DIECIOCHO
Las manos subían y el sonido de los cascabeles, que colgaban de su cadera, resonaba con cada movimiento que hacía. Los bucles negros se movían detrás de ella persiguiéndola cansinamente, como si protestaran los desprevenidos pasos que daba. La falda se elevaba y la camisa blanca dejaba una impresión brillante dentro de aquella carpa en donde el frío había desaparecido a base de calor humano.
El sonido casi imperceptible de las respiraciones parecía haberse detenido y todos los ojos seguían a aquella que, en el centro del escenario, ejecutaba una danza exótica y lejana.
Las luces mágicas brillaban tenues, simulando velas moribundas que se agitaban bajo el yugo del viento arremolinándose alrededor de la figura; y yo, así como Loana y Lette, me había quedado embelesada en cuanto el olor del sándalo al quemarse nos llamó desde las calles principales hasta este teatro improvisado.
Nos habíamos quedado paradas, casi tiesas en la entrada cuando esa figura alta, esbelta y de un dorado solar natural se movió en el centro llevándose consigo toda la atención. Sabía que destacábamos; tres niñas con atuendos finos y delicadas trenzas en la cabeza eran tan llamativas que, si no fuera por ella, por esa bailarina nómada, bien podríamos haber sido nosotras la atracción principal.
El sonido de la pandereta le hizo competencia a los cascabeles en su cadera y el ritmo tomó proporciones mayores antes de que la música, que trataba de seguirla, cesara junto con ella misma y con su pecho, que subía y bajaba agitado.
Silencio fue el preludio de los aplausos y algunos silbidos; yo misma no resistí la tentación de ovacionarla. Observé como algunos aldeanos aventaban monedas de cobre al escenario y los imité, al igual que mis dos compañeras.
Había un rubor encantador en sus mejillas.
Loana y Lette se habían convertido en mis compañeras de juego, de salidas y de conversación en el mes transcurrido luego de esa memorable fiesta de té en la que Yvonne Tremblay había terminado no solo con una espada al cuello, sino escupida de té; porque ya no podía describirse aquello como simple té.
Por supuesto, ese incidente abrió aún más las insalvables diferencias entre ambas familias; pero ya lo hiciera, ya el marque reclamara por el comportamiento de mi hermano, o no, nada cambiaría el hecho de que, la heroína de los plebeyos, la conocedora, compasiva y temeraria señorita aspirante a caballero, había vuelto con tres metros menos de dignidad y con la nariz hacia el suelo.
Sentía lástima por ella, sí, por supuesto, era una niña ingenua que seguro había vuelto envuelta en llanto a abrazar a su madre; lo cual me parecía el gesto menos irritante en su persona, pero había cierto grado de satisfacción en ello.
La satisfacción que venía de ver sufrir a alguien en quien confiabas y te había traicionado.
—Que baile más hermoso. —Loana, a mi lado, alabó con esa voz tan suya que era cómoda e imponente a la vez; al igual que su risa burbujeante que no perdía delicadeza alguna. Esa misma risa había resonado con fuerza luego de que el incidente con el té se sucediera, y lo había hecho con más fuerza cuando les comenté que había sido Bastian quien había usado lo que se llama magia de conversión en el té de lady Guillory.
La magia de conversión, llamada así por algún ancestro desconocido, en realidad era la habilidad preciada de los Blanchett; una magia pura y codiciada que consistía en el poder de transmutar las cosas en otras. Se decía que, en su comienzo, se asentaba sobre los principios de la vida; pero desde entonces hasta ahora, nadie había sido capaz de reproducir las mismas hazañas que contaban, habían hecho los antepasados. En comparación a ellos, éramos un chiste.
Pero, aunque no estaba demasiado interesada y mi talento era muy pobre a comparación de mi hermano, no podía negar la utilidad que tenía; porque, cuando decidí que Clarice sería la primera en pagar por las acciones que habían llevado a Bastian a la guillotina, usé esa misma magia. En lo personal, entra él y yo, me parecía que mi conversión había sido más interesante. Té en veneno o azúcar en sal, solo había que verlo.
No obstante, era una magia difícil y llevaba mucho tiempo realizarla. Que Bastian pudiera hacerlo tan rápido me había asombrado.
Sea como sea, luego de que las demás se retiraran y pudiera confirmar que mi, en apariencia, serio hermano había utilizado un truco de salón tan gastado y poco original para causar una conmoción como tal, había reído a carcajadas.
Ese té era imbebible, no podía culpar en nada a la niña por escupirlo; aunque el lugar en donde decidió hacerlo, no debió ser la cara de Yvonne. O sí.
En lo que volví a burlarme, por milésima vez, de aquél incidente en mi cabeza, la mujer de cabello oscuro ya había bajado del escenario y agradecía a los presentes por su presencia y generosidad. Conocía a esta gente de antes, los había visto pasar unas cuantas veces por el norte también; iban de un lado a otro sin destino fijo, a veces se quedaban un día y otros meses y con ellos llevaban ese aire de diversión y esoterismo casi pegado al cuerpo.
Claro que también adonde iban surgían los problemas y no eran muy bien recibidos.
Yo los consideraba divertidos, quizá porque Dean me había arrastrado unas cuantas veces a su campamento, porque decía que a mí me faltaba mundo.
—La leyenda dice que se atrevieron a ir contra el designio de los dioses y por ello fueron condenados a vagar por la tierra.
Mientras tiraba de mi mano en medio de la oscuridad, hablaba sobre este pueblo que no tenía lugar fijo de asentamiento y que iba de forma efímera por las tierras, comerciando y leyendo fortunas.
—¿No quieres que te lean la mano?
—En mi mano no hay nada escrito.
—Dicen que las líneas en la palma cuentan la historia de tu vida pasada y futura, y que en ellas se entrelaza el tiempo de cada alma.
—¿Es así? Qué poco afortunados caminos me dibujan las manos —comenté irónica a la vez que aceleraba el paso para dejar de ir detrás y ponerme a su costado. Mis pies no podían igualar su ritmo que se media en el largo de sus piernas. ¡Lo hacía a propósito para molestarme!
Delante nuestro, las filas de carromatos se alzaban en múltiples colores, y el tintineo de los cristales colgando en hilos de los umbrales provocaba un sonido etéreo. Había una gran fogata en el centro del campamento de donde la música venía acompañada de curiosas figuras danzando alrededor en remolinos de faldas multicolores y camisas blancas.
Incluso la luna parecía más brillante frente a ese panorama en que no sabía si eran humanos o hadas y duendes bailando en rondas.
Nos habíamos detenido a un costado, sin traspasar esa frontera invisible que nos separaba de lo que parecía ser el reino de los mortales de los inmortales y alejé mi mirada cuando esa palma, que todo el tiempo había estado unida a la mía, se juntó aún más en cuanto la fuerza aumentó.
—Yo no sé si lo llevo escrito en las manos o no, pero agradezco habernos encontrado.
Levanté la cabeza y lo miré a la cara iluminada por el fuego, a sus ojos que brillaban más dorados que nunca y aguanté el aliento en mi pecho, incapaz de soltarlo, sintiendo el calor trepándome por las mejillas. No sabía desde cuando me miraba y si su repentina confesión había sido producto del encanto del ambiente; pero el latido desenfrenado, que me martillaba la razón, era real.
—Oye, oye, ¿por qué lloras? ¿Tanto así lamentas haberme conocido? —Su mano me soltó y se dirigió a mi cara acompañada de la otra para limpiar la humedad que no sabía que me empapaba el rostro; porque cómo explicarle que era la primera vez que alguien me decía que estaba agradecido por conocerme.
No podía hablar, estaba muda, incapaz de responderle que claro que no lo lamentaba, no lamentaba nada que lo involucrara, que era muy feliz; aunque ya no llevara vestidos de seda, ni perlas en el cuello, y que comiera pan y queso todos los días.
Mis manos, que se habían sentido abandonadas, se aferraron a su camisa y escondí la cabeza en su pecho; pegando mi frente contra aquel lugar que me indicaba que su corazón latía tan fuerte como el mío.
—¿Pretendes lavar mi ropa con tus lágrimas o me dices que estoy sucio? Tonta. —Me abrazó y su barbilla pegó contra mi coronilla.
—Yo tampoco sé si lo llevo en las manos... pero no me arrepiento —hablé con la voz amortiguada por la tela.
—Si no te arrepientes y yo no lo hago, hagamos una apuesta. —Su pecho vibró con el sonido de una risa que me anticipaba alguna loca ocurrencia.
—¿Cuál?
—Apostemos que, si lo llevamos escrito, te casarás conmigo.
Una mano me tomó por el hombro y me sacudió levemente. Lette me miraba preocupada, otra vez me había perdido en mis recuerdos.
—¿La señorita llora el destino interrumpido? —La voz de marcado tono extranjero se dirigió a mí y sus dedos me ofrecieron un pañuelo de un verde chillón. Se me habían escapado las lágrimas sin que me diera cuenta y, por ello Loana y Lette me miraban alternando consternación y preocupación.
—No sé de qué habla. —Me negué a tomar el pañuelo y agradecí antes de sacar al mío, de un blanco purpureo, de una de mis mangas. La mayoría de los espectadores se habían retirado y solo quedaban unos cuantos sentados que hablaban sin prestar atención.
—Aquello que se pregunta, puedo decírselo si la lady está dispuesta a acompañarme.
Hizo un gesto con el dedo para señalar detrás de las oscuras cortinas y de inmediato, Sir Yvan, quien había estado detrás de nosotras todo el tiempo, se adelantó con la mano sobre la empuñadura de la espada. Cuadró los hombros y alejó a la mujer a unos cuantos pasos de mí.
Ella no pareció inmutarse y sin alegar palabra asomó su cabeza por detrás de mi caballero y me miró sonriente. El color de sus ojos me sobresaltó y tuve que suprimir un hormigueo de anticipación y extrañeza.
—¿Tiene miedo de lo que podría saber mi Señorita? Soy gitana, no un peligro.
—Señorita, no la escuche.
—Sir Beaulieu tiene razón Fleur, los gitanos son unos estafadores, no dicen más que mentiras.
—Así es, vayámonos. —Loana me tomó por el brazo e intentó tirar de mí.
—Las razones por las cuales una vida no fue suficiente, ¿no desea saberlas?
Ya me había dado la vuelta dispuesta a salir de ese improvisado teatro cuando sus palabras me detuvieron, la cortina de la entrada quedó a medio camino, con la luz del sol filtrándose en el interior. Giré la cabeza para mirarla, a la mujer que seguía detenida por mi caballero y que, sin pudor alguno, ponía una de sus manos sobre el hombro del joven, para hacerse de apoyo, mientras sonreía misteriosa.
—Te escucharé. Sir Yvan, suéltela. —No diría que, más que sus palabras, el verdoso encanto de sus ojos me había convencido.
—Señorita, no creo que sea prudente, esta mujer es una embustera-
—Cariño, embustera o no, la lady desea escucharme.
«Que desvergonzada», pensé divertida en cuanto uno de los largos y morenos dedos tocó la barbilla de mi guardián. Un rubor suave se había instalado en sus mejillas.
—Puedes quedarte afuera haciendo guardia.
—¿Estás segura, Fleur? —Lette me detuvo y tuve que admitir que me sentí conmovida ante la preocupación que demostraban, tanto ella como Loana, con el poco tiempo que llevábamos frecuentándonos.
—Solo tengo curiosidad, no pasará nada. Pueden esperarme junto con Sir Yvan.
Me parecía que había ofrecido suficiente consuelo como compensación a mis acciones, así que, esquivando la mirada reprochadora del caballero, seguí los pasos ligeros de la morena hasta desaparecer detrás de las cortinas. Allí no había más que carromatos dispuestos uno al lado del otro y ella caminó segura a uno que se pintaba de un celeste gastado. Tal como recordaba, también había pequeños y coloridos cristales colgando de la puerta.
Subí ayudada por la mano cubierta de anillos y miré curiosa alrededor. Una suma de colores de todos los tonos del arcoíris se dejaba observar en los múltiples almohadones; el olor de las velas aromáticas mezcladas con la cera se olía en el aire y las cortinas medio deterioradas creaban un ambiente desenfadado y, a la vez, de otro mundo.
Me invitó a sentarme delante de la pequeña mesa de mantel violeta y al otro lado, enfrentándome, se sentó ella. En ningún momento había perdido la sonrisa que bailaba sobre sus labios.
—¿Cree usted en los encuentros predestinados?
—Tal vez.
—Los dioses nos juntaron para ofrecerle respuestas. —En sus manos una baraja de cartas se mezclaba con suma habilidad.
—Los dioses parecen muy libres como para organizar reuniones inesperadas.
—Quizá solo desean arreglar los errores del pasado. Corte en dos. —Posó el mazo sobre la mesa y me indicó que separara en dos pilas las cartas.
Volvió a juntarlos y mezclarlos antes de dejar tres cartas boca abajo.
—Este es su pasado, este su presente y este su futuro. —Indicó y volvió a sacar tres cartas más—. Pero usted tuvo una vida más que los mortales corrientes.
Levanté una ceja y miré cómo las daba vuelta una a una.
—Los pasados de ambas vidas son similares, veo lágrimas y sufrimientos; sin embargo, en esta vida le fue mucho mejor. —Se rio entre dientes y siguió hablando—: El presente es diferente, la vida pasada estuvo plagada de obligaciones y esperanzas frustradas, en esta vida se muestra estable y claro... pero el futuro no es seguro.
—Por supuesto, nunca lo es.
—No es a lo que me refiero. —Tomó entre sus dedos una de las cartas, aquella que representaba el futuro de mi antigua vida y lo puso encima de aquella que representaba mi futuro actual. Ese gesto me hizo fruncir el ceño en descontento.
—¿Qué quieres decir?
—El futuro que no llegó a concretarse en el pasado, en esta vida puede llegar a darse.
—Por supuesto que no llegó a darse, me morí —contesté llena de hastío.
—Creo que la señorita no me entiende, morir fue el corte abrupto de un destino inconcluso.
—¿Entonces?
—Ambas vidas presentan la estrella de una reina, en su primera vida, el destino se torció a propósito; una mano mortal truncó lo que ya estaba establecido, robándolo y creando un destino alternativo.
—¿Una mano mortal?
—Una mujer que tomó por la fuerza aquello que te estaba destinado.
En este punto había perdido cualquier atisbo de desinterés. Mis ojos recorrieron la figura de la mujer sentada en el trono, que mostraba la primera carta, sobre la segunda que mostraba una mujer rodeada de laureles.
—Cuando la vi le dije que si no quería saber sobre el porqué una vida no fue suficiente y esta es la razón. —Me miró chocando el verde contra el gris—. Hay una fuerza, una energía o si quiere, una ley que rige el destino de los mortales y esta fue forzada a cambiar, alterando el orden preestablecido. No todo está dicho, existen puntos de convergencia, el azar que juega en la vida de todos y lo que te permitió obtener un segundo destino.
—No entiendo, si había un segundo destino, ¿por qué renacer?
—Cuando ninguno de los dos llegó a término, esta ley reinició tu vida buscando corregirse, ahora la pregunta es: ¿Qué destino elegirá? —Empujó la carta que mostraba a esa mujer sentada con el cetro en la mano y negué de forma inconsciente—. Este destino se impone sobre el que anhelas.
—¿No hay forma de cambiarlo?
—Ambos existen, ambos son alternativas posibles. Por supuesto, usted elige.
Pensé que incluso si la respuesta hubiese sido una negativa, lo hubiera cambiado a la fuerza.
Ella volvió a tomar el mazo y sacó una carta al azar antes de posicionarla sobre esas dos mujeres dispares que se enfrentaban representando los dos caminos que podía seguir. La imagen mostró el perfil de un hombre. Los ojos se le iluminaron antes de tomar mi mano y abandonar por completo el tarot para mirar, en cambio, el mapa sobre mi palma.
—Aunque alguien ya empezó a cambiarlo por ti.
—¿Quién?
—La persona que llevas escrita en la piel.
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Los amo!
Flor
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