22· El almuerzo y la siesta

Cuando nos asomamos vimos que había tres cascos verdes. Eran soldados. Uno de ellos le extendió la mano al tío Fileto para facilitarle la salida. El tío no sabía si reírse o llorar, pero aceptó la ayuda y salió. Al menos no nos apuntaban con sus ametralladoras.

Hacía mucho que el garaje no tenía tanta concurrencia, ya que detrás de los soldados había gente común, viéndonos con asombro. Y de entre esa multitud, que se abrió de pronto, apareció Torello con un papiro amarillento. Se detuvo en seco ―al sentir nuestro olor, con toda seguridad― y nos ofreció una mirada de pies a cabeza, con un gesto entre nervioso y preocupado, y así se quedó por un rato, viéndonos a los ojos y pasando de uno a otro. Luego levantó el papiro, lo abrió y lo volvió a bajar, como si se hubiera acordado de decir algo antes.

―Muy bien, antes que nada, quisiera aclarar que no sabemos quién fue el artífice de esta pelota de masa, que casi nos causa la muerte ―y nos miró a los ojos, de nuevo, con suspicacia y en silencio.

El tío Fileto, bajó el mentón y me miró por el rabillo de los ojos. Tenía ganas de matarlo. Luego miró detrás de todo el gentío, hacia las bolsas de maicena, tapadas con las sábanas viejas, desparramadas a causa de la explosión. Cuando me percaté de lo que estaba mirando me dieron aún más ganas de matarlo.

Torello volvió a levantar el papiro y dijo, lacónico:

―Declaro a Fileto y a...

―Checho ―le dije.

―Muy bien. Checho... aquí van a ir sus nombres completos ―aclaró―, los declaro Ciudadanos Ilustres de este pueblo, por sus heroicas tareas en pos a la resolución de...

―La pelota de... ¿maicena? ―completó tío Fileto.

―Sí, eso mismo... esto también hay que repasarlo ―dijo Torello leyendo el papiro―. En fin...

Cerró el papiro y no sin asco se acercó a nosotros.

―¡Felicitaciones!

La secretaria trajo una tarima y una pluma y el intendente firmó el papiro.

Y todos aplaudieron. El tío Fileto levantó ambas manos y bajó la cabeza, como manifestando que no merecía ese título, al mismo tiempo que disfrutaba de la ovación, que era toda para nosotros. Yo, en cambio, no sabía en dónde meterme. Y empeoró cuando vi a Mamá aparecer de entre la multitud, que aplaudía con empeño, mientras me miraba con los ojos vidriosos.

La cuestión es que Torello aprovechó la ocasión, como siempre. De la nada desapareció la tarima y aparecieron tres fotógrafos que nos sacaron fotos junto a él, obligándonos a mirar a cada uno de los fotógrafos.

Y luego dijo, a sabiendas de que era su momento estelar.

―Quisiera... quisiera aprovechar la ocasión para informarle al pueblo, en este solemne acto, mi renuncia incondicional como intendente de este amado pueblo.

Eso fue algo que nadie esperaba.

―La carta de renuncia fue enviada esta misma mañana al Concejo Deliberante, tal como dicta en la Carta Orgánica del municipio que debe hacerse.

La cara de sorpresa de tío Fileto lo delataba; por dentro sabía que él estaba saltando de alegría. Pensaba él, según me dijo más tarde, que no podía creer que estuviera renunciando en su garaje, y que eso había sido obra de algún Dios, incluso me dijo, a pesar de que se decía agnóstico.

―Fue algo de la Proveeduría.

―Providencia ―le corregí, avezado yo en el lenguaje religioso, a causa de estar concurriendo a catequesis, a la fuerza, porque una tía lejana no quería que ardiera en las llamas del infierno, y que mi mamá quería quedar bien con mi tía.

―Claro, la Proveeduría ―me contestó.

De a poco el tumulto de gente comenzó a disiparse. No sé cómo, pero aparecieron tres cajas de empanadas y la mesa estaba puesta. Mamá ponía los cubiertos con una sonrisa de oreja a oreja.

Torello se sentó junto a nosotros y dijo, mirando a tío Fileto y comiéndose una empanada:

―Buen provecho.

―De nada ―dijo el tío Fileto.

―Muy bien, Fileto, al final usted gana. Nunca nos llevamos muy bien usted y yo. Lo supe desde aquella vez, cuando comenzaba la intendencia, que puso anilina azul en las tuberías de agua, porque odiaba el amarillo y al cabo de unos días vestíamos todos prendas verdes.

―¡Y las prendas blancas se habían vuelto azules! ―recordó con gracia el tío Fileto.

Torello soltó una risita, un tanto apagada.

―Ahora que lo recuerdo, tan lejano en el tiempo, me da gracia, pero por aquel entonces me había dispuesto a colgarlo en la plaza, en algún evento público ―dijo Torello―... y quizá debí haberlo hecho, así nos evitábamos todo esto.

―¿Cómo así? ¡No se hubiera salvado nadie si me mataba! ―dijo el tío Fileto.

Yo le golpeaba el pie debajo de la mesa.

―¿Qué pasa, Chechito?

Revoleé los ojos por dentro y seguí comiendo mi empanada.

―Mire, Fileto ―continuó Torello―, sabemos quién fue el autor de esa gigante pelota.

―Fíjese... ¿y quién fue? ―dijo el tío, haciéndose el desentendido.

―Vamos, Fileto, no se haga el tonto ―dijo Torello, mirando hacia las bolsas de maicena.

―¿Qué hay? Usted no sabe lo rica que queda con un poquito de azúcar...

A ese punto, nos lo quedamos viendo Torello y yo, casi con la misma cara de indignación.

―¡Grrr! ―gruñó el tío―, ¿qué quiere entonces, Torello?

―Bueno ―dijo el intendente, haciéndose el desinteresado, moviendo con el dedo unas miguitas de pan sobre la mesa―... quizá usted puede seguir haciendo su trabajo en la siguiente intendencia, que con toda seguridad será la de Pérez... y vio que Pérez y yo no nos llevamos muy bien...

Yo odiaba a Pérez, también. Había sido mi profesor suplente de gimnasia durante un buen tiempo en la primaria. Cada vez que tirábamos la pelota a lo del vecino, nos obligaba a hacer treinta lagartijas. La cuestión es que esta tradición parecía estar especialmente diseñada para mí, porque nunca fui muy bueno para el fútbol y era el único que tiraba la pelota a lo del vecino.

Supe que lo odiaba, y él a mí, cuando una mañana fría y lluviosa de invierno tiré, una vez más, la pelota a lo del vecino. Me obligó a hacer sus treinta lagartijas dentro de un charco de agua, entre la lluvia. Al cabo de mis ejercicios el vecino la devolvió por encima del paredón, pinchada, con un tajo de cinco centímetros en el cuero. Pérez la tomó del suelo, chorreando agua y barro, y me la lanzó en la cabeza.

―Mire, Torello ―continuó el tío Fileto―, la verdad es que con esta macana yo ya llegué a mi cúspide. Un poquito más y termino mandándome una grande... grande grande, quiero decir. Hay que ser muy juicioso para calcular los límites, porque si no uno se puede pasar de rosca, ¿vio?

―¡Agrr! ―gruñó Torello, con un dejo de malestar por la respuesta.

―Pero no se preocupe ―continuó tío Fileto― yo creo que puedo conseguirle a un reemplazante...


El almuerzo terminó. La secretaria, pasada de copas, salió llevándose por delante una silla y se rió por ello. Torello se despidió después, con un palillo en la boca, haciendo un saludo general desde la puerta, abrazando por los hombros a María Marta. Poco a poco se fueron los demás concejales, hasta que quedamos solo mamá, tío Fileto y yo.

En esta ocasión, mamá lavaba los platos en el lavabo del garaje. Por lo general nos encargábamos nosotros de esa tarea: él lavaba y yo secaba con un repasador, hacíamos un muy buen equipo. Pero esta vez éramos nosotros quienes permanecíamos sentados al concluir el almuerzo.

Al terminar de lavar, mamá se secó las manos con el delantal, se acercó a mí y me agarró los cachetes con las manos aún mojadas, entusiasmada. Yo hice, como siempre, mi gesto de bochorno ante esa situación...

―Miralo a mi Chechito ―dijo mamá―, quién se iba a imaginar que mi retoño sería ya, tan jovencito, un ciudadano ilustre...

De pronto se volteó hacia tío Fileto y arqueó las cejas:

―Y con vos... con vos vamos a tener una charla bien larga, ¿eh?

El tío me quedó mirando, levantó un hombro y le contestó con sarcasmo:

―Ah, bueno... ¡Gracias!

Mamá tomó tres platos extras, le puso tres vasos encima y se los llevó a la casa, quedando, de nuevo, oficialmente solos en el garaje. El tío se enderezó en la silla y se sacó los lentes. Le despegó un pedacito de papel higiénico seco que tenía en la patilla y me los puso con delicadeza. Me quedó mirando de cerca. Miraba de un lado y del otro. Levantó la mano e hizo un cero con el índice y el pulgar, al mismo tiempo que cerraba un ojo.

―Te quedan bien, Chechito. Deberías comprarte unos.

Me quedaban enormes y podía sentir el peso de su pesado armazón y anchos vidrios sobre mi nariz.

―Y, ahora, ya sabés lo que viene ―dijo, dándole golpecitos a su reloj de pulsera.

―¡La hora de la siesta! ―le dije, con los lentes puestos, abatido por el cansancio.

Nos levantamos y salimos para la casa, no sin antes cerrar el garaje para que los gatos del vecindario no se coman las sobras y anden hurgando en la mesa. Fuimos tanteando el camino.

De golpe éramos dos chicatos.

Nos reímos.

El tío Fileto había tenido, todo este tiempo, un As bajo la manga.



FIN

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