dos

Apenas pudo moverse por los ligeros espasmos que su cuerpo emitía. El frío lo envolvió como la nieve de las grandes montañas a pesar de su piel ardiente en fiebre. Fiorent tembló, mareado, con las mejillas ardientes y el dolor de cabeza que traía alusionasiones a sus ojos. Se removió, adolorido, sus huesos crujieron como ramitas sobre el suelo de piedra húmeda, oscura y fría de las cuevas negras. Abrió los ojos, el sudor resbaló de su frente a su mejilla. La ventisca violenta azotó la entrada rocosa, trayendo consigo débiles copos de nieve que se derritieron en su piel calurosa.

El cielo estaba casi oscuro, a pesar de que notó la luz del día y la tormenta furiosa que azotaba furiosamente aquellas altas tierras. El alfa se removió, lento, tenía fiebre alta y no sabía si era por su celo adelantado porque estaba sufriendo de cierta infección a la mordida de su cuello. El chico elevó una mano a la zona, la piel destrozada estaba húmeda, jugosa en sangre, agua y mugre. Apenas si pudo levantarse cuando sintió un roedor correr sobre sus pies. Fiorent abrió los ojos con sorpresa, las ratas se ocultaron como cucarachas dentro de una abertura de roca. Decenas de ellas chillaron, huyendo despavoridas. El Alfa frunció el ceño, tocando su cuerpo ardiente, observando su miembro flácido. No, ya no estaba en celo, pensó y volvió a tocar su cuello. Despegó dedos húmedos en sangre aguada, espesa y babosa. Fiorent apretó los labios, sintiendo las arcadas por el terrible aroma de la zona. La infección de su mordida se estaba acercando, suavemente levantó la mirada a la entrada, debía bajar la fiebre.

Otra ráfaga de viento lo azotó. Esta vez el frío caló sus huesos, atravesando la fiebre y quebrando su cuerpo enfermo de una sola vez. Fiorent se recostó, arropando sus piernas entre temblores y espasmos débiles. El viento seco de las montañas lo enfermaba, le hacía doler los pulmones a tal grado que la tos con sangre destruyó su garganta. De repente, el aroma a tierra mojada y hierbas húmedas cambió el panorama de su débil estado. Fiorent levantó la mirada cubierta de lágrimas, tembloroso, completamente débil y caliente. La saliva chorreó de su boca cuando una gran silueta pálida se agachó frente a él. 

—¿Qué piensas de este?

—Está con un pie en la tumba, creo —oyó otro murmullo. No entendía lo que decían, Fiorent apenas levantó su cabeza, olisqueando el aire. Su débil cuerpo se irguió, ligado por su instinto de supervivencia. Su nariz se ocultó en aquel aroma exquisito, diferente al seco aire de la nieve y la humedad mugrienta de las sales de aquella cueva. Sus mejillas se pegaron a una piel fría, y jadeó, tomando bocanadas de aire contra el vientre de una bestia de dos metros. La fiera frente a él sonrió, sintiendo el calor ardiente de las mejillas de un pequeño Cachorro de manada, su gran mano rodeó su cabello y lo jaló. Admiró las mejillas rojas, los labios lastimados, húmedos en saliva y un par de ojos cristalizados con las más bellas lágrimas. El sudor resbaló por la mejilla del joven Alfa—. Qué raza tan débil.

—Los Alfas impuros deberían estar extintos.

—Vamos, cachorro, de pie —Fiorent apenas levantó la mirada cristalizada. Lo tomaron de los brazos y lo arrastraron por las rocas. Las piernas del Alfa estaban casi adormecidas, sucias, luchando entre el calor y el frío de las grandes montañas. Sintió fuertes manos en su cintura y apenas elevó la cabeza. Las fieras albinas eran pálidas, de cabello rubio casi blanco, sus cuerpos enormes, no musculosos, sino grandes y delgados. Con la suficiente apariencia para aterrorizar a otros. El frío chocó contra su cuerpo desnudo, se encogió apenas, tiritando, temblando. Uno de los Alfas lo alzó, cubriendo su cuerpo con la piel seca de una cabra negra. Los ojos adoloridos de Fiorent apenas podían ver otra cosa que un cielo gris y los copos de nieve golpeando duramente sus cuerpos. El aire casi le faltó y ocultó el rostro en el pecho del hombre, buscó su aroma a tierra mojada con temblores desastrozos.

Su manada jamás lo buscaría. No porque no quisieran, sino que el ritual de la naturaleza era sagrado, y si su estado de Alfa lo llevaba a ser incapaz contra los cuatro elementos, contra los enemigos o el ambiente, definitivamente no merecía proteger a nadie. Fiorent debía llegar a su tierra por sí mismo, la muerte significaría que su alma no estaba lista para enfrentar al mundo y que la naturaleza aún no favorecía su linaje. El chico jadeó, totalmente perdido. ¿Ser tomado por las fieras de las tierras altas también era el destino de la naturaleza? Cerró los ojos, su cuerpo sufriendo por completo. El calor le golpeaba la cabeza con pesar, sentía que se le partía en dos. Fiorent trató de buscar descanso contra ese pecho frío y los latidos lentos que caracterizaban a las bestias. 

La fiebre no le permitió sentir nada más que frío en el cuerpo, a pesar de estar ardiendo. De repente, el cielo gris se convirtió en ruinas de piedra oscura. Fiorent apenas levantó la cabeza. El viejo castillo de las fieras salvajes había sido alguna vez hogar de una pequeña dinastía, acabada por el frío de un invierno interminable. Solamente pocos sobrevivieron, quienes terminaron con aparearse con los Alfas salvajes de las cuevas negras y formaron así una manada fuerte, dura y antigua. Los Lyokhat eran bestias preciosas, blancas como las nieve, de ojos ámbar, esmeraldas, zafiros. Todos colores claros y delicados. Pocas veces se engendraban bestias de ojos oscuros, y los pocos que habían estaban destinados a ser grandes guerreros. Era parte de su cultura, su tradición. Los ojos, la mirada, era lo único puro y auténtico de todos.

Empezó a oír más voces en aquel idioma desconocido, murmullos, susurros. El intenso aroma lo hizo temblar hasta que el aroma seco del frío fue reemplazado por la piedra, la humedad, y los inciensos del lugar.

Oyó el chirrido de puertas, pasos fuertes y charlas amenas con risas apagadas. Fiorent abrió los ojos una vez lo dejaron sobre un nido de telas de lino. Eran las camas de esas bestias, debajo de ellas podía haber almohadas, paja o cualquier cosa que pudiera acurrucar un gran cuerpo salvaje. El Alfa impuro abrió los ojos cristalizados, enfermos, observó el techo de piedra oscura, tan antiguo que las grietas apenas amenazaban con romperlo. A su alrededor la oscuridad era casi plena, apenas había una pequeña ventana y el resto de la habitación solo era abrazada de luz por la fogata de un hogar.

Limpien su cuerpo y cubran la herida del cuello —escuchó. Observó entre mareos el rostro pálido, ojos azules lo miraron intensamente hasta alejarse. Fiorent intentó levantar su cabeza, hasta que un par de manos lo obligaron a recostarse de nuevo. El chico las miró, dos jóvenes mujeres de cabello blanco, jóvenes y de mejillas rojas, acercaron un recipiente de hierro y vertieron ahí el agua caliente que esperaba en el hogar. El Alfa sintió el calor de los trapos como una caricia, suave, tersa.

Siquiera prestó atención a los murmullos, a las manos traviesas sobre su cuerpo. Fiorent cerró los ojos con la seguridad de un baño, de manos sanadoras en su cuello y el alivio de la fiebre. El calor del hogar le brindaba cierta esperanza a su salud moribunda, sabía que en manos de las fieras blancas no podría hacer nada. Que su lobo, a pesar de su orgullo, sería derrotado con un simple rugido. Fiorent observó el fuego, respirando el aire tibio, su cuerpo estaba cálido y las telas mojadas en agua caliente se distribuían por su cuerpo desnudo. El Alfa apenas se volvió cuando la mujer de cabello blanco y rizado se acercó a él con un tazón de madera. El vapor atravesó su garganta seca y su estómago rugió, apenas pudo moverse cuando le tendió la cuchara de cobre. Era sopa, pálida, sin tanto sabor pero con muchas verduras y algo de carne.  Fiorent hizo a un lado la cuchara, su mano pálida tomó el recipiente y abrió su boca desesperado.

Bebió todo lo líquido y con ayuda de una mano, arrasó con las papas, las zanahorias, las cebollas y las carnes. Su barbilla se mojó, la mujer lo observó en silencio y luego tendió una prenda blanca.

De repente, la puerta se abrió de golpe. Las mismas fieras blancas que lo trajeron ahí se presentaron. Fiorent los miró, el aroma a tierra mojada y hierbas húmedas. Esta vez pudo apreciar con más detalle sus rostros pálidos. Uno tenía los ojos azules más intensos que había visto, el otro, tenía una mirada suave, del color de la esmeralda. Ambos se quedaron de pie, murmuraron una palabra baja y la mujer se retiró.

—Tienes los ojos de un demonio —murmuró el ojiazul. Fiorent se estremeció, su piel se erizó al notar el acento que ellos tenían al hablar su idioma. El Alfa más joven se enderezó un poco, su cuerpo desnudo, cubierto de paños, no fue una vergüenza para él. Los Alfas puros de las montañas altas podían lucir aterradores, con sus marcas extrañas rodeando su cuerpo, sus colmillos sobresalientes y sus cuerpos pálidos. Fiorent se preguntó si su sangre sería roja, si era un escarlata intenso contra la blancura de su especie.

—Yo... llegué a sus dominios por error. Un Alfa me amenazó, huí para salvar mi vida. Mi manada está a una semana de aquí, por favor, dejenme ir con mi gente —murmuró.

—¿Fuiste sudomizado? —habló nuevamente el de ojos zafiro. Fiorent apenas abrió los labios. Su mano voló a su cuello con rapidez, aún podía sentir la herida latente. La mordida de un Alfa en celo sobre su tierna piel.

—Fue un accidente —respondió. Ambos Alfas albinos se miraron.

—Ponte la prenda —mencionaron. Fiorent frunció el entrecejo con preocupación, su Alfa le decía que algo iba mal. Que debía huir, atacar. Aún se sentía humillado por haber sido atacado y tomado como un Omega, pero aquella sensación desaparecía por el miedo y la incertidumbre que estar en un lugar desconocido le causaba. Miró la prenda con los labios apretados.

—Ponte la prenda —repitió el ojiazul. El de verde mirada salió de la habitación, Fiorent apretó los dedos en la áspera tela blanca. Escuchó un gruñido suave, y cuando levantó la mirada el otro ya le había arrancado la ropa de las manos. El Alfa sintió una mano rodear su cuello, la presión aceleró su corazón y sus colmillos saltaron con advertencia. Su instinto le puso los pelos de punta, lleno de advertencia, sin embargo, su adversario era mucho más fuerte. Un simple gruñido ronco de su garganta y sus garras apretando la piel de su cuello bastaron para tenerlo tieso y callado. Fiorent apretó los labios, sus propios colmillos cortaron la piel de sus labios. 

Se colocó la prenda con cuidado, olía a agua de río, a tierra. El alfa asintió, como si el alivio de verlo en aquella fea prenda le quitara un peso del cuerpo. La puerta se abrió nuevamente. 

—Aquí tienes —comentó el Alfa de ojos esmeraldas. El albino de zafiros orbes tomó el recipiente pequeño de madera y se puso de cuclillas frente a él. Fiorent soltó un suspiro ronco, sus pulmones subieron y bajaron cada vez con más insistencia, agitados. El corazón en su pecho se hizo notar, podía sentirlo vibrar por toda su caja torácica. El joven Alfa abrió los labios cuando dos dedos húmedos en sangre espesa presionaron su labio inferior. El gusto a hierro entró primero a través de sus dientes, sintió el líquido deslizarse por su barbilla, hasta su cuello y sus clavículas. Estaba tibio. 

Volvió a mojar los dedos, marcaron los lados de sus sienes, y tres puntos en medio de su frente. Fiorent tenía la boca sellada, la mirada fija en aquellos zafiros, aterrado. Conocía esas marcas, las había visto en viejos libros, aquellos hechos de cuero de animal. Los dibujos, los contornos, el maldito ritual. Su labio ensangrentado tembló, no podía moverse, incluso cuando tomaron su mano y continuaron la línea hasta sus dedos. No podía ser. Su cuerpo entero se estremeció y sus colmillos crecieron un poco más, su mirada se dilató en advertencia, aún en shock. Cuando la sangre subió de sus pies hasta sus muslos el corazón casi se le salió de la boca, se inclinó, sintiendo las arcadas, el aroma de sangre que rodeaba su cuerpo. 

Sangre de otra persona. Tibia, recién extraída. Lista para marcar al siguiente. 

Fiorent se abalanzó hacia la salida, de un manotazo derribó la sangre del recipiente, colorando el cabello blanquecino del alfa que lo marcaba con sus dedos. Rápidamente saltó hacia la salida, pero una gran mano lo tomó del cabello y lo arrojó de un golpe hacia el otro lado de la habitación. Fiorent sintió que su cuerpo se separaba del suelo, que volaba, o que caía directamente contra la pared que aguardaba el hogar. El primer golpe le abrió de un corte el cuero cabelludo de la cabeza, la sangre salió como un río, nublando la vista de su ojo izquierdo. Tiñendo el fuego de un anaranjado a escarlata. Fiorent sintió la conmoción vibrar sobre su cuerpo, sobre su mano izquierda, completamente caliente, ardiente. Rápidamente la atrajo hacia su pecho y abrió los ojos con grandeza, sorpresa, dolor. Su cabeza palpitaba y no podía ver bien. Sus dedos habían perdido la piel, se habían puesto blancos, llenándose de sangre al segundo mientras las ampollas de la quemadura crecían como hongos en el suelo húmedo. Fiorent gritó, su garganta se desgarró de dolor cuando volvió la mirada al carbón que freía su piel pegada, jugosa y reventada burbujas. 

Los ojos de Fiorent se dilataron, su orbe negra se volvió más intensa, y la otra, esmeralda, se perdió en un vacío oscuro y peligroso. Sus colmillos se revelaron frente a los dos Alfas, su cuerpo entero se tensó, erizándose. Apenas sus garras empezaron a cambiar cuando de un segundo al otro una de las fieras se paró frente a él, su gran mano pálida arrasó con la piel de su cuello, apretando, asfixiando su ser por completo. El joven Alfa frunció el ceño, apretando los dientes. La sangre manchó sus labios, y su respiración agitada permitió que entrara dentro de su boca.

Casi se atraganta, sus garras se clavaron en la piel ajena, su Alfa interior rugió entre el enojo y la intimidación que aquel despertaba en él. Y aunque Fiorent tuviera una naturaleza fuerte y dominante, siempre existían otros más fuertes. Porque entre aquellas manos y esa mirada monstruosa, pensó que tal vez sus colmillos filosos y sus garras no podrían salvarlo. Su cuerpo era más pequeño, delgado, apenas era un lobo entrando en su naturaleza. Y se ahogó, escupió la sangre entre mareos y dolores de cabeza. El aire se le atoraba en la garganta, y ligeramente la palma alrededor de su cuello dejó de doler.

No importaba lo que hiciera. Su cabeza palpitaba con fuerza y la sangre chorreaba por su rostro con lentitud, la sentía caliente, suave, tan escarlata que su mirada se cegó en un rojizo profundo. Sus pestañas se cubrieron de aquel líquido y apretó los dientes de dolor cuando lo alzaron. Fiorent volvió a observar aquel techo de piedra lisa, a las antorchas con fuego, las miradas curiosas que a veces se acercaban. Todo lucía borroso, lento, tal vez se estaba muriendo, pensó. Que su destino iba a acabar ahí, entre los brazos de una raza superior y la negación de la naturaleza con él. ¿Qué pecados atroces había cometido para merecer aquello? ¿Tal vez la luna, la tierra, el cielo... le habían castigado de aquella forma por desear no ser un Omega? Aunque su cuerpo fuera más grande en sus tierras, más alto, fuerte, con destrezas y sigilo. Aunque en sus tierras se tratara al Omega como un Dios, no quería serlo. Lo anheló, le rogó a sus antepasados brindarle la naturaleza dichosa de un Alfa.

—Ah... —murmuró apenas, el dolor le partió la cabeza. Fiorent cerró los ojos cansado, sin embargo, pareció despabilar su alma al entrar a través de grandes puertas de madera y hierro. Automáticamente su Alfa se encogió, sintió presión en su pecho, en su cabeza, toda su piel se erizó e instintivamente se encogió en los brazos ajenos. Sus ojos se agrandaron y se ocultaron en el pecho ajeno, completamente obediente al terrible aroma que había en aquel lugar. Su corazón se aceleró, y todo su cuerpo vibró cuando escuchó un fuerte rugido.

Se quebró, algo dentro suyo se rompió y los temblores empezaron. Sus garras salieron, lastimando sus dedos y sus uñas, Fiorent no pudo explicar el dolor que sus colmillos sufrieron al crecer más. Advertencia, peligro. Su Alfa no podía dejar de retorcerse en su interior, sus piernas temblaban, incapaces de correr, de salir de ahí. Aquellas paredes de piedra fría, las antorchas con fuego y el infinito aroma de la dominación, de la ira, el enojo, el celo y el sudor. Su rostro ensangrentado se desfiguró en miedo, dos, tres y cuatro puertas más parecieron darle la entrada al infierno. Fue como si el suelo se abriera debajo de él, cada vez más profundo, más sofocante. El aroma a las sales, a la humedad de las cuevas subterráneas hicieron que sus pulmones ardieran.

Un rugido devastador le confirmó las viejas historias. Una leyenda antigua, asquerosa, tan repugnante que servía para asustar a los cachorros por las noches antes de dormir. Fiorent no pudo cerrar los ojos, los tenía enormes, asustados, completamente abiertos ante aquella fosa donde el demonio rondaba enojado. Alrededor columnas enormes de roca húmeda evitaban que su gran tamaño escapara. Su boca se secó, el aroma de la sangre hizo que todo su cuerpo se pusiera alerta. El Alfa que lo cargaba lo bajó, lo sostuvo de la cintura y alzó su mentón para que viera al rey de toda la tierra. Al Alfa por excelencia, a la bestia más pura.

Las historias eran ciertas, porque aún con su gran tamaño bestial podía notar las marcas negras que la madre naturaleza le había dejado. Su linaje maldito, condenado a vivir dentro de la oscuridad, de las montañas. Un monstruoso lobo enorme, de pelaje blanco cubierto de sangre, ojos rojos y colmillos enormes. La bestia despedazaba lo que antes había sido el cadáver de un Alfa promedio, un lobo pequeño de pelo marrón. La pobre bestia tenía el estómago destrozado, las costillas abiertas como alas y las tripas desparramadas por el suelo. La sangre iluminada por el fuego de las antorchas permitía ver el reflejo de aquella bestia. Un rey. Un monstruo hambriento, incapaz de saciar su hambre de la carne humana, de dominar.

Fiorent se quedó de pie, olvidando por completo que tenía un corte en la cabeza y una mano quemada y temblorosa. De repente todo el dolor se esfumó, porque el miedo, la sumisión y el respeto que debía darle a esa cosa casi le dobla las rodillas.

—No... —susurró con la voz quebrada. Apenas podía moverse—. N-no...

—Silencio —murmuraron en su oído. El cuerpo de Fiorent se puso rígido, su Alfa ya siquiera quería responder, ya no lo sentía. Las manos alrededor de su cintura lo empujaron y no se pudo agarrar de nada, no podía, su cabeza no respondía a nada porque no dejaba de mirarlo. Siquiera el grito salió de sus labios cuando cayó sobre el suelo de piedra, un corte de cinco centímetros en su rodilla derecha bastó para que enterrara la cara en el suelo y ahogara el sufrimiento. No podía sentir nada, sus sensaciones, sus pensamientos, acciones, todo estaba nublado por aquella presencia extraordinaria. Fiorent tenía tanta adrenalina y miedo en su cuerpo que el corte en su pierna parecía ser ajeno a él, pero temblaba, veía la carne, las venas rotas desbordando sangre. Nada, nada sentía. ¿Era acaso un lugar maldito?

La voz se le fue de la garganta, sintió que estaba solo con aquella bestia. Con el Alfa, el verdadero. El gran lobo blanco masticaba las entrañas de la pobre bestia a sus pies, creyó que no se percató de su existencia. Fiorent se arrastró apenas. No era solamente una fosa, observó la oscuridad de otro camino a su izquierda, pequeño, del tamaño de una persona normal. Sintió una brisa fresca chocar contra su rostro, una sensación que le devolvió algo de realidad, de dolor. De repente, se percató que estaba sobre un charco de sangre, que sus piernas, su ropa  blanca y el corte en su rodilla se habían bañado de un bello escarlata.

Sus ojos se clavaron en la herida, empezó a sentir ardor, dolor, las lágrimas inundaron sus ojos y cubrió su boca. Ahogó un grito desgarrador, le temblaba la pierna, no podía sentirla del todo. Automáticamente rompió un pedazo de tela y la ató en su muslo para cortar la circulación. La envolvió por completo, sin importar que lo hiciera mal o empeorara la situación.  Fiorent se movía rápido, pero sus ojos no se despegaban del lobo frente a él, aún perdido en sus asuntos. El Alfa joven frunció el ceño en llanto, sus feromonas empezaron a florecer, a emitirse en su piel mojada y sudorosa. Las lágrimas mezcladas con sangre lo alteraron, porque la bestia de repente se detuvo.

Dejó de oír cómo comía. Notó cómo sus orejas se volvían, lento, suave. Los orbes de Fiorent se dilataron, destellaron en un rojizo leve, puro, casi pálido. Apenas sus labios temblaron, mostrando sus colmillos en advertencia cuando la gran cabeza se volvió hacia él. Guiado por sus feromonas, por su aroma cubierto de miedo, nervios. La gran bestia giró su cuerpo con grandes colmillos ensangrentados, rodeados de tripas y piel en algunas zonas. Fiorent apenas rugió, bajito, fue casi como el llamado de un cachorro a su manada, a su familia.

La ráfaga de viento azotó su piel, su rostro, Fiorent volvió a rugir por lo bajo mientras las lágrimas se derramaban de sus ojos rojos. Necesitaba a su manada, a su padre, su gente. Su Alfa temblaba, bajando la cabeza con respeto, temor, tanto miedo que obligó a Fiorent a cerrar los labios. La gran bestia inclinó la cabeza frente a él, observando el cuerpo tembloroso y escuchando los gemidos lastimeros hacia su manada. El joven Alfa tembló, dando un salto cuando la lengua de la bestia lamió la sangre en sus piernas. Los rugidos de Fiorent se volvieron más gruesos, más bajos, su cuerpo totalmente paralizado por el aroma del lobo blanco.

—Hazlo... —susurró bajito, Fiorent levantó la mirada. Ya no tenía los ojos rojos, no podía defenderse, lo sabía. Lo sintió al verlo limpiar la sangre en sus piernas, su aroma era tan fuerte, tan puro. Las orbes distintas del joven Alfa chocaron contra las rojas y puras, la sangre en su hocico, era monstruoso—. Hazlo... rápido, por favor.

Rogó, cerrando los ojos y apretando su cuerpo contra la piedra oscura detrás suyo. Pensó en su tierra, su familia, su gente. En el río cerca de su hogar y las mañanas que solían acompañar el sonido del agua. La ráfaga de viento dejó de lado el aroma a sangre putrefacta, su cabeza se refrescó y quiso tener sus últimos momentos en la ilusión de su hogar. Fiorent suspiró, abriendo sus labios apenas, su cuerpo descansó hasta el punto de confundir los toques. Moriría, pero lo haría pensando en su familia, su sangre. El joven Alfa entrecerró la mirada, y cuando sintió el tacto áspero de dos manos la heterocromia de sus ojos se enfrentó a un rostro humano frente suyo.

El rey de las bestias blancas era un ser pálido. Su cabello blanco estaba mojado en sudor y sangre, al igual que su piel color nieve. Orbes rojizas, enormes y dilatadas que bajaron de las pestañas de Fiorent a sus labios. El más joven se quedó callado, sus orbes recorrieron las marcas negras en aquella piel lechosa, en las cicatrices, las mordidas. Era enorme, bello, tan sublime y aterrador. La sangre manchaba su cuerpo entero, sus labios gruesos y colmillos pronunciados. Lucía como un gran demonio, las cicatrices alrededor de sus pómulos parecían desgarradoras. Fiorent gruñó por bajo, tímido, su garganta vibró y su corazón se aceleró cuando las manos subieron por sus muslos. Las yemas ásperas acariciaron su pelvis, su cintura. Sabía que el aroma del Alfa que lo había sudomizado  aún ardía en su piel, entre sus piernas, que la mordida en su cuello le había puesto los orbes dilatados.

Le desgarró la prenda de un solo movimiento. De repente, Fiorent se apretó más contra la pared, gruñó más fuerte, enseñando sus colmillos pequeños y levantando las garras de sus manos. El albino rugió con más fuerza, acercándose de golpe y rompiendo de una vez toda la tela que lo separaba de su desnudez. Sus orbes bajaron a su cuerpo desnudo, agitado y tembloroso. Estaba frío, y su mirada borrosa se elevó.

Le olisqueó el cuerpo. Su nariz se hundió en su estómago, tal vez buscando el aroma del lubricante de un Omega. Fiorent cubrió su piel, sintió su nariz fría, sus labios húmedos en sangre. Le palpitaba el cráneo, le dolía la nuca. El Alfa frunció el ceño, sintiendo el golpe excesivo de saliva que empezó a brotar dentro de su boca. Fiorent entreabrió los labios, y el líquido se despidió de su interior. Sabía lo que significaba, y automáticamente su cabeza se inclinó, desechando todo el vómito de una vez. Las lágrimas brillaron en sus ojos y se mezcló con la sangre. Fiorent elevó la mirada al hombre frente a él, hilos de bilis colgaron de sus labios, mientras las lágrimas se despedían por sus ojos.

Un simple gruñido bastó para ponerlo tieso como nunca. El hombre frente a él sonrió, sus labios se agrandaron, mostrando sus colmillos y la hilera de dientes puntiagudos. El chico abrió los ojos con terror, porque las pupilas ajenas se dilataron hasta volverse negras. Lo vio abrir la boca de forma inhumana, monstruosa, hasta la bilis rojiza desbordó la imagen de aquella espeluznante cosa. Fiorent contuvo la respiración.

—Hazlo de una vez —murmuró.

Y sintió un gran mordisco en la pierna izquierda. Sus ojos se agrandaron, y el dolor se clavó en todo su cuerpo cuando los dientes rompieron la piel y arrancaron la carne de un tirón. Las articulaciones reventaron como ramitas, liberaron la sangre de la misma manera que se rompe una represa. Fuerte, espesa. Los tejidos se despegaron del hueso y las garras se clavaron con desesperación en la zona, cuatro dedos se hundieron dentro del orificio y los ojos de Fiorent destellaron. Se volvieron rojos, sus colmillos crecieron y su rostro empezó a cambiar. Su lobo rugió de dolor y gritó, desgarrando su garganta cuando el otro con fuerza le abrió la piel de los muslos con ambas manos.

Su lobo despertó.  De un manotazo le voló la piel de la mejilla, enterrando sus pequeñas garras y rasgando la piel de la misma manera que hizo con él. Fiorent saltó con desesperación, su cuerpo doblándose de dolor por el cambio. Sus huesos crujieron, su columna vertebral casi se rompe cuando la bestia en su interior rugió, enojado, buscando defenderse mientras la piel rota colgaba de su pierna. El lobo se transformó, olvidando la piel, la sangre. Su animal rugió con todas sus fuerzas, a pesar de que el cuerpo frente suyo le superaba en tamaño.

—Lyokhat —lo oyó susurrar, de pie frente a él. El hombre se inclinó, apoyando las manos en el suelo, enterrando sus dedos en los charcos de sangre. Tenía la mirada encendida, animada, como un maldito demonio. Arqueó su espalda, sus huesos se movieron y algo parecía querer destruirlo desde su interior. Fiorent retrocedió, cojo de una pata, mientras las manos se convertían en grandes garras y su quijada se volvía un hocico enorme. El rugido que brotaba de aquel animal no era natural, no era de este mundo. Las marcas negras parecieron apoderarse cada vez más de ese cuerpo. El pequeño lobo rugió, llamando a su manada, levantando el hocico mientras su ligero sonido se perdía entre las rocas de aquél lugar subterráneo.

Corrió hacia la abertura donde el aire fresco entraba. Su pequeño tamaño, a comparación del otro, le permitió traspasar las rocas. La sangre brotaba de su pierna como cascada, y su pelaje se volvió húmedo y pegajoso. Fiorent Corrió desesperado, lejos de ahí. Su pierna palpitaba, su cabeza, todas las heridas en su cuerpo parecían latir por cuenta propia. La vista le falló, volviéndose cada vez más oscura mientras las rocas le abrían paso a una lejana luz blanquecina. Podía oír el viento frío chocar contra las rocas, silbar suavemente mientras ascendía entre el camino húmedo.

Rugió una vez más, un llamado lastimero que seguramente se perdió en las montañas. En el viento seco, olvidándose de su tierra, su gente. Fiorent sintió que las manchas negras se apoderaban de su vista y justo cuando el cansancio atacó su corazón su lobo se desplomó. Gemidos lastimeros salieron de su garganta, como un cachorro, como el pequeño Alfa que era. La heterocromia en sus ojos se llenaron de lágrimas jugosas, mientras la luz se alejaba lentamente.

Fiorent volvió la mirada, sintió que algo le lastimaba las patas, la cola. Detrás de él un gran hocico apretaba su pelaje oscuro, arrastrándolo de vuelta hacia la oscuridad.

Creyó que había muerto. Apenas tuvo las energías para abrir los párpados. Lo primero que observó fue la nada misma, el negro frente a él. ¿Se había quedado ciego acaso? ¿O la muerte ya le había dado la oportunidad de olvidarse de aquel monstruo? Fiorent frunció el ceño, le ardían las pupilas, sintió el gusto a hierro en su boca y apenas levantó la cabeza cuando un fuerte dolor le partió las sensaciones. Sintió que algo tiraba de él, que se le abría el cráneo. Levantó una mano, sintiendo la zona en su cabeza que dolía tanto. Fiorent toqueteó, un corte seco, su propio pelo duro entre la sangre y el frío. Sintió su otra palma temblorosa, y cuando la acercó, recordó la piel chamuscada y ardiente. Aún seguía ahí. Su corazón palpitó con fuerza y sintió el aroma a roca, a sales y a sangre. Fiorent elevó la cabeza, apenas la luz se presentó.

Su pierna estaba envuelta en piel. En un pelaje blanquecino, húmedo en sangre. Fiorent tocó, era de un lobo. El tejido seco le recordó a las pieles que colgaban en sus tierras, que luego se convertirían en abrigos o frazadas. El joven Alfa levantó la piel, debajo de ella había hierbas medicinales, escasas, le habían unido la piel con hilo y se estaba infectando. Fiorent suspiró, incapaz de tomarlo. Apenas un mínimo movimiento le llevaba el dolor a la cabeza de un tirón.

Se apoyó y sintió los pelajes que le rodeaban, cientos de ellos en una esquina oscura. Algunos mantenían el rojizo de la sangre seca y el recuerdo de aquel lugar golpeó su corazón. Sintió la boca pastosa, sus labios estaban secos, paspados. Suavemente se arrastró, tratando de levantarse.

—Lyokhat, quieto —escuchó y automáticamente su cuerpo se detuvo. Su corazón golpeó con fuerza contra su caja torácica y sus pulmones ardieron. Un aroma pesado inundó la cueva, las feromonas treparon por el cuerpo de Fiorent como serpientes, como bichos asquerosos que buscaban meterse en su interior. El Alfa buscó con su mirada al monstruo, y lo encontró en una esquina, asomando la cabeza—. Come.

Habló y arrojó un pedazo de carne a sus pies. El trozo se llenó de pelaje y aún la sangre brotaba húmeda de ella. Fiorent sintió el aroma de la desesperación, las feromonas de miedo que inundaban la terrible presencia ajena.

—Tus ojos —murmuró, acercándose, se arrastró como un animal, con manos y piernas enormes. Sigiloso, como si las rocas y el eco fueran su aliado. Fiorent se apretó contra las pieles, mirándolo. El albino tomó el trozo de carne y lo elevó, todo su cuerpo enorme estaba cubierto de sangre. Su cabello, sus labios, su barbilla. Acababa de alimentarse y el simple hecho de recordar cómo destrozaba a un lobo frente suyo lo puso pálido como un muerto—. Son diferentes.

Fiorent se quedó helado. Su voz le estremecía el cuerpo, era grabe, lenta y profunda. Como si raspara su garganta. Dejó la carne sobre sus muslos y olisqueó suavemente su piel.

—Hueles a celo de Alfa, pero no eres Omega —murmuró, acercándose. De un solo movimiento se posicionó frente a él, sus grandes manos rodearon su rostro y los ojos enormes se clavaron en los suyos—. Lyokhat... ¿Viniste por mí?

Fiorent tembló, callado. Sus ojos no se despegaron de los ajenos. El gran Alfa hundió su nariz en su cuello, aspirando el aroma de las feromonas de Fiorent. Sus manos se apretaron en su cuerpo. Lyokhat. Había oído ese nombre, lo sabía. El pequeño Alfa entreabrió los labios, soltando un quejido cuando sintió los colmillos morder la piel de su nuca. Tan territorial, dominante.

Lyokhat había sido un Alfa, un lobo negro, de contextura delgada y belleza inigualable. Era un guerrero monstruoso, un desquiciado, un demonio. Capaz de destrozar a cientos de Alfas y el único lobo capaz de controlar al rey de las tierras altas. Lyokhat había sido un regalo de la luna, huérfano, abandonado por su madre y entregado como un sacrificio a los lobos blancos. Había sido un Alfa como ningún otro... y también el deseo del rey. Las viejas historias sobre ambos amantes eran relatos de terror para algunos.

El rey de las fieras blancas lo celó tanto que lo encerró en las cuevas subterráneas, engañándolo. Se mencionó por mucho tiempo que Lyokhat jamás le correspondió, y que al final de todo, el Rey se lo terminó comiendo. Fiorent tragó saliva, observando las marcas negras en su blanca piel, era el castigo de la naturaleza, de la luna. Maldito por toda la eternidad. No podía salir a la intemperie y fue condenado como un vil ser devorador de hombres. Fiorent dejó caer las lágrimas, sus mejillas se calentaron.

Había visto una vez una pintura de Lyokhat sobre cuerina vieja. Era bello, la personificación de la valentía, la honestidad, la honra y la naturaleza. Tenía la oscuridad de la noche en un ojo, y el verde de la naturaleza en el otro. Fiorent frunció el ceño, incapaz de apartar la mirada. Ambos tenían la enfermedad de los ojos.

—Lyokhat... te extrañé tanto —escuchó. Fiorent apretó los labios, observó la gran mano que apretaba su cintura. Dedos enormes, garras afiladas que bien podrían abrirle el estómago de un solo movimiento. El joven Alfa lo miró, no era Lyokhat. Ni siquiera tenía sangre directa de sus herederos. Nadie sabía qué había ocurrido con sus cachorros ni con su Omega. Pero ningún hijo de la luna podría ser un lobo tan débil como él. Fiorent relamió sus labios, callado—. ¿Han pasado... cien años, tal vez? Supuse que volverías a mí. Fuiste entregado como un sacrificio, tu alma es mía, Lyokhat. Lo juraste con sangre y por eso vuelves a mí ahora.

Fiorent lo miró estupefacto, le dolía el cuerpo, todo. El Rey volvió sus iridiscentes hacia él, su rostro bañado en sangre era monstruoso.

—Te deseé tanto, Lyokhat. Quería tomar tu cuerpo, acariciarte, hacerte mío de la misma manera que un Alfa lo hace con un Omega. Rogaba por tenerte... y te tuve, engañado, enojado. Me comí tu corazón esa vez. Destrocé tus piernas largas y hermosas, abrí tu pecho como se abren los pétalos de una flor exótica... y al final eras igual a todos. Tenías un cuerpo hermoso que tomé. Fuiste de mi propiedad en vida y en muerte. No eras tan fuerte como creías, ¿sabes por qué? Porque lo que sentía por ti me dijo que era un monstruo, que te matara, que te violara. Quiero tenerte, Lyokhat. Porque tú no eres de la luna, no eres del sol. Eres de aquí, en la oscuridad, mío. 

Se le secó la boca. Fiorent tembló, sus ojos volviéndose rojos, alertas. Cuando el rey lo miró notó la bilis que caía por la comisura de sus labios, lucía ansioso, hambriento. El joven se quedó quieto, callado como un muerto. 

—Ahora vuelves débil —susurró. Fiorent observó su mejilla dañada—. Indefenso, inferior. Con un cuerpito escuálido y un lobito cojo y miedoso. La luna te abandonó, y sé que lo sientes. Esta vez... te destruiré y no me dolerá.Te haré mío cuantas veces quiera aunque no puedas fecundar. Ya no puedes maldecirme, Lyokhat... no puedes hacerlo cuando ya me encuentro en el infierno y tú... serás mi deseo.













Parte tres: próximamente.

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