─── Capítulo 3. Arte callejero


Lo que menos esperaba era tener que lidiar con una mascota traviesa. Estaba consciente de que los animales no podían entender el lenguaje humano, pero de algo de lo cual estaba completa y absolutamente segura, era que Silbrig era diferente.

Su pequeña comadreja blanca no era como otros animales. Ella podía entender lo que le decían e incluso podría asegurar que en varias ocasiones la había visto reír o gesticular.

Aunque al principio le pareció digno de una película de terror, poco a poco se dio cuenta de que Silbrig podría ser incluso una comadreja antropomórfica, solo le faltaba caminar sobre sus patas traseras y usar vestido, guantes y un moño.

Corrió por los por los pasillos, la llamaba en voz baja para evitar que algún maestro la descubriera. Buscó por entre las rendijas de los casilleros y asomaba la cabeza por encima de las puertas de las aulas, pero no la encontraba por ninguna parte.

Fue a la cafetería, al gimnasio y la biblioteca; la bodega, el laboratorio y las canchas.

Silbrig había desaparecido.

Aunque fuera una mascota traviesa, no podía dejarla abandonada en la escuela, si alguien la encontraba, quizá la reprenderían pues, no se permitía el acceso a los animales.

La chica se mordió el labio inferior y rebuscó en los cestos de basura, pero no tuvo éxito y se rindió cuando la campana sonó y los alumnos salieron de sus respectivas aulas.

Resopló, se echó la mochila al hombro y se dirigió a los vestidores.

Guardó unas cosas dentro de su casillero y una vez que se cambió de ropa, guardó el espejo en el bolsillo de su pants. Eyra nunca se despegaba de su espejo, pues era la única manera en la que sentía que su familia permanecía a su lado.

—¿Estás bien?

Vio por el rabillo del ojo como alguien tomaba asiento a su lado. Era Clara Nuñez.

—No. Perdí a Silbrig y no la encuentro por ningún lado —respondió escondiendo la cara entre las manos.

«Y eso no es todo, no tengo familia y la única persona que podía considerar un padre ya no está en el mundo», pensó.

—¿Tú comadreja?

Eyra asintió.

—Si pudo salir de casa, sabrá volver.

—Eso no es lo que me preocupa. ¿Y si alguien la encuentra? ¿No has escuchado que "comadreja sin correa es de quien la vea"?

Clara rio.

—¿No era "gatito sin correa es de quien lo vea"? —corrigió.

La rubia negó.

—En este caso es comadreja, ¡quiero a Silbrig de vuelta! ¡Tengo que encontrarla!

Eyra se levantó, pero fue detenida por Clara, quien la obligó a tomar asiento una vez más.

—Posiblemente Silbrig está corriendo por la cancha de futbol. Hasta los animales necesitan distraerse. No te preocupes, ya volverá —sonrió.

—Puede que tengas razón.

Las dos chicas fueron al gimnasio. Tras realizar los ejercicios de calentamiento y seguir las indicaciones del entrenador Lawrence, se unieron a Darci y Shannon en las gradas.

Eyra contemplaba la cuerda, le sudaban las manos y sentía la boca seca. De solo pensar en escalarla le daba pánico.

Nunca lo había conseguido y se preguntaba si alguna vez lo lograría. Quizá si la estuviera persiguiendo un asesino y la única manera de salvarse fuera escalando..., seguramente estaría muerta.

Y eso no era lo peor de su día, ni siquiera la repentina desaparición de Silbrig se comparaba con lo que sucedería a partir de ahora.

Se miró las manos sudorosas para después secarlas en sus piernas. Resopló.

¿Cómo fue que su vida terminó siendo un completo desastre?

Lo único que quería era comenzar con el pie derecho, pero parecía que cada vez que intentaba hacerlo, todo se iba por la borda; como si se encontrara atrapada en una especie de bucle de mala suerte.

Era solo una niña, cuyos padres desaparecieron sin dejar nada más que un rastro de hielo y cuyo hermano vio desaparecer con ese resplandor azul del cual nunca supo su procedencia; por lo menos vivía bajo la protección de su tío materno, Hänsel Schubert.

Se pasó un mechón dorado por detrás de la oreja y buscó con la mirada a sus amigos. Ellos hacían estiramientos a la par que conversaban. No era difícil saber sobre qué.

Tobías y James. Los primeros niños que hablaron con ella cuando recién se había mudado a Arcadia Oaks con sus padres.

Sonrió al recordar el día en que se conocieron.

Del auto bajó una familia, con una pequeña niña rubia disfrazada de princesa. Su vestido rojo y una tiara plateada era su sello distintivo. La niña de cuatro años y medio trataba a su hermano mayor, Ruslan, como el dragón que la mantenía cautiva en la torre.

Aquel día, mientras bajaban las cajas del camión de mudanzas, Eyra salió a jugar con una pelota roja. Al ver que no había niños con quienes jugar, pateó la pelota una y otra vez, yendo tras ella. No midió su fuerza y terminó golpeando en la cara a un niño pelinegro que salía de su casa junto a su padre y otro niño de cabello castaño.

Eyra, avergonzada, corrió a recuperar su pelota y pidió disculpas tanto al padre como al hijo. Era lo menos que podía hacer y lo correcto, de acuerdo con las enseñanzas de sus padres. El niño, quien lloraba por el dolor infringido por el golpe, terminó con un labio sangrante.

Después de eso, el castaño hizo una broma y el pelinegro juró vengarse de ella algún día. Ese día nunca llegó para alivio de la rubia.

Sonrío.

Siguió viendo a sus amigos. Ninguno de los dos había cambiado. Ni siquiera cuando dejó de verlos durante ese año en el que justificó su ausencia con un viaje con el tío Hänsel.

Para Eyra, seguían siendo los mismos chicos simpáticos, dulces y tiernos que conoció cuando llegó a Arcadia Oaks, vestida de princesa.

La chica se sonrojó cuando sus amigos la voltearon a ver. Ella saludó con una mano, ellos sonrieron nerviosos y correspondieron el saludo. Poco después volvieron a lo suyo, pero no pudo evitar notar que Toby había hecho un comentario fuera de lugar, pues notó la cara de Jim enrojecerse cual tomate.

Eyra arqueó una ceja. Ya sospechaba lo que le dijo, pues, cuando fueron a acampar en las vacaciones de verano, los tres se quedaron a dormir en la misma tienda y gracias a su insomnio, escuchó a Jim revelar su secreto entre sueños.

Voces lejanas resonaban en su cabeza, su nombre fue pronunciado en repetidas ocasiones hasta que se hizo más clara y entendible. El sonido de un golpe la trajo de nuevo a la realidad.

Parpadeó un par de veces. Sus ojos se posaron en la chica que practicaba con el arco al otro lado de la cancha de basquetbol. Era pelinegra, de piel bronceada y ojos claros. Su mirada penetrante no se apartaba de la diana. Lyudmila Edevane es su nombre, una talentosa arquera.

—Eyra, ¿Eyra? —Su nombre resonaba en su cabeza hasta que por fin reconoció la voz de Darci Scott—. ¿Te gusta Lake?

Eyra parpadeó varias veces hasta que por fin logró entender la pregunta.

—¿Jim? —repitió, la morena asintió—. Nah, él es mi mejor amigo. —Se encogió de hombros.

Clara y Shannon se miraron entre sí, no muy convencidas por esa respuesta.

Eyra, al sentirse juzgada, añadió rápidamente:

—Fue el primer amigo que hice cuando llegué a Arcadia. Y no lo conocí precisamente con un "buenos días" —dijo con acento español.

Clara sonrío.

—Nunca me has contado cómo se conocieron —señaló acercándose un poco más.

Darci y Shannon imitaron el actuar de Nuñez. Ahora, la rubia tenía a tres chicas observándola con curiosidad y con los codos apoyados en las piernas.

La joven Blanche se rascó la nuca.

—¿Quieren que les cuente la historia de la princesa y su caballero de brillante armadura? —dijo entre dientes.

Las chicas soltaron un pequeño grito de emoción.

—¿No te gusta y es tu caballero de brillante armadura? —dijo Clara a punto de reír.

—No, así es como papá bautizó ese día. Y porque siempre jugábamos a los caballeros medievales —añadió desviando la mirada—. Mi hermano era el dragón, Toby era el escudero, Jim el caballero y yo la princesa.

Eyra suspiró llevándose ambas manos a las mejillas. Dibujó una sonrisa y sus mejillas se tiñeron de rojo. Un brillo en sus ojos la delató. Se imaginaba con un hermoso vestido de princesa y una tiara plateada, con un peinado extravagante y zapatillas de cristal.

Tras varios segundos, ella volvió a su realidad y resopló. Ante la mirada de sus amigas, procedió a contarles la historia de cómo golpeó a Jim en la cara, hizo alusión a las horas que pasaban jugando con espadas de cartón, vestidos y disfraces improvisados con las cortinas de la casa Lake y las sábanas de la habitación de Ruslan Blanche.

—Después del quinto cumpleaños de Jim, tuve que mudarme con mi tío Hänsel —contó. Aunque sabía que eso no era del todo cierto, puesto que nunca abandonó Arcadia— y al año regresamos. Por un momento pensé que se habían olvidado de mí, pero no fue así. Desde entonces no me separo de ellos, los tres... —Se detuvo a pensar en sus palabras. No estaba en su derecho a contar sobre la vida de sus amigos, pero tampoco iba a revelar de más—, los tres tenemos tanto en común —puntualizó.

Y era cierto.

Ninguno de los tres tenía a su familia completa. Eran diferentes circunstancias, pero al final de cuentas, la misma situación.

La sonrisa desapareció de su rostro, tomó aire y miró hacia enfrente una vez más, ahí estaban los chicos, escalando la cuerda infernal que la esperaba con ansia para humillarla una vez más.

—¿Pero entonces no te gusta? —preguntó Shannon tras el largo silencio—. Siempre estás muy cariñosa con él.

Eyra casi se atraganta con su propia saliva.

—Me gustan sus ojos —dijo sin apartar la mirada de la cuerda. Vio al pelinegro darle ánimos a Toby y luego un pensamiento cruzó por su cabeza cual flasheo.

Su rostro palideció y miró a sus amigos para después regresar la vista con las chicas que ahora veían un video en el teléfono.

—Si ustedes piensan eso, ¿creen que él también lo haga? —soltó casi sin aliento.

—Los chicos nunca se dan cuenta de esas cosas —dijo la morena posando una mano sobre el hombro de Eyra—, y aunque así fuera, ¿que tendría de malo?

Eyra lo pensó por un buen rato.

—Creo que...

—¡Blanche! —El llamado del entrenador Lawrence la interrumpió—. ¡Cuerda, ahora!

La mencionada resopló. Miró a sus amigas quienes le dieron ánimo y resignada, fue hacia donde su mayor enemiga se encontraba.

—Por lo menos llegaste a la mitad —dijo Jim Lake tratando de subirle los ánimos a su amiga.

Eyra frunció el ceño al sentir el ardor en las manos. La enfermera le ponía antiséptico mientras la miraba con reprobación.

Desvió la mirada y maldijo por lo bajo.

—Es la quinta vez que te veo este mes, Blanche —habló la enfermera Coleman.

—¡No es mi culpa! Escalar no es lo mío, pero nadie lo entiende.

—Debes tener más cuidado, la herida podría abrirse de nuevo.

Eyra asintió.

La enfermera terminó de vendarle las manos y le dio algunas recomendaciones de cuidado.

—Si mi tío pregunta, golpeé la pared —dijo dándole un ligero golpe con el puño a Lake—. Sería vergonzoso que supiera que sigo sin ser capaz de subir esa maldita cuerda.

—¿No sería más vergonzoso decir que golpeaste una pared a que te quemaste? —sugirió el chico pasando su brazo por el hombro de su amiga.

Ella le dio la razón.

—¿Qué tal si le decimos que la mafia japonesa quiso secuestrar a Tobes y yo me agarré a golpes con ellos para protegerlo?

—¿O mejor que solo te resbalaste de la cuerda?

Eyra le dio una mirada inquisidora.

—Le quitas lo divertido a la vida, Lake.

El chico de ojos azules rio.

—Vamos te acompaño.

—Está bien, pero solo si prometes que le ayudarás a Tobes a ponerse los calcetines. No me gusta esperarlos afuera del vestidor fingiendo ver el teléfono, parezco una tonta.

—Hecho.

Ambos caminaron hasta los vestidores, no dejaban de hablar sobre el reloj del canal y aunque ella tenía ganas de contarlo todo lo que sabía, reprimió el impulso de idiotez y prefirió no hacerlo.

—¿Qué harás esta noche?

Jim arqueó una ceja.

—Me refiero a si te gustaría venir a mi casa a prepararme la cena, escuchamos música, hacemos la tarea y después vemos una película.

El chico se rascó la nuca y sonrió nervioso.

—¿Por qué siento que a veces me utilizas? —dijo en broma.

—¡Vamos Jim! De los tres eres el único que sabe cocinar, o si quieres, yo preparo la cena y...

—Te preparo hasta el almuerzo si quieres —añadió rápidamente, pues sabía que Eyra solía confundir la vainilla con salsa inglesa y el vino blanco con vinagre.

—¿Entonces estás admitiendo que no sé cocinar? —añadió cruzándose de brazos—. Eso no es de amigos, ¿sabes?

—¡Oh, mira, los vestidores femeninos! —exclamó el chico apuntando con el dedo el lugar.

—Esto no se quedará así Lake —amenazó con un dedo en alto mientras retrocedía poco a poco hasta los vestidores femeninos.

Buscó a Clara en el vestidor para que la ayudara a ponerse bolsas en las manos y evitar mojar sus vendas con agua caliente. Se dio un baño rápido y sus amigas la ayudaron a vestirse, creyendo que estaba incapacitada para mover las manos.

Eyra ya veía venir la reprimenda de su tío. La primera vez se la pasó porque la creía un poco torpe. Pero ya la sexta vez es el colmo. Hänsel no la veía capaz de subir la cuerda sin lastimarse.

—Gracias —dijo una vez estuvo completamente limpia y arreglada.

Mary Wang la regañaba por haberse lastimado, pero no dejaba de pintarla con labial rosado.

—Debes tener más cuidado nena, ¿qué tal si no hubieras caído en la colchoneta? —reprendió Wang.

—Pero no pasó nada malo.

—¿Nada malo? ¡¿Ya te viste las manos?! Parece como si te hubieras peleado con alguien.

«Es lo que yo decía...».

—¿Vamos a comer? ¡Me muero de hambre! —dijo Darci Scott.

Eyra estuvo a punto de aceptar, pero no lo hizo pues, su mirada se posó sobre el hombro de la asiática, ahí recorriendo el vestidor se encontraba Silbrig, saludándola con su pata delantera derecha.

La chica arqueó una ceja y negó con la cabeza.

A veces se preguntaba si no estaba delirando, pues Silbrig parecía actuar más como un humano que como un animal.

Eyra Blanche se levantó y tomó su mochila del casillero.

—Las veo después, Silbrig está ahí y no la pienso dejar escapar —dijo a sus amigas para después echarse a correr.

La comadreja blanca se quedó quieta y cuando su dueña por fin estuvo a punto de agarrarla, se echó a correr.

«¡Miér...coles!».

Eyra corrió tras su amiga peluda. Salió de los vestidores y esquivó a sus compañeros.

Silbrig pasó corriendo junto a Jim y Toby y ella, en su afán de alcanzarla, pasó de largo, ignorando el llamado de Tobías.

Se colgó la mochila en el hombro y corrió por el patio hasta la salida. Detuvo su andar y vio a Silbrig al otro lado de la calle. Eyra resopló y cuando el auto pasó, ella corrió, pero la comadreja fue más rápida.

—¡Vuelve aquí pequeña plaga! —gritó, pero al parecer su comadreja se burlaba de ella.

Eyra se mordió el labio y corrió hasta llegar a la plaza. Se detuvo un poco a tomar aire y buscó con la mirada algún punto blanco y peludo, pero no la encontró.

Tomó asiento en las escaleras del kiosco y resopló.

Estaba resignándose a no volver a ver a Silbrig, cuando al levantar la mirada vio a su comadreja meterse en el interior de una caja de madera. La chica sonrió y de un salto se puso de pie. Entonces, vio a un chico de aspecto harapiento de cabello castaño y suéter verde, tomar la caja.

Eyra se mordió el interior de la mejilla y corrió hasta donde el muchacho, impidiéndole el paso.

—¡Hola! —saludó acelerada—. Perdón, no quiero molestarte, pero creo que mi comadreja está en tu caja —dijo rebuscando en el interior de la caja que el chico llevaba en sus brazos.

Encontró un pequeño estuche con varios pinceles y botecitos de pintura, lápices y carboncillos escondidos debajo de las verduras frescas, pero ningún rastro de Silbrig.

—¿Es una... cosa blanca con pelo muy suave? —preguntó el chico con amabilidad.

Eyra levantó la mirada y contempló el rostro del chico. Al parecer era mayor que ella, tenía unos ojos tan verdes que le recordaban la esmeralda más hermosa y su rostro tenía manchas de pintura azul y amarilla.

—Sí, pero le encanta pasear —dijo pasándose un mechón de cabello por detrás de la oreja—. Siempre se está metiendo en problemas, es muy traviesa.

—De hecho, está detrás de ti.

Eyra giró y se encontró a Silbrig parada sobre sus dos patas traseras. Sonrió y tomó a su mascota entre sus brazos. La pequeña comadreja se dejó acariciar.

—¡Silbrig! No me vuelvas a hacer eso —dijo, después se giró para encontrarse nuevamente con el chico—. ¡Muchas gracias!

El chico de cabello castaño sonrió.

Algo en él le resultaba conocido. Pensó en que podría ser el hermano perdido de Tobías Domzalski, ambos se parecían mucho, con la única diferencia de que el desconocido era un poco más alto.

—¿Nos hemos visto antes? —dijo llevándose una mano a la barbilla.


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