SEIS
Con un par de libros sobre la cabeza y unos delicados tacones en los pies, me vi obligada a caminar por todo el gran salón siendo observada de cerca por la profesora de etiqueta que se había contratado para mí y de paso, y a regañadientes, para Clarice. Ella, claro está, no se había presentado a la clase que se dictaba temprano en la mañana.
La señora Fleming era una mujer extremadamente exigente y una de las pocas que no se había dejado deslumbrar por mi media hermana; pues consideraba que la niña no era más que una hija ilegítima que ni siquiera podía hacer el esfuerzo por aprender lo básico que toda hija noble debería saber.
Quizá esta mujer se habría lamentado cuando descubrió que su alumna había terminado quemada en una hoguera cual lamentable bruja de baja categoría; por lo menos, sabía que había llorado a mi madre. Esbocé una pequeña sonrisa y me deslicé con la mayor gracia posible, esperando que los años de vivir como lo que mi profesora hubiera catalogado "una salvaje", no hubieran menguado los preceptos que de forma tan marcada se había empeñado por inculcarme.
Observé por el rabillo del ojo cómo mi madre, luego de unos días de mantenerse encerrada en su habitación, me miraba con una sonrisa suave; aunque todavía podía apreciar un color rojizo alrededor de sus ojos que delataba que aún no podía dejar de llorar.
—Muy bien... muy bien... de hecho es la hija de la señora Alizeé.
Mi profesora sonrió cuando pude dar la vuelta al salón sin mover siquiera un poco los libros que se mantenían estables sobre mi cabeza. Era un hecho que había algunas cosas que sin importar cuánto tiempo pasara era imposible olvidar y las lecciones de Justine Fleming eran algo que tenía grabado en el alma.
Cómo no hacerlo, si la larga vara de madera en su mano infringía un dolor agudo cada vez que pegaba contra mi espalda en un gesto que prometía otorgarme la rectitud en la espalda que ahora no me faltaba.
«Menos mal», suspiré en mi cabeza.
Si hubiera tenido que pasar por lo mismo, sin dudas hubiera corrido a esconderme.
Seguí caminando a un ritmo constante, lo suficiente rápido como para no resultar aburrido, y lo suficiente lento para lograr la impresión de elegancia y gracia que se esperaba pudiera transmitir a la hora de presentarme en cualquier lugar público.
Cuando estaba por comenzar la tercera vuelta de la mañana bajo los escrutadores ojos de mi profesora, la puerta se abrió sin delicadeza alguna dando paso a los rizos dorados de Clarice enfundada en un vestido rosa pastel, que la hacía parecer una pequeña muñeca llena de vitalidad con sus mejillas ruborizadas.
El silencio apacible se tornó pesado cuando la taza de té, que mi madre había estado sosteniendo, se cayó estrellándose contra el suelo de mármol en una suma de pequeños pedazos de porcelana.
Sin perder la calma y sintiendo el peso de los libros, caminé al mismo paso que hasta entonces había llevado hasta llegar junto a ella. Tomé su mano y la apreté con fuerza mínima antes de sonreírle de forma tranquilizadora.
No había razón para que perdiera la compostura, siendo como era, reconocida por su perfecta actitud en sociedad; no podía dejar que la señora Fleming, que miraba desde un costado la escena, se diera cuenta que la flor de la sociedad capitalina había sucumbido ante la presencia de una simple chiquilla ilegítima.
No era, bajo ningún concepto, aceptable y supe que lo entendió cuando me devolvió la mirada y sonrió apenada por su desliz. Hizo sonar la pequeña campana plateada apoyada en el alfeizar de la ventana y esperó con una sonrisa impenetrable a que se presentara la criada a limpiar el desastre en el piso.
—Supongo que usted debe ser la señorita Clarice. —Escuché como la señora Fleming hablaba al mismo tiempo que la evaluaba con la mirada. Mi media hermana se había quedado estática en las puertas del salón luego de que la taza se rompiera y solo entonces pareció volver a sus sentidos.
—Sí, u-un gusto señora. —La voz le falló en cuanto se encontró con los oscuros ojos de la profesora y yo no pude menos que contener la sonrisa ante la mueca ante la mueca desaprobatoria que se había asentado sobre las severas facciones. Aunque Justine Fleming era una mujer bonita y que no llegaba a los treinta, su aura era atemorizante.
—Tarde señorita, ¿es que nadie le enseñó a usted el valor de la puntualidad?
—Yo...
—Profesora, mi hermana es nueva y aún no está familiarizada con las reglas —dije alejando la mano que me retenía junto a la ventana y dando pequeños pasos, me posicioné junto a la que me parecía la niña más tonta del mundo. Claro que mi mundo y el de ella eran muy distintos, en el mío, ella no era mejor que una piedra.
—La señorita Fleur es demasiado blanda aún y se permite cubrir tus errores, pero la sociedad no es condescendiente con sus integrantes. Debería empezar a ser consiente de ellos si es que pretende sobrevivir en ella.
Los ojos de Clarice me miraron con un sentimiento indescifrable cuando no volví a abrir la boca en su defensa; la verdad es que, si había hablado en un primer momento, había sido solo por empezar a cimentar una imagen.
No me importaba en lo más mínimo lo que pudiera padecer ella, suficiente estaba haciendo con ignorarla y dejarla ser a su gusto en la mansión.
Antes, mis acciones contra ella no habían superado nunca lo verbal, un acoso infantil que no dudo fue perjudicial para Clarice; sin embargo, no había durado más que un tiempo muy ínfimo porque él estaba allí para protegerla y yo dejé de sentirle propósito a molestarla cuando ella sola parecía decaer.
Dos por tres aparecía sucia de los pies a la cabeza, llena de ceniza, polvo y tierra, con los vestidos de seda y puntilla que parecían desbordar de su armario hechos girones. No había propósito ni tiempo para prestarle atención cuando las clases se multiplicarnos y mi vida se redujo a las paredes polvosas de la biblioteca. Cuando nos encontrábamos, no le escatimaba ni siquiera una mirada y cuando lo hacía, me llenaba de desprecio y mi boca se volvía ácida.
Era quizás, un sentimiento inevitable.
—Tome, póngase estos libros sobre la cabeza y comience a andar, quiero ver qué tanto trabajo tenemos por delante. —Parada con las manos juntas en el regazo, miré desinteresa cómo la mujer le entregaba dos pesados volúmenes de Costumbres, modales y etiqueta para señoritas a una niña que la miraba con cierto recelo.
Sí, por supuesto, todavía no había encontrado ningún aliado dentro de la casa y la señora Fleming, sin duda, no sería uno.
—Vamos, vamos, apresúrese —instó—. Y usted, señorita Fleur, pase a sentarse en la mesa, su andar no necesita más práctica por hoy, así que evaluaremos sus modales en la comida —dijo y no ignoré la mirada satisfecha que le dedicó a mamá cuando pasé por su lado.
Caminé junto a Clarice sin quitarme mis propios volúmenes de Cien preceptos esenciales para toda mujer noble. Sin embargo, los libros se tambalearon cuando una mano rubia me detuvo por el brazo.
—¿No puedes acompañarme? —Clarice me miró con ojos que no mostraban atisbo de pregunta, solo obligación.
—Lo siento, no puedo. —Detuve los pesados volúmenes con rapidez y miré hacia el lugar en donde la profesora esperaba. Había una finísima arruga entre sus cejas que delataba su desaprobación.
—Pero quiero que lo hagas conmigo. —Insistió y yo me mordí el labio, como si de verdad estuviera en un aprieto.
—La señora Fleming se enfadará si no hago lo que me dijo —negué y envié otra mirada hacia la dirección en donde la estricta mujer esperaba.
—No te preocupes por ella, si molesta le puedo decir a papá que busque otra mejor. —Sonrió y me enseñó una fila de dientes blancos, que se me antojó ridícula.
—Pfff. —No pude evitar reír cuando la escuché, ¿ese hombre iba a conseguir otra profesora de etiqueta mejor que la señora Fleming?
—¿Por qué te ríes? ¿Qué es lo gracioso?
—Todo —contesté y me di cuenta, con cierta pena, que las dos mujeres presentes en la habitación con nosotras, nos veían interactuar. Mamá tenía el gesto tenso, pero vi con agradecimiento como la mano de la otra se posaba sobre su antebrazo. Justine miraba analítica la escena y me hizo preguntarme qué pensaba.
—No veo la gracia. —La vi hacer un puchero y retuve el impulso de poner los ojos en blanco.
—La señora Fleming vino porque mi mamá se lo pidió. Vino del palacio, y es la mejor —remarqué—. No hay forma de encontrar una mejor, solo una peor.
—Papá podría conseguir una si quisiera, es el capitán de los caballeros. —Infló el pecho orgullosa y mi pequeño e infantil rostro se endureció. Esta niña, sin dudas, confiaba demasiado en ese hombre.
—Podrías ir y preguntarle. —Sonreí levemente en un gesto que mi profesora me había enseñado cuando el tiempo de presentarse en sociedad había llegado y con ello las situaciones incómodas. Aprender a rechazar con una sonrisa era, quizá, lo que toda mujer que se preciara de moverse en los círculos aristocráticos debería saber.
—Ella es un talento natural. —Detrás nuestro, la voz de la señora Fleming se dejó oír y la cara de Clarice se volvió opaca al momento. Ah... nada bueno saldría de esto, estaba segura; pero confiaba en que, hasta esa noche en particular, no había poder pudiera poseer para lastimarme.
Los ojos celestes se centraron en mí y su mano aferró su agarre sobre mi brazo, casi como si la vida le dependiera de ello. No pude evitar suspirar ante el pensamiento que me sobrevino, ella era alguien que de verdad podía inspirar afecto y lástima de quien la viese.
—Párate mejor, con los hombros y la espalda rectos y no bajes la cabeza. —Le di una pequeña observación—. Tú puedes, hermana mayor. —Y luego la alenté, aunque sinceramente solo quería sacarme su mano de encima.
Sonreí antes de quitar de forma suave los dedos que estrujaban la fina puntilla de mi manga y me hice hacia atrás para encaminarme hacia la mesa. En los ojos plateados de mi madre encontré un tinte de orgullo disimulado imbuido en la transparencia de sus irises alumbrados por el sol.
Me quedé quieta durante un segundo, impactada por la imagen que plasmaba, digna de una pintura y seguí avanzando. Nunca había conocido a la amada amante de mi padre, pero sí había tenido la oportunidad de ver su pintura en mi vida pasada.
Era una mujer muy bonita, que poco compartía con Clarice, que había heredado en su mayoría los rasgos del duque. Esta mujer que exhibía una belleza tan inocente, no le era un par a mi propia madre y; sin embargo, había sido ella la que obtuviera el corazón de ese hombre. ¡Qué mérito más pobre!
Cuando llegué a la pequeña mesa, me quité los libros de la cabeza y se los entregué a la criada. Sonreí en paz cuando puse mis manos en esa caliente taza de té con leche y aspiré el aroma suave que desprendía. Si bien el frío era casi imperceptible debido al calor de la chimenea, no podía evitar la sensación de incomodidad.
Quizá era un efecto residual de haber muerto quemada.
Desde la ventana a espaldas de mi madre podía ver el jardín cubierto de un manto de hojas anaranjadas, marrones y amarillas y ahí en medio de ello, se podía ver la cabellera blanca de Bastian sobresalir en el paisaje. En su mano había una espada de madera.
De repente, un ruido seco me hizo saltar en mi asiento y parte del té se derramó sobre el mantel. Los libros sobre la cabeza rubia de la niña habían caído de forma estrepitosa en el suelo, al igual que ella, que estaba medio sentada con los manuales a su alrededor. Había una clara queja en su cara al verse avergonzada.
Cuando vi sus ojos llorosos me dio algo de pena, siendo sincera nunca me había gustado ella, no me gustó antes y no me gustó ahora; pero esta media hermana que nunca había pedido, seguía siendo una niña cuando mi alma ya le llevaba varios años por delante.
Hice el amago de pararme e ir a ayudarla cuando la mano delicada de mi mamá me retuvo en el lugar y me dirigió una mirada apacible.
—Tiene que aprender.
Ya no intenté pararme y miré en dirección a la niña que ahora estaba siendo ayudada por la estricta señora Fleming. No había consuelo en el tono de su voz.
Sonreí ante los recuerdos que guardaba de esta mujer y me sorprendí ante la mirada agraviada que recibí por parte de esta hermana mía.
—¿Por qué te ríes de mí?
Parpadeé confundida y abrí la boca dispuesta a negarme.
No conté con la regla más simple que había regido mi antigua vida; siempre que Clarice estuviera involucrada, rara vez tendría la oportunidad de defenderme.
Como estaba previsto que sucediera, la puerta del salón se abrió y mi padre entró con paso lento. Su mirada había estado fija en mi madre, pero se desvió cuando oyó como ella lloraba. Una punzada dolorosa traspasó mi pecho al ver como su gesto tranquilo se tensaba y caminaba hacia Clarice con gesto preocupado.
Ignoré mi propia incomodidad cuando noté el cambio en mi mamá. Sus manos se habían tensado y su rostro se había puesto pálido. Supuse que era una reacción normal, porque hacía días que no se encontraban.
—¿Por qué lloras? ¿No te sientes bien? ¿Te duele algo? ¿Dónde? —Una serie de preguntas salió disparada de la boca del duque cuando se acercó en largos pasos hacia la pequeña niña parada en medio del salón.
Mamá me miró preocupada y yo cerré los ojos por un instante fugaz, con el objetivo de limpiar cualquier emoción que pudiera delatarme.
Volví a abrirlos y tomé su mano transmitiéndole la paz que pude juntar. Sabía que si no actuaba bien, la cosas podían salir mal para todos los presentes.
—No... no pasa nada papi. —Sorbió por la nariz y lo miró con las pestañas húmedas—. Yo me caí recién cuando estaba practicando y... la hermanita se rio de mí... después de todo la hermanita es tan perfecta, yo no puedo igualar sus muchos años de educación.
—No necesitas igualar a nadie, eres perfecta así como estás. —Mi padre, quien jamás me hubiera dicho eso a mí, miró de reojo en mi dirección y sentí hielo recorrerme la espalda. Me obligué a bajar la cabeza para no mostrar el desdén que me provocaban.
—Mis disculpas... —La señora Fleming que había estado viendo el espectáculo parada a unos cuantos pasos de la pareja de padre e hija, interrumpió la tensa atmosfera mientras se acomodaba los anteojos sobre el puente de la nariz—. Creo que usted, pequeña señorita, tiene una idea equivocada. La señorita Fleur, al igual que usted, empezó su educación en etiqueta conmigo.
—Así es. —Confirmó mi madre con su voz suave que no delataba animosidad alguna—. Los años de educación que mi hija tiene por delante son muchos, al igual que lo serán para ti.
La profesora asintió e ignoró de forma olímpica la dura mirada que le fue dirigida por mi padre y tuve que luchar para mantener mi rostro en una mueca que expresara tristeza y no reírme.
—Ya que es una señorita de una casa noble, independiente de su origen, debería aprender que llorar de tal forma solo degrada su estatus.
—Ella solo es una niña.
—Lo es, mi señor —contestó—, pero usted mejor que nadie debería saber lo que le espera a su hija en la corte, la sociedad es despiadada y mucho me temo, que usted no podrá protegerla por siempre.
Oí burla en sus palabras, pese a que era difícil de detectar y la aplaudí en mi corazón; pero en algo había errado. Mi padre siempre había logrado proteger a Clarice, aún si con ello desechaba a su esposa y sus otros hijos.
—Está bien profesora, papá, no deseo que peleen, yo solo... —Se mordió el labio y retorció la falda de su vestido— ...sentí vergüenza porque la hermanita se rio.
El punto había vuelto a mí.
—Hermana mayor, por favor no me malinterpretes, no me estaba riendo de ti, ¿cómo me atrevería a reírme cuando estás sufriendo? —Lo pensé bien y quizá si me reiría si la viera sufrir; pero ahora no podía, así que hice un puchero y miré a mi padre—. Papá, no soy una niña mala, no me reiría de mi hermana.
Las lágrimas se acumularon en mis ojos y me bajé de la silla; me acerqué al regazo de mi madre y medio escondí mi rostro en su vientre. Clarice siempre había jugado este papel, yo podía jugarlo también.
—Mami, tú me crees. ¿No?
—Mi florecita, por supuesto que mami te cree y tu padre también. —Mientras me refugiaba entre los brazos femeninos y tapaba mis ojos entre los mechones de pelo, observé la dura mirada en los ojos plateados llenos de decepción y disgusto.
Saqué la cabeza para mirar al hombre y vi satisfecha como su mirada se complicaba y como la niña a su lado mostraba una expresión espantada cuando mis ojos rojos por las lágrimas se posaron en ella. Mi llanto, a diferencia del de ella, no era desagradable. Quizá porque el mío, a diferencia del suyo, estaba utilizado de forma hermosa; en resumidas cuentas, era hermoso porque era fingido y el punto era hacerme ver lo más frágil posible.
La señora Fleming había vuelto a ser una espectadora, y por la luz en sus ojos, sabía que estaba satisfecha con mi actuación. Ella era una mujer de la alta clase y un ambiente como el nuestro requería mucho más que buena etiqueta, requería flexibilidad y por qué no, algunos trucos sucios.
Al final, la situación se había vuelto en mi favor y quise reírme divertida cuando el niño que antes había estado en el jardín practicando con una espada de madera, se paró en la puerta y me miró medio escondido. Una sonrisa traviesa, poco vista en él, se dibujó sobre sus labios.
Quizá antes nadie hubiera notado que Bastian y yo éramos hermanos, si no fuera por lo físico, más que nada porque mi hermano siempre había sido serio y yo era mucho más expresiva; pero si había algo que nadie podía negar, era que teníamos una afición por la travesura y pocas veces nos habíamos dado el gusto de disfrutar de algunas.
Le dirigí una sonrisa cómplice que solo él vio y volví mi atención a la situación que se desarrollaba. Ahora estaba más que empeñada en realizar un buen espectáculo.
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Los amo!
Flor
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