Dos
—¡Fleur! —Dentro de la habitación silenciosa pude sentir el salto que hizo mi corazón al escucharla. Esa voz que hacía tanto había olvidado, volvió a mí como si nunca se hubiera ido y observé, incrédula, cómo daba pasos largos hasta el costado de la cama.
La miré aún sin entender y solo cuando me encontré hundida en el calor de su pecho, mi mente volvió a su estado normal; los pensamientos detenidos fluyeron cada vez con mayor rapidez y la sorpresa se convirtió en comodidad. No tenía idea de cómo era la muerte, nunca tuve la oportunidad de pensarlo con detenimiento hasta que llegó la hora, pero en este instante, envuelta por sus brazos, se sintió glorioso.
No entendía por qué el corazón palpitaba, por qué había lágrimas sobre mis mejillas o por qué experimentaba cosas que los muertos no deberían. «¿Las almas sienten?», pensé, aunque en ese momento no importaba.
—Mamá —dije y me sorprendió el tono rasposo, ligeramente aniñado, con que la palabra abandonó mi garganta; pero el asombro no duró demasiado, porque era más cómodo y menos complicado adormecerse en su apretado abrazo. No podía ni moverme.
—Estaba tan preocupada —susurró y preferí ignorar mi necesidad de preguntar, de nuevo, por qué. Había muchas cosas por las cuales estar preocupada respecto a mi vida, pero en este momento no había razón para estarlo.
Con cuidado, me alejó para poder verme y, mientras sus dedos repasaban el contorno de mi rostro y secaban mis lágrimas, yo delineé con fervor los rasgos del suyo, que hacía mucho no veía: sus ojos platinados, su nariz fina y recta, los labios rosados y el cabello rojo que los enmarcaba. Parecía tan joven, tan diferente a la última imagen que tenía de ella.
—¿Cómo te sientes? —preguntó y apoyó la mano sobre mi frente, se sentía fría. Su ceño se arrugó y más rápido de lo que quisiera, volvió a dejarme sobre el colchón. Esta vez, su expresión era más compuesta—. Espera un momento, no te duermas, ¿sí?
No pude evitar aferrarme a su manga en cuanto hizo el amago de levantarse. Desde afuera se oía el sonido de pasos, de quién, no podía importarme menos; solo sabía que no quería que la madre que recién había recuperado se fuera.
—Mamá… —Repetí una vez más y escuché con mayor claridad la extrañeza en mi tono. Cerré la boca tan pronto como la palabra cayó y las cejas sobre mi frente se inclinaron hacia el centro.
—Florecita, solo será un segundo, no tengas miedo. —Palabras llenas de afecto y persuasión acariciaron mis oídos antes de que mi agarre se soltara y la mujer desapareciera tras la puerta. Fue rápido, casi como una ilusión, pero todavía tenía muy claro el movimiento de la falda alrededor de sus pies al hacer el corto trayecto entre la cama y la salida.
Una sensación de pérdida y agonía se acumularon en mi pecho al instante. ¿Para qué me permitían verla si al final me la quitaban con tanta rapidez? Podía jurar que aún tenía el leve aroma de los jazmines en la nariz, como el resabio de un espejismo.
Antes de que pudiera seguir con el hilo de mis lamentos, la puerta se volvió a abrir; la misma silueta deseada avanzó en mi dirección y sostuvo mi mano.
—Ya hice que llamaran al doctor —informó—. ¿Cómo te sientes? ¿Duele algo?
En mi desconcierto, negué y elegí ignorar cualquier cosa que alejara mi atención de ella. ¿Y si esta vez se iba y no volvía? Ni siquiera quería pestañear.
—Te extrañé —verbalicé los pensamientos que me habían acompañado durante años y apreté con fuerza sus finos dedos—. Mucho.
—¿Tenías miedo? —cuestionó y su gesto se volvió doloroso—. Mamá estuvo todo el tiempo contigo.
Recordé las innumerables noches en que había deseado su presencia y me mordí el labio inferior; necesitaba mucho más que un cuidado espiritual, mucho más que unas palabras, porque de verdad la había pasado mal sin ella.
—Sí, lo tuve. —En especial, cuando vi el fuego arrastrarse a mis pies, cada vez más cerca, más vívido, más caliente. Por eso, en ningún momento, pese a que la visión empezaba a tornárseme borrosa, le quité la mirada de encima.
—No te preocupes, estoy aquí. —Asentí y acepté su consuelo. Tenía mucho por decir, pero no las palabras adecuadas o quizá no sabía cómo resumirlo. La última opción parecía ser más adecuada para describir mi estado actual en que cada sonido que se abría paso por mi garganta se veía bloqueado por un nudo invisible que no me permitía hablar con claridad.
Razoné durante unos minutos en aquel silencio: ¿cómo podía empezar a contar lo que quería? Los años luego de su muerte, el compromiso roto, él, mi condena. Siempre había sido talentosa con las palabras, pero ahora parecía una tonta.
—Yo… —Cuando por fin encontré la forma de empezar, me interrumpieron.
El sonido de pisadas rápidas llegó como una ráfaga que no se detuvo ni siquiera al llegar a la habitación; porque la persona que corría chocó contra la madera de la puerta y se abrió camino hasta la cama sin detenerse.
El colchón se movió con brusquedad y mi madre levantó la voz en reprimenda. Dijo un nombre: Bastian.
—¡Fleur! —Una persona más gritó mi nombre en un lapsus de tiempo tan corto que casi creí alucinar al ver un rostro que hacía no tanto había visto, salvo que era diferente. Mis pensamientos y palabras murieron en mi boca, que ahora formaba una perfecta “O”—. Despertaste.
Recibí con incredulidad su observación y me detuve, confundida, en la cara de mi hermano, enmarcada por una cabellera blanca atada en una coleta baja. Eran los mismos ojos platinados, la misma nariz alta y los labios de un rosado pálido; sin embargo, sus mejillas apenas estaban perdiendo la redondez de la niñez.
Era Bastian, pero, a su vez, no era él.
De nuevo, la confusión se hizo presente en mi cabeza, enredó el hilo de mi razonamiento y cuestionó la realidad; salvo que, esta vez, elegí no ignorarlo. La imagen era tan clara y extraña, que no pude más que revolotear entre su rostro y el de la mujer a mi lado. Todavía no me había recuperado del impacto, cuando la puerta se abrió por tercera vez para darle paso a alguien que también conocía.
Entre jadeos, la mujer se detuvo y se dejó caer contra la pared. Tenía una mano sobre el pecho y la otra en una de sus mejillas sonrojadas; el pelo castaño ligeramente revuelto y la mirada acusadora en dirección al niño.
Era mi niñera, Margot, mucho más joven y vibrante de lo que la recordaba.
El corazón comenzó a latirme con más fuerza y la consciencia de su continuo golpe me resultó mucho más real.
—Gracias a los dioses, despertó. —Oí su agradecimiento como un eco lejano, obstaculizado por la sangre que bombeaba en mis oídos cada vez con mayor claridad—. El médico estará aquí dentro de poco.
Pasé la mirada por todos los rostros presentes y aprecié su evidente juventud antes de levantar una mano y ponerla frente a mis ojos. Los dedos pequeños y regordetes se dibujaron con claridad bajo la luz; los moví frente a mí, bajé uno, subí otro y así, hasta que asimilé que la extremidad que veía era, en efecto, mía.
No tenía palabras para describir el estado de mi confusión, ni dar cuenta de los múltiples hilos que se enredaban en mi cabeza, los cuales se debatían entre una y otra explicación.
«¿No estoy muerta?».
Pestañeé un par de veces más, moví la mano de izquierda a derecha y me sorprendió ver otra, apenas más grande que la mía, detenerla. Cuando seguí el brazo al que se conectaba, choqué con la mirada perpleja de Bastian.
—¿Qué haces? —preguntó y no supe cómo responderle. Por fortuna, en ese momento, una doncella entró y anunció al médico.
El hombre pasó y procedió con su inspección: tocó los lados de mi garganta, mi frente y también acercó la cabeza a mi pecho, en donde se detuvo durante un tiempo.
—No hay problemas mayores —dijo mientras asentía en dirección a mi madre y mi niñera—. La fiebre ya bajó a un nivel normal y, en tanto sigan nutriendo bien su cuerpo y dándole la medicina, no debería pasar demasiado hasta que se recupere por completo.
Ambas mujeres bajaban y subían la cabeza, atentas a lo que decía.
—Y tú, pequeña, trata de mantenerte tranquila.
Recordaba a este médico, era el que atendía a las familias nobles de la capital junto a dos o tres aprendices que se encontraban ausentes. Traté de hacer memoria y recordé que él no había muerto; aunque parecía anciano, me lo había encontrado una vez antes de que me encarcelaran.
Hasta entonces, las personas que había visto al despertar también hacía tiempo que no pertenecían al mundo de los vivos. Ahora no sabía bien qué pensar.
Aprecié el intercambio entre los mayores y esperé hasta que se fueron para centrarme una vez más en mi hermano.
—Bastian —llamé y él volteó hacia mí, estaba sentado en el sillón junto a la cama—. ¿Cuántos años tienes? —Aunque sentía la voz un poco rasposa e incómoda, todavía formulé con claridad la pregunta.
—¿No te acuerdas? —En sus facciones se notaba la confusión que le provocaba. Se metió la mano en el pecho y de allí sacó un cordón del cual se sostenía una piedrita blanca común—. Cumplí ocho hace un mes, me regalaste esto.
Acercó el collar a mi cara y observé con claridad los torpes nudos que mantenían quieta la piedra; por un momento no lo reconocí y me tomó un buen tiempo recordar que sí, que, en efecto, yo había hecho eso con un cuarzo común que había encontrado en el jardín. No obstante, si no me lo hubiera mostrado, no habría sido capaz de decir que alguna vez hice eso.
Me quedé en silencio durante un rato mientras Bastian me observaba de manera extraña; sus ojos me enfocaban con dudas que no encontraban respuesta o lógica.
—¿Estás bien? —preguntó al fin—. ¿Llamamos al médico?
La obvia preocupación se alienó al meter dentro algo de rareza y yo no pude menos que sentirme en conflicto. Tal vez sería mejor volver a llamar al anciano y que revisara mi cabeza y no mi pecho.
—Estoy bien.
Podía confirmarlo, a pesar de experimentar una ligera sensación de cansancio y un creciente dolor de cabeza que, suponía, no se debía a nada más que a la situación. Estaba bien; por otro lado, si me preguntaba por la confusión e irrealidad que se hacía cargo de mi razonamiento básico, no, no estaba bien.
Bastian no pareció creerme, porque sus ojos se entrecerraron y me dirigieron una mirada aún más desconfiada.
—Oí al señor Gus decir que si te subía mucho la fiebre, se te podía arruinar la cabeza. —Sentí que me ahogaba con mi propia saliva. La fuerte tos hizo que las dudas de mi hermano desaparecieran y se precipitara a mi lado para darme palmaditas en la espalda—. Todavía estás enferma —declaró y con esas palabras volvió a empujarme hacia la almohada y me cubrió con la manta. Me sentía sin palabras—. Duerme, yo te cuido.
Por extraño que pareciera, escucharlo hizo que mi corazón se calmara un poco, lo suficiente como para recuperar algo de estabilidad mental.
—Hermano —llamé, la voz amortiguada por las sábanas—. ¿Estuve enferma?
—Sí, ocho… No, nueve días. —Se veía serio mientras contestaba y su vista no se alejaba de mí—. Te caíste a la fuente.
¿La fuente? ¿Me caí a la fuente?
Sí, ese parecía ser el caso, de otra forma no habría estado enferma y, a la luz de esto, tuve que admitir que, quizá, todo lo que yo recordaba, pudo ser no más que una pesadilla horrible.
«¿De verdad lo fue?», algo en mi interior se negaba a dejarlo ir, pero mi entorno indicaba lo contrario.
Este resultado logró que mi cuerpo se relajara, que comenzara a mirar todo con más tranquilidad y que las imágenes que no mucho antes me habían atormentado se atenuaran. Le dije adiós al fuego, a las celdas y también a aquella vida que se había arruinado; pero también sentí una inevitable pérdida.
El dolor que trajo saber que él también había sido un sueño me hizo retorcer las manos en la tela del camisón bajo las mantas. Tenía calor, pero daba la apariencia de que apenas hiciera el intento de destaparme, Bastian volvería a cubrirme; por lo tanto, cuando mi madre entró, lista para darme un baño, agradecí sin que nadie me oyera.
Las doncellas ingresaron en la habitación una detrás de la otra con cubos de agua caliente; desaparecían tras la puerta que conectaba al baño y volvían a salir en busca de más agua. Al mismo tiempo y bajo la mirada de Margot, mi hermano se fue con la promesa de volver.
—Ve con él, me encargaré —le dijo mamá a mi niñera. Para entonces, la luz de la habitación se había atenuado mucho y una doncella, que no estaba ayudando con el agua, comenzó a prender las velas.
No le había prestado atención, estaba inmersa en la charla constante de mi madre, pero cuando la joven pasó más cerca con el candelero en la mano, mis ojos se detuvieron en la llama y sentí como si aquel calor que ni siquiera se acercaba a mí, se arrastrara por mi piel.
Me sentí estremecer y en mi mirada no había más que aquel creciente fuego; mi nariz percibía el fuerte aroma del humo e incluso mi garganta parecía quemada. Sin darme cuenta, toda aquella paz y tranquilidad que sentía se convirtió en ceniza.
—¿Fleur? —Escuché a mamá por sobre aquellos gritos que todavía hacían eco en mis oídos, pero no lo suficiente alto—. ¿Florecita? ¿Estás bien? —Esta vez la oí con mayor claridad. Sus manos me sostenían por los hombros y me sacudían con cuidado, no demasiado fuerte, pero sí lo bastante para despertarme.
De aquella plaza llena de rostros conocidos y desconocidos, de aquel dolor que aún me erizaba la piel, volví a los iris claros de mi madre, a sus pupilas oscuras y pestañas que se batían de arriba abajo.
—¿Estás bien? —repitió y, por reflejo, me vi negar—. ¿Te sientes mal? ¿Te duele algo? Lucie, llama al doctor otra vez.
Sus preguntas y el tono elevado de su orden terminaron de despertarme.
—Estoy bien, mamá. —Sin dudarlo, me abalancé sobre su pecho y me aferré con fuerza a su espalda.
—¿En serio? —Sabía que dudaba por lo que asentí todavía sin salir de mi escondite. Podía decir, sin temor a equivocarme, que había perdido todo rubor sobre el rostro—. Aún no hace demasiado que el señor Gus se fue, podemos llamarlo y que te revise, ¿sí?
No pude convencerla de lo contrario y el médico, que apenas había puesto un pie sobre el carruaje, volvió y confirmó que estaba bien, un poco pálida, pero era normal. Después de que el pobre hombre se lo repitiera un par de veces, mamá lo dejó ir y reanudó el baño.
Todo aquel proceso sirvió para que mi mente volviera a la calma; sin embargo, las velas encendidas no dejaban de recordarme aquellas imágenes. Eso no pudo ser un sueño. No pudo. No era posible.
«Fue real».
Nadie más parecía consciente de lo que yo; era la única explicación para tanta calma y cotidianidad.
Observé a mi mamá, que sin prisas me sacó de la cama y me llevó en sus brazos; era tan pequeña que podía cargarme y esto me hizo dudar una vez más. Aquel fuego, aquella muerte, fue real, pero ahora era chiquita, respiraba, estaba viva.
—Ya envié a alguien a decirle a tu padre que despertaste, estoy segura de que se apresurará a verte. —Escuché la seguridad, el consuelo y el afecto mezclarse en una sola oración inofensiva que en mis oídos cayó como piedras en un templo: estrepitoso, aberrante—. Es posible que ya esté en camino.
Mi primera reacción fue reírme, pero tan pronto como la risa llegó a mi boca, se detuvo.
Aflojé los brazos que se envolvían alrededor de su cuello y levanté la cabeza, no había nada en el rostro de mi madre que indicara que mentía. Casi no tenía recuerdos de mis dos padres conviviendo en armonía, ni siquiera de ellos dos en el mismo espacio; que ahora hablara con tanta naturalidad y cariño sobre él me parecía irreal.
—No… —La escena de mi muerte volvió a mí y la cara de mi padre entre los presentes me hizo apretar los dientes con rabia. ¿Por qué lo querría cerca? ¿Por qué se preocuparía por mí?
Cada vez estaba más convencida de que este lugar no era el paraíso prometido, no eran los jardines celestes de la sagrada Drusila; mas no sabía definir con claridad dónde estaba. Quizá este era el sueño, quizá todavía estaba medio muerta en mi celda y había imaginado este escenario.
La posibilidad de que esto fuera un sueño se volvió cada vez menos plausible. Bajo las manos de mi madre, el camisón que se me pegaba a la piel fue tirado a un lado y me sumergió en el agua caliente. El vapor me llenó la nariz, el calor me enrojeció la piel y el aroma del jabón se apoderó del ambiente.
Había dos doncellas allí que actuaban como ayudantes y se encargaban de asistir a la mujer de delicado vestido que no era consciente de que la mitad de su falda se había mojado.
Sus dedos repasaron mi cabello y las hebras blancas se deslizaron por la superficie del agua. Era largo.
Mis piernas, mis pies, mis brazos, mis manos, todo se veía pequeño. ¡Y mi pecho! No, no tenía pecho.
Una niña, eso era, una niña de pies a cabeza y el reflejo en el agua, medio difuso, me lo confirmaba. Levanté las manos y me las llevé al rostro, las mejillas regordetas y las facciones chiquitas no dejaban de serme ajenas, pese a que las sentía con claridad bajo mis dedos.
—¿Qué haces? —La risa de mi madre me despertó del trance y bajé las manos de repente, el agua salpicó por todos lados. A nadie le llamó la atención mis acciones y solo negaron con una sonrisa divertida sobre los labios.
Yo era la única que no se divertía, que se sentía perpleja.
Cuando el agua comenzó a enfriarse, me sacaron y me secaron. Mientras una doncella preparaba el camisón, otra me secaba el pelo y mi madre se encargaba de mi cuerpo. No me era extraña esta rutina, una vez estuve acostumbrada a esa atención durante el baño, pero desde hacía mucho no la disfrutaba.
—Estás lista. —Mamá sonrió satisfecha y, así como hice conmigo, no pude evitar estirar la mano y tocarle el rostro. Todo se sentía muy real. Ella no hizo nada para detenerme y cuando mis dedos llegaron a su boca imprimió un beso y me alzó una vez más.
En su abrazo me sentí calidad y protegida, pero, al salir, una vez más, las llamas inofensivas de las velas me hicieron temblar. Las manos y los pies se me enfriaron y el golpeteo en mi pecho se hizo más fuerte.
«Viva», pasó por mi mente otra vez y acepté que esto estaba mucho más cerca de la realidad que de un sueño; pero de aquel recuerdo, de aquella vida que había culminado de forma miserable, yo parecía ser la única consciente.
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