DIEZ
Hoy la hija de la casa del conde Favager había ofrecido una pequeña fiesta de té para las niñas de su edad; costumbre que se había popularizado desde hacía unos años con el objetivo de dejar que crearan conexiones antes del debut. Pese a que la muchacha era agradable y su madre conocida de la mía, había declinado de forma educada porque había querido quedarme a supervisar que las cosas se hicieran bien.
Las cosas eran, por supuesto, la mudanza de mi madre.
Por eso, no podía importarme menos la persona que estaba sentada adentro del carruaje, salvo porque estaba dificultando el paso. Los caballos se habían detenido hace un tiempo; pero Adam, el cochero, no había tenido la valentía de pedirle que se bajara para poder llevarlos al establo.
—Señorita, ¿qué tal si entra? El sol está bajando y comenzará a hacer más frío.
—No te preocupes Margot, estoy bien así.
Hice un gesto con la mano y me afiancé mejor el chal alrededor del cuerpo, en realidad, hacía más de una hora que estaba resintiendo el frío; pero no podía dejar de mirar cómo tres hombres y unas cuantas doncellas sacaban cosas por las puertas de la mansión.
Quería sonreír de oreja a oreja y sentía la tirantez reprimida en la comisura del labio; sin embargo, no me atrevía a hacerlo cuando la cantidad de personas a mi alrededor eran los fieles seguidores de mi padre. Él había pasado las últimas semanas más absorto que nunca en el entrenamiento de los nuevos reclutas. Que conveniente.
Era demasiado vergonzoso para él lo que estaba pasando, más que nunca cuando el rumor que yo misma había iniciado se había extendido por toda la ciudad capital: la duquesa era quien lo había abandonado y no al revés.
Era una burla.
—Mi señorita, al menos deje que le traiga un té. —Mi nana no se había retirado e hizo la misma sugerencia por milésima vez.
—Está bien. —Asentí resignada y miré fugaz su partida, ¿era mi idea o Margot se veía más bonita?
Cuando volví la mirada, Clarice por fin había decidido bajarse del carruaje y había un rojo antinatural sobre sus ojos y nariz. Levanté las cejas desconcertada y medio sonreí suponiendo lo que podía haber pasado en lo que prometía ser, desde un inicio, una no tan agradable, reunión de té; no obstante, ignorarla y seguir supervisando que cada caja estuviera siendo transportada de forma correcta, parecía mucho más prudente... aun así no pude evitar echarle una mirada de reojo cuando la vi detenerse a mi lado.
—Debe ser difícil —habló y se apoyó contra la columna de mármol junto a mí. Su pose descuidada.
Fruncí el ceño de forma inconsciente al escuchar en mi mente la estricta voz de la señora Fleming recordarme el valor de la postura y la presencia. Chasqueé la lengua y me reí en silencio cuando fui yo quien esta vez faltó a la gracia adecuada.
—¿Qué podría serlo?
—Perder a tu madre. —Apoyó su mano sobre mi hombre y dio un leve apretón—. Sé perfectamente lo que se siente, cuando mi madre murió sentí que el mundo se derrumbaba... gracias a la diosa papá estaba conmigo... pero no te preocupes, aunque él ahora no pueda, yo te haré compañía, soy tu hermana mayor después de todo y me preocupo.
—No perdí a mi madre. —Desconcertada, volteé a verla mientras alejaba con disimulo su mano de mí y elegía ignorar gran parte de su oración.
—Yo sé que es doloroso, pero debes aceptarlo, ahora que se casará con otro hombre, formará otra familia... no estás sola, créeme.
Entreabrí los labios sorprendida cuando tomó mis manos entre las suyas y sus ojos se cristalizaron. Un par de doncellas que estaban llevando las cosas se detuvieron por un momento; pero sus susurros aún eran audibles desde la distancia.
—La señora es tan cruel, abandonar así a la señorita Fleur.
—Es una suerte que la señorita Clarice sea tan bondadosa y se preocupe por su hermana.
—Es tan desvergonzado de su parte, ¡casarse con su amante días después del divorcio!
—Siento lástima por el amo.
Sentí el rojo de la rabia treparme por las mejillas y tuve el impulso de golpear las manos que sostenían las mías. Si no la conociera mejor, podría haber creído que sus palabras eran el resultado de su inocencia y preocupación.
La esencia de una niña pura criada en el ducado, alejada de una sociedad mundana.
Sabía la implicancia de lo dicho: Mi madre se olvidaría de mí.
—Si ese fuera su deseo, ¿quién soy yo para negárselo? —Convoqué la paciencia que había acumulado durante dos vidas y contesté.
—¿Qué?
Fue su turno de sorprenderse, no obstante, no tuve la oportunidad de responderle. Margot había vuelto con la taza de té sobre una bandeja.
—Señorita, su té. —Sonreí y le agradecí antes de disculparme cuando la envié por una nueva taza para esta media hermana que no parecía resignarse en hacerme compañía; sabía que, si le permitía quedarse, esta conversación se cortaría y Clarice tergiversaría mis palabras como quisiera.
—Si mi madre deseara comenzar una nueva familia y por ello olvidarse de mí, no me atrevería a culparla. —Me llevé la taza a la boca y la miré debajo de las pestañas—. Quizá no lo puedas entender, pero si fuera ella habría hecho lo mismo, permanecer casada con una persona que te traiciona es... degradante.
Sus ojos se agrandaron y frunció los labios en un mohín que hubiera resultado enternecedor para cualquiera. ¿Sería esta expresión también la que había amado Silvain? Quiero decir... ¿Había hecho esta expresión cuando pidió que le cortaran la cabeza a mi hermano? De repente, quería aventar el líquido caliente en mi mano sobre su cara.
—No es así... tal mujer desalmada... mi madre amaba a papá y jamás hubiera hecho tal cosa como abandonarlo y humillarlo porque él se casó con otra mujer. —Había un pequeño rubor sobre sus pálidas mejillas.
Por supuesto, conocía la historia, la madre de Clarice había conocido a mi padre mucho antes de que mi madre se casara con él. Pero, ¿qué podía decirle yo? Aunque le dijera, no sería capaz de entender que este matrimonio ahora disuelto era el resultado de un acuerdo entre mis abuelos desde que mi madre había nacido. Incluso si no se habían conocido hasta mucho después, todavía era de público conocimiento.
Que su madre hubiera decidido permanecer como la amante no era algo que todas pudieran hacer; si lo había hecho en nombre del amor o no, no era de mi particular interés.
Di otro sorbo y esperé hasta que el color bajara de sus mejillas.
—Las personas son diferentes y nadie hace las cosas como los otros, por el sencillo hecho de que, como dije, somos diferentes.
La escuché suspirar y volver a dejarse caer contra la columna.
—Tienes razón, sin embargo... sigo creyendo que deberías mostrarlo si te duele, llorar si quieres, papá y yo te cuidaremos ahora que estás sola.
Formé una muy ligera y curvada línea sobre mis labios y asentí. El sarcasmo estaba impreso en mi gesto.
Para cuando Margot regresó, ella ya se había ido y yo seguía manteniendo el chal bien pegado a mi cuerpo con una mano; con la otra sostenía la taza de té cerca de mis labios, sintiendo como el vapor subía y me rozaba las mejillas.
Habían terminado de cargar las cosas, pero yo seguía ahí, observando la nada y cuando subí a ver, la habitación que le había pertenecido, contenía solo un mobiliario que ahora me parecía insulso. Me senté y toqué la almohada, si no fuera un delirio, diría que hasta su aroma se había desvanecido, pero era solo mi deseo.
Borrar su presencia de esta casa era como terminar de liberarla.
Ahora, solo yo quedaba.
Sentada en esa mesa, el ambiente era más sombrío que nunca. Pequeñas gotitas impactaban contra los cristales produciendo un sonido tintineante.
Clarice no estaba, luego de lo pasado esa tarde, no había vuelto a verla en ninguna de las comidas, reduciendo los comensales a dos. Más tarde me había enterado de los eventos sucedidos durante la reunión de té.
Aunque era la hija de una amante, había sido aceptada por el duque, lo que técnicamente debería haber limpiado el título de ilegitimidad de su cabeza; pero la nobleza no olvida y su aparición en este tipo de ambientes solo la avergonzaría. Sin mi presencia, que se atrevieran a menospreciarla, no era, en modo alguno, extraño.
Era natural que no supiera lidiar con las lenguas afiladas de estas chicas. Eran niñas aun, pero habían mamado desde el nacimiento la forma correcta de lastimar con elegancia. Como la armadura para el soldado en donde el escudo y la espada eran imprescindibles en el campo de batalla, la palabra era necesaria para sobrevivir en el círculo femenino.
Una niña protegida como ella no podía comparárseles.
—Dentro de una semana, el abuelo mandará un carruaje a recogerme, pasaré el invierno en Carmine.
Los cubiertos dejados de repente sobre la porcelana hicieron un sonido grosero en el silencio extendido.
Los segundos seguían pasando sin que obtuviera respuesta alguna.
—¿...y cuándo volverás?
—Después de que termine la temporada fría, quizá.
—Ya veo... ¿Tu madre sabe?
—Sí, le dije hace unos días y estuvo de acuerdo. Bastian también estará allí.
Cierto, mi hermano no regresaba hace seis años y, si sacaba la cuenta, no estaba lejos de cumplir quince. A estas alturas, ya debería haber vuelto para aprender a hacerse cargo de sus deberes como futuro heredero del ducado de Ivoire.
Pero esa esa otra cuestión y ahora, el silencio se había hecho presente de nuevo.
Miré por el rabillo del ojo esperando que volviera a comer; pero nunca volvió a tomar los cubiertos. Me sorprendía la facilidad con que lo había aceptado, esperaba un poco de resistencia por el lado del palacio y que esa fuera la excusa para retenerme; después de todo, de los hijos que habían heredado la característica pura de los Blanchett, únicamente yo quedaba.
Lo vi mirar por la ventana que yo usaba siempre como distracción y una pregunta se me asomó en los labios; quizá era la duda que nunca había sido resuelta y necesitaba, ahora que lo veía recortado en la soledad, que respondiera.
—Papá —llamé y me sentí ahogada con la palabra que no había dicho en años—. ¿Querías a mamá?
Era una pregunta tan simple. Tan corta.
Pero prometía, como todo lo que lo relacionara, ser dolorosa.
Lo miré atenta alejando mi atención del plato, no queriendo perderme nada de su expresión. Había algo muy mínimo de mí, que esperaba que dijera que sí, que la había querido; si fuera posible, quería que dijera que la amaba y que, por ende, me había amado.
Una miríada de sentimientos se filtró en sus ojos, pero no quiso o quizá no fue capaz de contestarme porque se levantó y dándome la espalda salió del comedor; y yo me había quedado en silencio en esa mesa desolada observando su partida. No me había dado cuenta, pero había un peso húmedo en mis pestañas que me obligaba a bajar los párpados.
Mordí con fuerza y me llevé la mano a la cara, tapándomela.
Seguía esperando algo que no llegó ni llegaría.
Era tan tonta.
En mi vida anterior también me había cansado de esperar, había esperado hasta el último momento, había esperado hasta que la madera ardió y nunca llegó... que tonta seguía siendo ahora por guardar esperanza cuando solo podía y debería sentir odio por él.
Después de todo... ¿Qué podía hacer con su afecto?
No podía hacer nada, porque no sabría qué hacer con él.
Me quité la servilleta del regazo mientras arrastraba los pies de forma silenciosa en dirección a la escalera; todavía me quedaba acomodar el equipaje. Quería dejarlo todo listo para partir lo antes posible.
La semana auguraba ser ocupada, la boda era dentro de dos días y luego tendría que ir al palacio a informar mi ausencia de la capital durante la temporada fría. Silvain insistiría en que me quedara; porque no encontraba ni quería más compañía que la mía, quien supuestamente no lo agobiaba ni esperaba nada de él.
«Porque no me importas, quizá por eso no te agobio, si te amara, sería tan molesta como lo era antes».
Todavía estaba debatiendo mi decisión, sin embargo, era demasiado temprano para comenzar a preocuparme por los rumores que surgirían con mi partida, o por el poder que pudiera acumular Clarice. Era demasiado niña todavía como para influir en los círculos sociales y, lo que es más, le faltaba lo más importante, el amor del príncipe.
Me detuve junto al ventanal del descanso de la escalera y miré el jardín borroso tras el cristal. Siempre todo parecía más vivo luego de la lluvia, pero yo sentía que esta lluvia en particular había sido muy larga.
Mientras observaba se me pasaron los minutos a un ritmo vertiginoso y mis pies sintieron el cansancio de mantenerme erguida cuando en realidad solo quería tirarme en la cama. Subí los escalones, incapaz de mostrar la pesadez que me atenazaba el pecho, porque no era correcto, no era elegante, gracioso ni adecuado y mi cuerpo, no respondía a la caprichosa demanda de mostrarlo.
Me faltaba todavía un tramo para llegar a mi cuarto cuando la luz escapando por la rendija de la puerta del cuarto de mi madre, me detuvo en la oscuridad del pasillo. La tenue luz de la vela era lo que me guiaba hacía allí, a pararme y empujar en silencio la madera.
Tapé mi boca con mis dedos cuando vi la espalda de esa persona que me había abandonado en el comedor, sentada en la cama, con la mano en la almohada. El sentimiento agridulce de la victoria se filtró en el sabor de mi boca cuando mis ojos terminaron de procesar la imagen.
No había alegría en mi corazón, pero tampoco había pena.
«No hay cura para el arrepentimiento», pensé cuando volví a cerrar la puerta y me alejé.
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Los amo!
Flor
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