21· El retorno al pueblo

Y entonces subimos de nuevo a la cloaca.

La boca estaba a un metro y medio desde donde podíamos hacer pie. El tío hizo un escalón con sus manos que me ayudó a subir. Luego lo ayudé yo jalándolo de la camisa. Le costó subir, pero luego de varios intentos se arrastró como una foca, hasta que logró pararse.

Saqué la linterna de mi bolsillo y la secamos todo lo que más pudimos a fuerza de sacudidas. A nuestra suerte la luz del sol entraba en la cañería, unos cuantos centímetros, lo que nos permitió dejar la linterna desarmada al sol, secándose. Mientras tanto, escurríamos nuestras ropas, que olían maravillosamente... mal.

En cuanto la linterna estuvo seca, emprendimos el regreso y lo primero que nos llamó la atención es que la cloaca no tenía nada de agua: se lo había llevado toda la explosión. Caminamos y llegamos a la válvula V2. La abrimos tirando con los dedos. Había funcionado de maravillas.

Caminamos unos doscientos metros, hasta que llegamos al epicentro de la explosión: el pequeño agujero hecho por el taladro, era ahora mucho más espacioso. Tenía pegado en las paredes largas y finas tiras de masa y muy debajo, a unos cincuenta metros, podía verse un tapón de masa blanco. Saltamos el obstáculo y seguimos caminando.

Nos encontramos entonces la válvula V1. Estaba abierta de par en par. También había funcionado de maravilla.

Y más allá, estaba el filtro, y detrás, unos cuarenta gatos, quince perros, tres canarios, cinco loros y una oveja, que nunca supimos cómo había llegado hasta allí. Todos estaban con pinta de no entender nada de nada, y recubiertos de masa. La imagen era un tanto lamentable. Parecían esculturas vivientes que se estaban derritiendo. Había un perro y un gato pegados por una larga tira de masa. Un gato sacudía su pata con insistencia intentando liberarse de la molesta pasta.

Plegué el filtro y pudimos pasar para el otro lado.

Cruzamos entre los animales, no sin dificultad y, al final, todos nos siguieron, probablemente a causa de que éramos los poseedores de la luz... me sentía como una versión bizarra de Blancanieves.

Finalmente llegamos hasta el pueblo y subimos a los animales por una rampa, que había quedado en desuso después de su construcción, al final del pueblo. Los animales miraron, olieron y salieron rumbo al pueblo, excepto tres gatos, un perro y la oveja, que apuntaron al campo abierto. Con seguridad allí le esperarían sus dueños, en sus respectivos puestos y estancias.

Nosotros volvimos a entrar a las cloacas y caminamos por los largos pasillos subterráneos. Sin que siquiera me diera cuenta habíamos llegado al túnel que había cavado el tío Fileto y que conducía hasta el garaje. El tío miró su reloj de pulsera y me dijo, sin que yo se lo preguntara:

―Las once y cinco, Chechito.

Y subimos por fin, después de nuestra odisea subterránea, a la superficie.

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