Capítulo 11
Cayó la noche, tal y como había esperado, y Caín abrió la puerta, trayendo una bandeja con su cena. Ella desconfiada, solo se limitó a contemplar la bandeja con recelo.
- ¿Qué pasa? ¿también quieres que te lo de en la boca? ¿o tengo que atarte para eso? - bromeó el muy canalla.
-Muy gracioso- contesto con ironía, aguantándose las ganas de borrarle la sonrisa a golpes.
-Come un poco, a ver si dejas ese mal genio.
-Perdone, duque, no sabía que le era de su molestia que no me tome con buen pie mi secuestro- escupió con falso respeto.
-Perdonada, pero la próxima vez no te quejes tanto.
-Serás- se levantó de la cama, dispuesta a desfigurarle la cara. Y él al ver un animal salvaje y rabioso caminando en su dirección prefirió tener instinto de supervivencia y huir.
-Mejor me voy.
Una vez librada de su tortuosa presencia Kath comió, consciente de que necesitaría fuerza si quería que saliese exitosa en su plan, y lo puso en marcha.
Esperó atenta y con un ojo abierto hasta que ya no escucho más rechinos en la madera, más pasos por la cubierta o más voces borrachas por el alcohol.
Esa noche, cuando Caín entró a la habitación, ella había aprovechado para distraerlo con una buena sarta de insultos y que así no se diese cuenta del trozo de madera que entrilló en la puerta, para que cuando cerrase con llave solo tuviera que hacer presión y que así la puerta cediese.
Así pasó. Un pequeño crujido se escuchó cuando dio el golpe sordo, y se quedó unos instantes parada en medio del pasillo esperando oír algo. Sin embargo, nadie lo noto.
Previamente había arrancado las sábanas de su cama para hacer un amago de bolsa y así tener al menos alguna provisión para su largo camino, también había cogido un par de mantas para las frías noches de invierno y ahora se disponía, una vez comprobado que todos estuvieran dormidos, a desenrollar la cuerda que amarraba el bote.
Había pasado por la cocina para coger unas patatas, verduras y pan, una cantimplora que limpiase el agua de mar y una zanahoria.
Una vez bien armada tiró la bolsa a la barca y se montó en ella, subiendo la cuerda conforme bajaba el bote.
Lo hizo lo más cuidadosa posible, asegurándose de que el ligero rechinido de la rueda oxidada no hiciese mucho ruido al bajar la polea.
La pequeña embarcación cayó al mar salpicando sonoramente. Se quedó congelada una vez más esperando que alguien lo hubiese escuchado, pero para alivio suyo fue falsa alarma.
Cogió los remos, se cubrió con la capucha que todavía tenía del manto de su madre y empezó a remar con fuerza, sometiendo las salvajes olas que abordaban contra ella.
Remaba en contra de la corriente, siendo lo más sigilosa posible con el remo al meterlo al agua e intentando que no chapoteé.
La tormenta había amainado, por lo que sería una travesía tranquila, solo tenía que alejarse lo suficiente del barco y a partir de ahí apañárselas como pudiera.
Esa noche dependía de ella lo que le deparase el destino.
Y tenía algo claro, no se rendiría.
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