─── 𝗜𝗻𝘁𝗿𝗼𝗱𝘂𝗰𝗰𝗶𝗼́𝗻


27 de octubre de 2005
Central Park, Nueva York

La niña se aferró a los brazos de su madre. La mujer corría maldiciendo porque el ruido de sus pasos delataba su ubicación. No importaba cuánto corriera o dónde se ocultase, él siempre los encontraba.

El lema de la familia Edevane era simple: "nunca se deja atrás a un ser amado"; sin embargo, en esta ocasión y con todo el dolor de su corazón, Matthew Edevane tomó la decisión de sacrificarse para tratar de detener a esa amenaza invencible.

El rostro de la mujer estaba cubierto de lágrimas silenciosas. La niña entre sus brazos mantenía la cara escondida en el pecho de su madre, aferrándose cada vez más a su abrigo, con la esperanza de que todo fuera solo un mal sueño.

Las dos mujeres se escondieron detrás de un arbusto. Sus respiraciones agitadas se camuflaron con el ruido del tránsito, más no fue suficiente, pues, a lo lejos, escuchaban pasos.

Esmeralda Edevane suspiró de alivio al ver a su marido llegar con ellas.

—Me temo que no pude hacer mucho, ayúdame —dijo el hombre, jadeando.

Matthew abrazó a su familia y las miró una última vez antes de caer inconsciente sobre el césped. La niña gritó cuando una gota de sangre le cayó en la frente.

La mujer reprimió el llanto, dejó a su hija sobre el césped y le pidió guardar silencio. Aterrada, la pequeña asintió, aunque sus manos no dejaran de temblar.

Esmeralda colocó sus manos sobre la herida abierta de su marido y recitó en voz baja un encantamiento curativo. Pocos eran los magos que poseían tal talento, tan maravilloso como peligroso. Un aura rosada penetró en la herida buscando la manera de sanarlo hasta que se detuvo.

La herida no sanó. Confundida, volvió a posar su mano sobre la zona infectada, encontrando que la oscuridad se apoderaba poco a poco del hombre al que amaba.

Esmeralda miró a su hija y luego de dedicó una mirada de tristeza a su esposo. Una lágrima se deslizó por su mejilla y dio un profundo respiro.

—Mila, escúchame —habló en voz baja, tratando de mantener la compostura, de no quebrarse ante su pequeña—; hay ocasiones en las que la magia no podrá salvar a nuestros seres queridos y no nos quedará de otra más que... tomar la decisión más difícil.

La niña no sabía a qué se refería, y tenía miedo de averiguarlo; abrazó sus rodillas y siguió las indicaciones de su madre:

—Debes correr, corre lo más rápido que puedas y no mires atrás, ¿me lo prometes?

Mila asintió. Más lágrimas brotaron de los ojos femeninos. La separación sería dolorosa, pero no había de otra. Esmeralda abrazó a su familia una última vez antes de ver a su pequeña irse.

La hechicera sacó de su bolsillo una daga y la posicionó en el pecho de su esposo. Dio una bocanada de aire antes de llevar a cabo tan terrible acto.

Cerró los ojos para no tener que verlo. Acercó su rostro al de él y depositó un cálido beso en sus labios antes de atravesarlo con la daga.

Esmeralda levantó la mirada, con el dorso de la mano se limpió las lágrimas y vislumbró a su hija a lo lejos, huyendo del lugar. Una débil sonrisa se formó en sus labios.

Tomó el cuerpo de su esposo y lloró su muerte.

A su alrededor, las plantas se marchitaron. Copos de nieve caían delicadamente sobre los arbustos y las copas de los árboles. Los pájaros se escondieron en sus nidos y el suelo se congeló lentamente.

Tanto Esmeralda como Matthew Edevane, no estaban conscientes que la amenaza que los perseguía era mínima en comparación a lo que se aproximaba lentamente hasta ellos.

No pasó ni un minuto cuando, al tratar de ponerse de pie, el enemigo del que huían dio un paso al frente. Ella alzó la mirada y alcanzó a reconocer esa silueta aterradora.

Ella frunció los labios y se puso de pie, dispuesta a aceptar su destino si es que con eso lograba salvar la vida de su única hija.

El hombre frente a ella sonrió, más no pudo hacer nada porque una nube de nieve y hielo se acercó peligrosamente a ellos y, en un parpadeo, esa nube blanca se formó un muro entre ambos; para luego desaparecer en el cielo.

Lo único que quedó como rastro, fue la nieve y el hielo sobre aquella noche de otoño.

Mientras tanto, Mila Edevane corría sin parar, su corazón latía acelerado y solo tenía ganas de esconderse en una alcantarilla y llorar hasta quedarse dormida. Trató de mirar atrás pero no lo consiguió, las palabras de su madre fueron claras, no podía desobedecerla.

Mila sólo tenía cinco años y corría solitaria y aterrada por Central Park¸ con el miedo de caerse al lago o de ser secuestrada por alguien malo. Pronto, sus temores se hicieron realidad cuando tropezó con sus pies y cayó de bruces al suelo, lastimándose las palmas de las manos.

No pudo llorar, el miedo se apoderó de ella y en cambio, solo se puso de pie y siguió corriendo hasta que fue sorprendida por un muchacho castaño, quien alcanzó a levantarla entre sus brazos.

La niña gritaba y se retorcía entre los brazos del desconocido.

—¡Espera Lyudmila! —dijo el desconocido al sentir una patada en el estómago—. Soy Leonid, ¿me recuerdas?

Mila detuvo sus golpes y asintió.

De pronto, ambos vieron la presencia de la gélida nube que se acercaba peligrosamente a ellos.

—¡Mierda! ¡Ya me cansé de huir de esa cosa! —exclamó al tiempo en que tomaba el cetro que llevaba en la espalda.

—¿Qué es eso? —preguntó la niña apuntando la nube con un dedo.

—Eso, pequeña, es la creación de una mujer despechada —respondió.

Leonid tomó a Mila entre sus brazos y con un movimiento rápido, se ocultaron en las sombras, huyendo juntos de ese lugar.

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28 de octubre de 2005
Arcadia Oaks, California 

Eran las 10:00 de la noche cuando la familia Blanche regresó a su hogar. Los padres, Gretell y Peter intercambiaron miradas al ver a los niños subir las escaleras con una gran tristeza reflejada en sus pequeños rostros.

Ruslan y Eyra, de cinco y cuatro años, caminaron tomados de la mano hasta sus respectivas habitaciones. El mayor se sentó con ella en la alfombra y del baúl, sacó un rompecabezas de seis piezas para armarlos juntos.

—¡Pero siempre ganas! —dijo la niña haciendo un puchero.

—Solo se me dan los rompecabezas —respondió el pequeño Ruslan encogiéndose de hombros.

Desde el umbral de la puerta, Gretell los observaba con tristeza. El mayor de los hermanos, al sentirse observado, se levantó, recogió el rompecabezas y se fue a su habitación. Era claro que necesitaba hablar con su hermana.

—¿Por qué tan triste mi princesa? —dijo Grettell Blanche, tomando el cepillo del tocador—. ¿No te divertiste en la fiesta de tu amigo?

La niña rubia asintió, pero no pudo evitar sollozar.

—Jimmy estaba llorando y si él llora, yo lloro —respondió con un puchero.

Gretell la abrazó. Para nadie era un misterio lo que había sucedido en esa fiesta, pues, lo que al principio eran risas y diversión, se convirtieron en lágrimas y sufrimiento.

Ella había estado con Bárbara Lake luego de despedir a los invitados, y sabía de antemano que su hija había buscado hasta por debajo de la cama a su pequeño amigo.

—A Jimmy le gustó mi regalo, ¡dijo que era el más buonito de todos! —dijo Eyra al poco rato, cambiando su semblante triste por una felicidad que era incomparable.

Gretell sonrió, aunque sentía bastante pena por la familia Lake.

Terminó de cepillar el cabello rubio de su hija y contempló su rostro una última vez.
El teléfono sonó y sin más, la mujer se levantó para atender la llamada, pero su marido fue el primero en coger el teléfono.

La voz al otro lado de la línea se escuchaba alterada y la frase pronunciada heló sus huesos:

Estoy enviando a Emrys a Arcadia. Escucha Peter, lleva a tus hijos a un lugar seguro. Los Edevane han muerto. —La llamada se cortó.

Gretell miró con desconcierto a su marido.

—Toma a los niños —dijo Peter Blanche con un semblante serio y preocupado.

Su esposa asintió temiendo lo peor.

Corrió escaleras arriba y levantó a su primogénito de la cama. El niño se restregó los ojos y bostezó.

—Mi amor, escucha..., necesito que cuides a tu hermana. El tío Hänsel irá a buscarlos muy pronto —dijo al tiempo en que lo abrigaba y le ponía los zapatos.

Gretell buscó en el armario la mochila que había preparado con anterioridad en caso de alguna emergencia; este era el momento que tanto temieron durante los últimos cuatro años.

Después, fue a la habitación de su hija y la alistó. La pequeña, confundida, no sabía lo que estaba pasando y temerosa se aferró a su madre. Gretell la sostuvo en sus brazos y llamó a Ruslan; los tres se fundieron en un abrazo, el último que se darían.

Con un nudo en la garganta y los sentimientos a flor de piel, Gretell cantó el lullaby favorito de sus hijos:

Now the night has fallen

And the moon a perfect sphere

Suddenly I see it

Stretching far away

Where the earth and sky split

And night rules o'er the day

But it's a long, long journey

—Mis pequeños... —suspiró Gretell—; siempre estaremos con ustedes, aquí y aquí —dijo tocándose la cabeza y el corazón.

Los hermanos se tomaron de la mano, su madre le puso las mochilas al hombro y bajaron las escaleras lo más rápido que pudieron. Abajo, su padre buscaba como loco algo en su escritorio, logrando dar con un espejo de oro y un collar en forma de copo de nieve.

Peter le entregó a su hijo Ruslan el espejo, mientras que, a su hija, le puso el collar.

—Esto los protegerá. Escuchen, tomen el camino del bosque para llegar a los canales. Myrddin los estará esperando ahí —dijo Peter Blanche—, los llevará a un lugar seguro y después, el tío Hänsel los regresará a casa.

—¿Papi? —murmuró Eyra señalando las ventanas.

La temperatura descendió poco a poco. Gretell se preparó para pelear. Con un último abrazo, la familia se despidió.

Peter condujo hasta la puerta trasera, por donde los niños se escabulleron, tomados de la mano corrieron por el bosque. Ruslan la dirigía, por su parte, Eyra miró atrás. Grave error, pues logró ver aquello con lo que sus padres iban a enfrentarse: una nube blanca que congelaba todo a su paso.

Los niños corrieron por el bosque, esquivaban algunas ramas y evitaban las zonas peligrosas, aquellas en las que sabían podrían ser atacados por coyotes.

De un momento a otro, la niña se tropezó, Ruslan la ayudó a ponerse de pie y, aunque ella se raspó las rodillas, no dijo nada ni tampoco lloró.

—¡Vamos! Tenemos que irnos —dijo Ruslan retomando la carrera, tanto él como su hermana sentían mucho miedo, y la situación empeoró cuando a su alrededor, la nieve comenzó a cubrir algunos de los arbustos.

—¡Rus! —gritó la chica.

El niño apresuró el paso, obligando a su hermana a correr más rápido. Lo que sea que fuera esa nube, los perseguía a toda velocidad, y los gritos de la niña no hacían más que aumentar la ansiedad del pequeño.

Ella llamaba a sus padres, pero ellos nunca llegaron.

A sus cinco años, Ruslan ya sabía de lo que se trataba todo eso, pues, desde que llegaron a Arcadia hace tres meses, se encargó de memorizar el camino que debía seguir hasta el lugar más seguro de esa ciudad; había sido entrenado por su padre; lo malo, es que todavía no poseía poderes mágicos para defender a su pequeña hermana.

Lo único que podían hacer era seguir corriendo y rezar para que eso no los alcanzara.

Cuando por fin llegaron a los canales, no vieron rastro alguno de Myrddin Emrys; el mago que los ayudaría. Ruslan pensó lo peor: ¿y si le pasó lo mismo que a sus padres? El niño negó y guio a su hermana hacia el puente.

—¿Qué haces, Rus? —preguntó la niña sin dejar de mirar hacia atrás, con el temor de que fueran atacados.

Nunca habían estado afuera de su casa a tan altas horas de la noche, ni mucho menos solos.

—Lo que mamá me pidió: protegerte —respondió sacando de su mochila una piedra anaranjada.

Eyra tomó la mochila de su hermano y esperó a que él abriera un portal que, según las historias que su padre solía contarle, guiaba hacia un mundo subterráneo donde criaturas fantásticas habitaban.

Un viento gélido removió el cabello de los niños; el puente se congeló y la nieve se hizo presente. Ruslan empujó a su hermana a través del portal que se abría.

Ella cayó de espaldas, dejó las mochilas en el suelo y se levantó lo más rápido que pudo para ayudar a su hermano, pero fue demasiado tarde, el portal se comenzó a cerrar y lo último que ella logró ver fue un haz de luz y a un muchacho alto y castaño, tratando de proteger a su hermano.

—¡Rus! —gritó antes de quedarse en completa oscuridad.

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