tres
El aire se le escapó de los pulmones. Fiorent apretó los dientes justo cuando gruesos dedos rodearon su cuello y lo presionaron contra las pieles debajo de él. El joven Alfa gruñó, mostrando sus colmillos y su mirada rojiza a pesar de las lágrimas que le causaba. Sus garras se apretaron contra el brazo que lo apresaba. Las feromonas de ambos depredadores se envolvió dentro de aquel lugar, enjuagando el aroma de la sangre y la hedionda presencia de las pieles que lo rodeaban. El lobo frente a él dejó que todo su peso cayera sobre su delgado cuerpo, aplastándolo. Fiorent sintió que los pulmones le ardían y que la increíble y monstruosa presencia de aquel le condicionaba los movimientos.
Se agitó, empezando a sollozar, a gemir y removerse con desesperación. El joven rugió, gruñó contra el rostro que aspiraba su aroma y le susurraba cosas al oído en un idioma que no entendía. Enormes ojos rojos lo miraban ansiosos, Fiorent se horrorizó y todo su cuerpo se tensó cuando sintió las gotas de saliva brotar de los labios de aquella bestia. El espeso líquido cayó sobre sus mejillas pálidas, y en ese momento dejó de ver borroso, dejó de sentir el dolor palpitante de su pierna lastimada y su cuero cabelludo abierto de par en par. El joven alfa se atragantó, mostrándole los colmillos en advertencia mientras su cuerpo se curvaba y las garras de sus dedos crecían. Su lobo quiso defenderse a toda costa y de un segundo al otro la boca de aquella bestia se abrió enormemente, brotando saliva, colmillos enormes y una lengua rojiza que se enterró en su cuello. El filo de aquellas dagas le cortó la piel en un segundo, lo paralizó por completo.
Su anatomía se tensó, su boca se abrió y ningún sonido se emitió hasta que sus garras se extendieron y atravesaron aquella piel pálida. Las lágrimas llovieron de aquellas orbes diferentes. Su alfa rugió y su cuerpo se arqueó, pegándose al ajeno y notando su gran tamaño. Sintió que algo se rompió dentro suyo, su corazón dolió y las lágrimas brotaron de su interior. El calor cubrió su cuerpo, ardió en su pecho y toda su piel tembló ante la necesidad de huir de ahí aunque fuera de la mano de la muerte. La presencia del rey de las fieras blancas se adentró por sus heridas como veneno, como un maldito elixir que navegó por sus venas. El sudor rodó por su rostro, y cuando se separó pudo notar el hilo de sangre que cubrió su barbilla. Los labios de aquél estaban enjuagados en carmesí, su lengua se pegó a su cuello, subiendo por su barbilla, arrasando con sus lágrimas y las gotas húmedas de su piel.
Estaba perdido. No pudo moverse, ni hablar, ni nada, su cuerpo pareció entrar en un trance terrorífico, asimilando el hecho de que otro Alfa lo mordió con la clara intención de marcarlo como a un Omega. Fiorent se encogió asustado y suaves gemidos lastimeros brotaron de su garganta. Su rostro se volvió, apenado, asustado y tan dócil como su instinto de supervivencia ante un depredador más fuerte le permitía. Sintió dedos fríos tomarlo de la barbilla.
—Es inútil llamar a tu manada con esos soniditos que haces —murmuró—. Todo lo que digas... se lo tragarán las cuevas. Aún si me como tus piernas, tus brazos, si te destrozo por dentro... ningún llanto se oirá para otros.
—N-no... no soy Lyokhat —susurró con la voz quebrada, sentía la sangre descender de sus heridas—. Soy un cachorro de manada. Me llamo F-fiorent. Fiorent...
—Y la naturaleza te olvidó —continuó—. No importa en qué cuerpo reencarnes, jamás te quitarás la marca que cargas en tus ojos. Eras fuerte en tu vida pasada, pero hoy eres tan débil... que comerte de una vez será para mí un chasquido de dedos. Recuerdo el sabor de tu piel... de tu carne. Jamás encontré tal gusto en otros alimentos. Me volviste un monstruo, Lyokhat. Un asesino, un desalmado. Llevo la maldición de tu muerte pegada a la piel.
Fiorent se ahogó, sintió los labios ajenos contra los suyos, una lengua con gusto a hierro mezclarse con la suya. El peso de toda un vida caía sobre su delgado cuerpo. Moriría ahí, sabía que no había escapatoria para quien cayera entre las garras del rey de las fieras. Aquel era un Alfa maldito, castigado por la luna y la naturaleza, condenado a ser un come hombres, a morir de hambre por toda la eternidad. ¿Ese era el peso por haber asesinado al hijo de un gran Dios? ¿Y qué iba a pasar con él? ¿Qué castigo podía dejar cuando ni siquiera pudo defenderse de un alfa de menor rango afuera en las montañas? Era un cachorro, apenas se había presentado como alfa y había escupido sobre el honor de toda su manada. Fiorent sollozó, sintiendo que el hilo de saliva chorreaba de su boca. No solo era alimento de bestias, sino que era un alfa sudomizado.
Las manos recorrieron su cuerpo, el sudor se mezcló con la sangre y la saliva. Bruscamente se removió, garras enormes apretaron sus brazos y más colmillos se hundieron en la piel de sus hombros. Fiorent gimió por lo bajo, sus mejillas calientes, su cuerpo ardiente por la intensidad de aquella presencia. Del aroma que envolvía a aquel Alfa. Las lágrimas nublaron sus ojos y apretó sus dedos en las pieles debajo de él. Jadeó dolorosamente, cerrando los ojos mientras las mordidas bajaban a su pecho. Las garras se clavaban en su piel, abriéndole heridas que le tensaban los nervios y lo hacían sollozar.
Su corazón acelerado parecía medir las palpitaciones de cada herida, la vista se le nublaba entre lágrimas y dolor. No podía verlo, el cabello blanco bañado en sangre rozaba la piel de su pecho y la mirada rojiza resaltaba como los ojos de un monstruo. Fiorent apretó los párpados, la humedad en sus cristalinos orbes descendieron suavemente y lo observó lamiendo su vientre. Sus ojos se agrandaron, porque los colmillos parecieron crecer más y las marcas negras en aquel cuerpo albino empezaron a esparcirse como raíces por la piel. El joven Alfa tembló, notando como el color oscuro creaba su propio camino cual canoa por río dormido.
Su piel parecía lienzo de rayos entre las tormentas más fuertes. Y conforme avanzaba como veneno, el rostro del Alfa se alteraba cada segundo. Sus ojos rojos se dilataban más y más, y sus colmillos amenazaban con abrirle el vientre de una sola mordida. Fiorent se quedó quieto, asustado. Una suave brisa fresca se adentró por la cueva, olía a lluvia, a las frías tormentas de las altas montañas. Sus ojos se volvieron, allá lejos, donde la intemperie lo llamaba, una ráfaga de luz azotó el lugar, iluminando la cueva. Fiorent volvió la mirada al instante en el que el rey tomó con fuerza su muñeca. Su rostro parecía haberse transformado, marcas negras extendiéndose por toda su piel y una gran boca con grandes colmillos. Sus ojos rojos hicieron que su corazón se detuviera y de un segundo a otro aquella gran boca enterró su pequeño puño dentro de ella y lo apretó con fuerza. La piel se despegó en un santiamén, cortándose de la misma manera que se abre el estómago de un animal para quitarle las tripas. Fiorent gritó, desgarrando su garganta, luchando por sacar su mano de aquella gran boca que le estaba masticando los dedos y le quebraba los huesos uno por uno.
Las articulaciones se cortaron y las venas se abrieron como cascadas. Toda la sangre cayó por su pecho hasta que oyó que el hueso se quebró. Un solo movimiento, rápido, ágil, que le terminó por separar la mano de toda la muñeca. El joven Alfa clavó sus garras con desesperación, se removió con brutalidad hasta que pudo salir de aquel peso monstruoso. El aturdido sonido de la tormenta pareció quebrar las rocas de aquella cueva, adentrando el aroma de la lluvia y trayendo consigo los rayos que iluminaron una vez más la escena. Solo bastó un segundo para ver la cegadora luz cubrir aquel cuerpo enorme, cubierto de más marcas negras, de sangre, mientras la gran boca masticaba como un animal los huesos y la piel colgante. El sonido le quebró el corazón, siquiera quiso bajar la mirada, pero el dolor le mataba, le asfixiaba sentir el río de sangre caliente que empezaba a cubrir su cuerpo.
Fiorent retrocedió, sin importarle su muslo destrozado, sus piernas débiles. Se arrastró por las pieles húmedas en sangre y sollozó fuertemente. Su garganta se desgarró, gritando en dirección al viento, llamando a su manada, a su familia. Escuchó un rugido monstruoso y grandes garras se clavaron en su espalda, rápidamente cortaron su piel, dejando cinco líneas abiertas que lo hicieron vomitar sangre. Empezó a sentir una gran presencia detrás de él y no quiso volverse, no quiso mirar. Fiorent presionó su rostro contra el suelo húmedo, llorando, esperando su final. Su corazón retumbaba contra su caja torácica, sentía sus latidos hervir por todo su cuerpo. Sus orbes se alzaron por última vez hacia aquel camino donde se iluminaban los rayos, donde la brisa fresca lo alejaba del hedor putrefacto de la sangre, de sus propias heridas fermentadas. El joven Alfa cerró los ojos, el rugido le partió los tímpanos y se volvió con lágrimas en los ojos.
Esta vez ya no vio un gran cuerpo personificado. Sino que el lobo se presentó, más grande, más negro y monstruoso que nunca. Fiorent abrió la boca, pero ningún sonido se emitió de su interior. Sus orbes cristalizadas, una del color de la noche y la otra tan verde como la naturaleza, se iluminaron ante una bestia inmensa que ansió destruir su cuerpo entero. Porque Fiorent jamás en su vida vio un Alfa tan monstruoso, jamás se sintió tan asustado de su propia jerarquía y juró, entre sangre y lágrimas, que en su próxima vida haría lo que fuera por evitar convertirse en esa cosa.
El sonido de la tormenta retumbó entre las rocas y cerró los ojos, sus heridas dejaron de doler, su muñeca mutilada, su muslo abierto y el gran tajo en su cráneo. Todo miedo se disolvió de la misma manera que se borra la suciedad ante la lluvia. Y antes de que el último rayo iluminara aquel cementerio de almas... el cuerpo de Fiorent fue devorado por completo.
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