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Tema no. 29
¡Parche!
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꒰ ͜͡➸ Palabras: 2,157
꒰ ͜͡➸ Shipp: Ninguno
꒰ ͜͡➸ Personajes: Italia Romano, Prusia, España, Italia Veneciano (mención), Alemania (mención)
꒰ ͜͡➸ AU: Ninguno
꒰ ͜͡➸ Nota: Puede haber OOC en Prusia y España porque se muestran desde la percepción que Romano tiene de cada uno
La había cagado en grande. Su hermano le había dejado encargado supervisar a la gata, que no fuera a dañar la chaqueta de diseñador que acababa de comprar, pues era un regalo para el hermano de Alemania, que según escuchó, pronto sería su aniversario, o algo así. A Romano no le importaba en lo más mínimo si era aniversario, cumpleaños, o finalmente Prusia se murió de verdad. Así que decidió no poner mucha atención a esa estúpida chaqueta. En cambio solo se dedicó a jugar con su celular, ver fotos de gatitos en internet, como si no tuviera que cuidar a uno de verdad.
Cuando le dió hambre se levantó, fue a prepararse algunos tomates rellenos, y mientras éstos quedaban listos decidió que le daría su almuerzo a Silicia, la gata. Pero cuando la llamó, ésta no vino. Ahora sí se preocupó. Esa gata fea era igual que un niño pequeño; si estaba guardando silencio, entonces debías preocuparte porque, seguramente, estaría haciendo una pillería.
La fue a buscar por el patio, pero no apareció. La buscó en su estudio de música, pero no había ni un pelo suyo esa ocasión. Entonces pensó que estaría dormida en la cama de su hermano, así que fue a revisar a su dormitorio. Para su sorpresa, la gata estaba allí, afilando las garras en la chaqueta que colgaba de un gancho en el perchero de la pared.
—¡Gata estúpida, quítate de allí! —gritó de inmediato, sintiendo que un globo se inflaba en su pecho, igual que la bolsa de aire de un auto que chocó.
La gata se asustó y salió corriendo. Romano se acercó y tomó la chaqueta, comprobando que estaba rasgada de una manga por culpa de la mascota. ¡Demonios, Feliciano lo iba a matar! Entonces comenzó a sentirse enojado, nervioso, hasta que, escuchó un sonido suave, como un "poff" en su hombro izquierdo, y juraría que miró, a una clase de mini bastardo albino sobre él, con ropa negra y cuernos de diablito negro.
—¿Qué demonios, qué estás haciendo aquí, imbécil? —exclamó, tratando de quitarse al mini prusia del hombro, pero él voló con sus alas de diablito y lo esquivó.
—¡Kesesese! No deberías hablarle así al asombroso yo. ¡Siéntete afortunado, yo soy tu consciencia, y te ordeno que dejes de sentirte mal!
—¡Quítate de encima, imbécil! —trataba de escapar, pues el mini Prusia volaba alrededor de su cabeza, queriendo posarse en su hombro—. ¡No me siento culpable de nada! ¡Todo es tu culpa! Si no te hubieras muerto mi hermano no querría comprar nada y esto no hubiera pasado.
—No es asombroso que culpes al asombroso yo por ser asombroso. ¡Mejor culpa a Feliciano, todo esto es por él!
—¿Qué estás tratando de decir?
—Oh, nada, pero vamos, si esa chaqueta se rompió con las finas garras de un gatito, es de muy mala calidad. ¿No lo crees? ¿Quien le vendió esa baratija? Además, mira ese diseño, es horrible.
—Cierto... Sí, es verdad —poco a poco el italiano dejó de sentirse mal, no iba a admitir que Prusia tenía razón, pero la tenía.
—Todo es culpa de Feliciano, si no comprara mierdas en internet, entonces nada habría pasado. ¡No tienes tiempo para lidiar con esto, Romano, los tomates rellenos aún están en el horno! Ve y come, ya después le gritarás a tu hermano.
—No me digas que hacer, bastardo.
El italiano dejó la chaqueta colgada, listo para irse, cuando una voz, extrañamente familiar, le interrumpió.
—¿No irás a escucharlo realmente, verdad, Romano?
—¿Y ahora quién mierda dijo eso?
"¡Poff!" Apareció en su hombro derecho una clase de mini España, pero él estaba vestido igual que un angelito. Incluso llevaba una arpa en sus manitas.
—¿Tú quien demonios eres?
El angelito pareció insultado, se llevó una manita al pecho y abrió la boca con indignación, pasmado. Claro, porque al ser un angelito, era muy onfensivo que se refirieran a él en la misma oración que "demonio."
—Yo soy tu conciencia, el jefecito España porque estoy chiquito.
—Creí que mi conciencia era ese bastardo de allá —miró al escritorio, donde el mini Prusia estaba metiendo la cabeza a un frasco con algunos dulces.
—Él es la conciencia de tus malas acciones. Yo soy la conciencia de tus buenos sentimientos. Y he notado, que realmente tú no sientes todo eso que el diablito te ha hecho creer.
—Ahórrate el discurso, no lo quiero oír.
—¡Pero, Romano, si no le pones un parche a la chaqueta, Veneciano se va a sentir muy triste! Sé que a ti no te gusta ver a tu hermano así.
—¡No digas tonterías! —le gritó enrogecido, pues le daba vergüenza hablar de sí mismo y sus sentimientos—. ¡Por supuesto que no me importa!
—¡Romanooooo! —el mini España comenzó a llorar, mientras se acercaba y le jalaba suavemente de la manga de la camisa—. Ponle un parche a la chaqueta, por favor, Veneciano estará devastado.
—¡Ya te dije que no, y quítame tus manos de pervertido de encima!
—¡Kesesese! Ya lo escuchaste. Quítale las manos encima.
—¡Cierra la boca tú también, déjenme tranquilo!
Romano salió de la habitación de su hermano y regresó a la cocina. Sacó sus adorados tomates del horno, disfrutó de su olor, y se sentó en la barra de la cocina para poder comer tranquilamente. Sin embargo, apenas iba a dar una mordida cuando, juraría, escuchó una guitarra afinar cerca de él. Miró al otro lado de la barra, y en la orilla estaba el mini España afinando una mini guitarra española.
—¿Te importa? —preguntó con sarcasmo, pues le irritaba verlo allí.
—¿Ah? No, para nada. Puedes seguir comiendo.
—¿Eres o te haces? Claramente no quiero que estés aquí, no me sigas.
—¡Pero Prusia también está aquí, más cerca de ti, y a él no le dices nada!
—¡Chivato! —gritó Prusia, sacando su cabeza del plato de frutas que estaba frente al italiano. Algunas uvas rodaron por la barra—. ¡No es mi culpa que seas ruidoso! Como yo me las arreglé por ser silencioso, puedo estar aquí.
—No. Tú también vete. ¡Quiero que los dos se larguen!
—Por favor, Romano, no te voy a molestar. Prometo que no voy a incordiar con lo del parche, solo quiero tocar una bonita canción.
—Supongo que comer con algo de música no estaría mal... —murmuró, aún queriendo sonar indiferente al cruzarse de brazos, y miró al diablito—. ¿Y tú?
—¿Yo que? No te voy a sobornar. Incluso si no quieres me voy a quedar aquí, mi misión es molestarte. ¡Kesesese!
—Eso ya lo veremos, bastardo —desafió mientras sujetaba al mini albino del cuello de su capa y se lo llevaba por la cocina.
—¡Suéltame, me vas a arrugar la capa! —gritó el albino, zarandeandose, moviendo sus alas queriendo escapar, pero Romano era más fuerte y lo lanzó por la ventana, cerrándola después de eso.
Sacudió sus manos como si tuvieran tierra que limpiar. Suspiró, y se acercó al fregadero a lavarse las manos.
—Puedes tocar siempre y cuando no me molestes —declaró al volver a sentarse.
—¡Como digas, Romano!
Y así, el mini España empezó a tocar. Romano reconoció al instante que se trataba de la canción "Para tu amor," de Juanes. Ya la había oído antes, y aunque no era de sus favoritas, creía que era agradable de escuchar en un momento así. Sin embargo, todo el ambiente se hundió como el Titanic cuando el mini España comenzó a cantar. Claramente la letra no era la de la canción que conocía.
“Romano rompioooo, una chaqueta.”
“Una chaqueta, que para su hermano era especial, sí.”
“Romano rompioooo, una chaqueta.”
“Una chaqueta, que se rehúsa a parchar.”
“Y no le importó, que su hermano, le haya pedido que de favor, vigilara al gato.”
“No le importó, e igual la rompió.”
“¡Por eso!...”
—¡Ay ya cállate! ¡Dijiste que no ibas a molestar!
—No estoy molestando, solo estoy tocando una canción, pero tú escuchas lo que escuchas por tu conciencia.
—Tú eres mi conciencia, estúpido, evidentemente escucho lo que tocas.
—¡Sí, apestas, España! —gritó el mini Prusia desde la coronilla de la cabeza de Romano, antes de darle una mordida a una uva. Como estaba chiquito, tenía que sujetarla con las dos manitas.
—¡Qué haces aquí, te eché hace un momento! ¡Deja de comer en mi cabello! —gritó el italiano meneando la cabeza para que el diablito cayera, pero éste empezó a volar—. ¿Cómo rayos entraste?
—Ya llevaba rato allí arriba. ¿De verdad no lo habías notado? —preguntó el mini España, ladrando su cabeza y viéndolo con sus hermosos ojitos verde oliva.
—¡No puedes deshacerte tan fácil del asombroso yo! ¡Kesese!
—Esto es el infierno, ni siquiera puedo comer mis preciados tomates por su culpa.
—¿Sabes? Si le pusieras un parche a la chaqueta de tu hermano, entonces podríamos irnos y dejarte en paz —comentó el mini España, desapareciendo su pequeña guitarra en un "poff," y viéndolo con sus manitas enlazadas a la altura del pecho.
—¡No lo escuches, Romano! —interrumpió el mini Prusia, paresurandose por volar frente al italiano y obstruir su visión—. Él solo quiere que hagas el ridículo.
—¡No es verdad! —España también voló frente a Romano para que el diablito no le eclipsara—. Yo solo quiero ayudarte, esa es mi misión.
—¡Quítense de enfrente ya! —Romano estalló y de un manotazo lo lanzó a la pared.
El diablito usó de escudo al ángel, así que el pobre España recibió el impacto y el diablito estaba casi ileso.
—¿Si le pongo ese estúpido parche a la chaqueta, van a desaparecer de mi vida y jamás volverán?
—¡Te lo juro! —respondió España, aún atontado, mientras trataba de limpiar su aerola con la capa de Prusia.
—Bien, como sea, de todos modos ya no tengo hambre. Necesito una servilleta.
—¡Ah, usa esto!
España se quitó sus ropas y se las ofreció a Romano, como si eso fuera normal, amable, o higiénico de su parte. Romano miró a otro lado, estirando sus manos hacia España para no tener que verlo mientras enrogecía de coraje. Prusia, en cambio, sonrió y lo miró muy atentamente.
—¡Qué asco, pervertido infeliz, ponte la ropa en este mismo instante!
—Pero dijiste que...
—¡Ponte la ropa ya!
—Lo haces mal —decía Prusia.
—¡Lo estás haciendo bien! —exclamó España.
—Te vas a equivocar —advirtió Prusia.
—¡Tonterías, tú puedes, Romano!
—Esto es aburrido. ¿Por qué perdemos el tiempo así? No tiene arreglo, está arruinado. Veneciano lo tiene que aceptar.
—¡No te puedes rendir ahora, ya has hecho lo más difícil!
—¿Enserio esto es lo más difícil? Vaya mierda.
Romano estaba tratando de cocer, le estaba costando mucho concentrarse mientras trataba de ignorar a aquellos dos, que lado a lado de él, veían con sus molestos ojos de colores, como le temblaban las manos mientras sostenía la aguja y trataba de poner el parche. Finalmente se pinchó un dedo. Prusia de rió de él, y España corrió y le secó la gota de sangre con su ropa blanca.
—¡Oh, no. Estás bien!
—¡Kesesese! Eso te pasa por estúpido.
—¡Ya cállense de una vez! —volvió a estallar el italiano, pero siguió dejando que España cuidara de su dedo—. ¿Cómo voy a trabajar si no dejan de molestarme?
—Nadie dijo que sería fácil. Tú mismo te estás poniendo tantas trabas. ¡Eres un bobo!
—¡Ay, estoy empezando a sentir pena del macho patatas, que tiene que soportarte todos los días!
—Ya, Romano, tranquilo —habló España con voz cariñosa mientras le ponía un dedal—. Siempre es difícil hacer lo correcto, más aún cuando tienes que enmendar algo que ocasionaste.
—No quiero tu lastima.
—¿Lastima? ¿Quien habló de lastima? Yo soy comprensivo contigo, y trato de que lo seas tú también.
—Aw, el bobo Romano no se entiende. ¡Quiere llorar y no puede, quiere llorar y no puede!
—Ignora a Prusia, entre más de acuerdo estás con él, más ruidoso se hace.
—Es imposible —obejtó el italiano.
—No, no lo es. Yo sé que puedes hacerlo. —Tomó la aguja y se la entregó, sonriendo resplandeciente. El italiano suspiró, tomó la aguja y se concentró en la prenda.
—No vuelvas a hablar como a un niño.
—¡Confía en ti! ¡No te trataré así nunca más!
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