ONCE
No solo la boda había obtenido la aprobación del rey, sino también la asistencia del pequeño príncipe. Por un lado, me sentía un poco eufórica y por el otro me sentía desagradable. Tener que acompañarlo incluso en este día era cansador.
No había hablado con mi padre desde ese día y comenzamos a tomar las comidas por separado. No podía entenderlo, pero tampoco quería hacerlo, dedicarle más pensamientos de los que sentía merecía lograba agriarme el humor.
Por suerte, los preparativos del viaje me mantenían ocupada; los baúles de ropa estaban llenos con abrigos y más abrigos, con una notable carencia de vestidos. Para mi molestia, la mayoría eran inadecuados para el frío o ya no me quedaban.
Tiré un vestido sobre la cama, molesta al descubrir que las mangas, que se suponían deberían llegarme a las muñecas, habían quedado en tres cuarto brazo.
—Señorita, el príncipe vendrá dentro de cuatro horas a recogerla para ir al templo, si no se apura en arreglarse, me temo que no estará a tiempo y no sería conveniente hacerlo esperar.
—Por mí, puede esperar hasta la muerte —mascullé molesta.
Nadie le había pedido que me recogiera, es más, si no viniera estaría de mejor humor. Si era sincera, me preocupaba que se encontrara con Clarice, que seguía taciturna, pero que ya salía del cuarto. Me la había cruzado un par de veces en que me había ofrecido una sonrisa y una mirada lastimosa, cuando era yo la que quería ofrecérsela.
No me había dado cuenta antes, pero su origen la acomplejaba terriblemente.
Desde mi perspectiva, ahora que podía pensarlo mejor, ella no tenía culpa de nada.
—Bien... ¿qué me recomiendas nana? —suspiré y me dejé caer frente al tocador.
—Ah... si la señorita me lo permite, creo que debería usar el vestido que el señor Belmont le envió en su cumpleaños y también, podríamos rizarle el cabello. —Margot hablaba con el brillo de quien tiene un juguete nuevo.
—Haremos lo que tú digas nana. —Debí sentirme energizada considerando el evento, pero solo lograba sentirme cansada pensando en el dolor de cabeza que me quedaría luego de quitarme los bigudíes*.
De inmediato me arrepentí cuando una doncella los trajo en una bandeja cubierta y la mirada me Margot se llenó de emoción. Ya fuera para mi desgracia o fortuna, había nacido con un cabello extremadamente lacio, fuera de moda, pero de fácil mantenimiento.
En este mismo instante lo detestaba.
Entre mi niñera y cuatro doncellas más, comenzaron a poner uno tras otro a una velocidad que demostraba lo versadas que estaban en su aplicación. Si hubieran sido bigudíes normales, el tiempo habría sido crítico, porque marcaba la diferencia entre ondas bucles; sin embargo, a medida que eran enrollados, Margot insuflaba una pequeña cantidad de magia para que se activaran y liberaran calor.
—La señorita tiene un cabello tan hermoso, que envidia. —Una de las doncellas, que alisaba las mínimas marcas de guardado del vestido, comentó.
—El cabello de la señora es igual de lacio, cuando la peinaba me parecía que pasaba los dedos por seda.
—Ya no es la señora, si el amo te escucha, terminarás en la calle.
—Pero el amo no tiene por qué enterarse —dije, cortando la conversación. No sabía si se habían olvidado de mi presencia, o sentían que yo no las delataría; pero habían logrado subirme el ánimo.
Margot se rio, pero no hizo ningún comentario mientras seguía tomando mechones de pelo y enrollándolos hasta la raíz. Ya había comenzado a sentir la tirantez y el calor en aumento de los objetos. Se sentía casi maravilloso saber que había alguien en este mundo capaz de producir objetos de este tipo; que con solo una pequeña gota de magia podían funcionar.
Para cuando terminaron y mi niñera terminó de cargarlos, se sentó por un momento con las mejillas arreboladas antes de volver a levantarse.
Frente al espejo, mi rostro aparecía medio estirado, quizá era mi propia percepción; pero sentía que hasta los ojos se me habían vuelto una rendija afilada.
—La señorita se convertirá en una mujer preciosa cuando crezca, no habrá reina más bella que la nuestra. —Margot pasó sus manos por mi cabeza imbuyendo pequeñas cantidades de magia, para mantener un calor constante, al mismo tiempo que hablaba con los ojos brillantes; sabía que estaba imaginando un futuro deslumbrante para mí, pero todavía no me atrevía a romper sus ilusiones. Solo Bastian sabía que yo jamás me pondría una corona sobre la cabeza.
Me reí contenta con la idea, y ya sea que las doncellas y la misma Margot malinterpretaran la risita que se me escapó, también se rieron.
—Señorita, ¿desayunará algo antes de ir?
—Te agradecería si pudieras traerme un té con leche.
La escena ocurrida dos noches atrás me había abandonado hace mucho, no tenía ganas de verlo, de pasar por otras comidas incómodas; porque ya no sentía la necesidad de hacerlo, los desayunos los pasaba sentada en la habitación, mirando las hojas caídas por la ventana.
No me sentía mal, me sentía en paz.
De forma inconsciente me llevé la mano al pecho y sentí mi corazón palpitar vigorosamente. Esta vez no sentía esa punzada dolorosa cuando lo pensaba, el latido ese que me decía que estaba viva. Ahora no esperaba nada.
No sabía si de verdad se había arrepentido de no apreciar a mamá, siquiera si la había querido, pero había algo que me aportaba confort en esa imagen solitaria. En esa habitación vacía e insulsa, mi madre había muerto; ahora estaba vacía porque se había ido con alguien que la hacía feliz.
Me reí contenta, formando medialunas con los ojos frente al espejo, era una imagen graciosa, ropa interior y pesados bigudíes, pero en cierta forma, refrescante. Por fin había hecho la pregunta que necesitaba hacer, había llorado lo que consideraba suficiente y ahora estaba aliviada. Me iría a Carmine sin ningún peso.
Lo que pasara en mi ausencia, ya no era de mi incumbencia, porque no había nadie que me interesara.
Margot, que seguía aplicando calor, iría conmigo. Las doncellas de mi madre se habían ido algún tiempo atrás siguiéndola a la nueva mansión.
Solo tenía un pendiente aún que involucraba a la gente de esta casa y para eso, todavía quedaban más de tres largos años.
Ese zapato, lo quebraría en pedazos. Y Clarice nunca tendría su final feliz.
Estaban dándole los últimos retoques a lo que me parecía un muy rizado cabello cuando Jerome golpeó la puerta tres veces, como era su costumbre, para comunicar que Silvain ya había llegado y que ahora se encontraba en la entrada.
Las doncellas redoblaron la rapidez de sus acciones y en dos minutos estaba lista para irme, por mí podríamos haber tardado más.
Bajé las escaleras con tranquilidad y caminé sin ningún apuro hasta la salida; sin embargo, no pude menos que trastabillar un paso cuando encontré la rubia cabellera de mi media hermana frente a un príncipe sonriente.
Tragué saliva cuando me di cuenta que tenía la garganta seca y me acerqué al notar, con el corazón acelerado, que había cierta sinceridad en la sonrisa masculina.
¿En la otra vida se habían visto antes que en el baile?
Apuré el paso haciendo resonar los tacos contra el mármol pulido y me dio la impresión de que había resbalado dos veces en veinte centímetros. Sonreí y compuse la mejor expresión que me salió antes de pararme con naturalidad junto a él.
—Lo hice esperar, Su Alteza. Me temo que no tengo perdón.
Silvain me miró y había una sonrisa traviesa besándole los labios, ya temía lo que pediría a cambio de estos minutos en que mi tardanza lo había anclado en la entrada. Puso su mano sobre mi cabeza y repasó los bucles blancos. De reojo miré el cabello naturalmente rizado de la chica que seguía haciéndonos compañía.
—¿Su Alteza? —Como si fuera la verdad menos esperada del mundo, se llevó las manos a la boca y sus ojos celestes se abrieron en sorpresa. Todo en esa imagen me pareció tremendamente vívido: la luz que reflejaba el cabello dorado, el color intenso de sus irises, incluso el rubor de sus pálidas mejillas.
—¿Es que acaso no los sabías hermana? ¿Con quién pensabas que hablabas?
—Yo...
Sonreí en mi corazón, pagada de mí misma, cuando señalé el emblema de la casa real que se observaba bordado en la chaqueta.
—Lo siento... yo no... fui incapaz de reconocerlo Su Alteza, ruego me disculpe. —Haciendo una reverencia pronunciada y bajando la cabeza, Clarice se disculpó.
¿En realidad no vio el emblema o eligió no verlo?
—Tan dura... —Silvain susurró sin dejar de sonreír; sin embargo y para mi sorpresa, ignoró a la niña que permanecía inclinada de forma incómoda—. Pensé que ya habían estudiado los emblemas.
—Lo hicimos, quizá se le olvidó —justifiqué descuidada.
—¿Olvidar el emblema real es posible? —Él sonrió y observé la pizca de malicia brillar en sus ojos que a la luz del sol se veían de un malva cristalino. Antes me gustaban mucho, ahora me parecían antinaturales.
Me encogí de hombros y no contesté, de reojo podía ver el rojo trepándole por el cuello, siguiendo por la cara y las orejas. Una manzana estaba pálida a comparación de ella.
—Deberíamos irnos si no queremos llegar tarde. —Silvain agarró mi mano y me instó a seguirlo.
En lo que bajaba los escalones de la entrada giré la cabeza para ver que Clarice se había derrumbado; era probable que le hubiera fallado el equilibrio al permanecer en una más que incómoda posición. Este chico a mi lado no la había autorizado a levantarse y al parecer, incluso incapaz de reconocer el emblema real, podía recordar qué debía y no debía hacer frente a la familia real.
—No te agrada —afirmó en cuanto los caballos empezaron a tirar del carruaje.
—¿Debería? —pregunté relajándome sobre el mullido asiento. El vaivén casi ni se sentía.
—Pensé que no había nadie que te desagradara.
—¿Es eso remotamente posible? Hay mucha gente que no me agrada.
—¿Yo te agrado? —preguntó mirándome a la cara y sentí el impulso de reírme a carcajadas cuando vi cierta expectación. Me había olvidado que la cara que veía ahora, era la de un niño de catorce años; y que incluso entonces, cuando todavía éramos una pareja en la vida pasada, era bastante adorable.
—A veces —respondí. Me temblaba la comisura del labio y tuve que mordérmelo para no carcajearme de la expresión oscura en su rostro.
—Yo sí debería agradarte, no hay opción, te casarás conmigo.
—¿Cómo estás tan seguro de ello? —Yo estaba segura de que no me casaría con él, pero estaba intrigada por la convicción en su voz. Después de todo, si no pasara, no sería ni la primera ni la última vez que la reina cambiaba a último minuto, la vida era impredecible y nosotros impotentes.
—¿No deseas casarte conmigo? —Un mechón de cabello castaño se desprendió y cayó sobre su frente.
—Desear o no desear, no es la cuestión, el destino es voluble. ¿Cómo sabes que seré yo quien me case contigo?
—Porque no hay nadie más que me haga feliz.
Mi rostro se desencajó cuando tomó mis manos entre las suyas y sonrió. Una vez había dicho las mismas palabras, así que era incapaz de creerle.
—¿No me crees? —Era probable que el escepticismo se hubiera condensado en mi expresión.
—No te creo —confirmé levantando las comisuras de los labios en algo que pretendía ser una sonrisa—, porque la felicidad cambia día con día, es probable que encuentres algo más que te haga feliz, y yo ya no seré motivo de nada para ti.
—¿Y eso no te molesta?
—¿Debería?
Quise quitar mi mano de entre las suyas, pero solo obtuve un apretón más fuerte.
—Debería, porque espero que tú también seas feliz conmigo, espero que seamos felices juntos.
—Las cosas que me hacen feliz... ¿Las conoces?
Lo miré directo haciendo chocar mis descoloridas irises con las refulgentes suyas y obtuve la ignorancia.
—Si no sabes, ¿cómo esperas hacerme feliz? —Hice una pausa y sonreí—. Estoy bien incluso si no lo sabes, no espero que lo hagas.
—Que no esperes nada de mí me preocupa.
Su mano me había sujetado la barbilla buscando mi atención completa.
—¿No es eso lo que deseabas? —Mis cejas tejieron una arruga sobre mi frente cuando le contesté desconcertada.
—Si eres tú, estoy dispuesto a cumplir con lo que desees de mí, lo juro por la nocturna luna que nos protege si así lo deseas.
—Si alguna vez encuentro algo que desee y creo que puedes cumplirlo, te lo diré. —Dejé descansar mi cabeza sobre la palma caliente que me acunaba la mejilla, pero en mi interior no podía dejar de recordar ciertos versos que alguna vez había leído: "No jures por la luna, por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar en su órbita, no sea que tu amor resulte tan variable"*.
Sonrió cuando accedí a complacerlo. Mientras él estuviera satisfecho, la vida sería sencilla; pero no consentiría los deseos que se escapaban en su mirada, mi relejo infantil aguado en sus ojos no era el que él amaría y yo solo deseaba reflejarme en un par de ojos que era mucho más puros. Como el oro fundido, se habían deslizado en mis sueños desde hacía incontables noches.
Todavía faltaban cuatro años, pero lo estaba esperando.
*Los bigudíes son los ruleros, pero antes, eran de metal, generalmente plomo, y estaban cubiertos por una tela y cuero; se calentaban antes de enrollarlos en la cabeza de las mujeres y de ordinario, se dejaban toda la noche.
*Este verso pertenece a la obra Romeo y Julieta de William Shakespeare, a continuación, les dejo parte del diálogo:
Romeo. —Señora, juro por esa luna bendita, que corona de plata las copas de estos árboles frutales...
Julieta. —¡Oh! No jures por la luna, por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar en su órbita, no sea que tu amor resulte tan variable.
Romeo. —¿Por qué juraré entonces?
Julieta. —¡No jures en modo alguno; o, si quieres, jura por tu graciosa persona, que es el dios de mi idolatría, y te creeré!
Gracias por leer y recuerden que pueden encontrar la versión editada del libro, con más contenido, nuevos personajes, ilustraciones y corrección editorial en Amazon como "Fleur, memorias del tiempo".
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Los amo!
Flor
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