, yo nunca la habría dañado.
Yo quería amarla bien.
Ella no me dejaba.
La atrapé entre mis brazos cuando la verdad salió a la luz. De alguna forma, me sentía aliviado.
Quizá, desde el primer momento, si hubiera sido sincero, ella me hubiera dado su corazón. Si le hubiera dicho todo lo que sabía, hubiera recibido más caricias como estas y ella me miraría con tanto cariño como ahora.
—Si es lo que Su Alteza desea... obedeceré...
Mi corazón revoloteó y aunque mi mente me decía que fuera cauteloso, me sentí seguro.
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Los amo!
Flor
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