I fall in love with boys I see on a TV screen
Edgar Allan Poe, de diecisiete años de edad, se encontraba llorando con la espalda pegada a la puerta de su habitación. Realmente odiaba cuando se metían con él por sus aficiones, y debido a ello, lo trataban como a un rarito.
El joven se miró las manos, llenas de sangre seca y tierra, debido a que había sido empujado hacía no mucho rato por uno de sus compañeros de instituto, quien lo había tirado a la tierra de la zona de recreo y había hecho que se raspase las manos.
Karl, su mapache mascota, se acercó a él al oírlo llorar, y comenzó a lamer el dorso de sus manos con tal de animarlo.
Edgar alzó la cabeza y tomó entre sus brazos a Karl, recostándolo en su pecho.
—¿Por qué tienen que ser tan crueles conmigo, Karl? Nunca les he hecho nada, y aún así me tratan mal—sollozó Edgar.
Karl frotó su morro con la mejilla de su dueño, quien le acarició la cabeza mientras seguía llorando, recordando cómo empezó todo aquello.
*
Todo empezó cuando Edgar tenía nueve años recién cumplidos, es decir, era el día de su cumpleaños número nueve. Sus padres le regalaron un libro de cuentos cortos para dormir, diciendo que estaría bien que comenzase a interesarse por la lectura.
El pequeño comenzó a leer ese libro, encantándole las historias que contenía aquel libro. Día tras día, sus padres veían cómo su hijo leía no sólo el libro que le habían regalado, sino otros que ellos consideraban para más mayores, como "El retrato de Dorian Grey" o "El conde de Montecristo".
Aquello hizo muy felices a los padres de Edgar. Ya se imaginaban a su pequeño siendo un hombre literato, de letras.
*
Desde entonces, una pasión por la lectura creció en Edgar, quien, con el dinero de la paga que sus padres le daban, comenzó a comprarse él mismo los libros, a la edad de catorce años. Aparte de literatura, comenzó a leer otros libros, unos más adaptados a su edad, como eran "Percy Jackson" o "Los Habitantes del Aire".
Pasaba noches enteras en vela, leyendo los capítulos de los libros que le enganchaban hasta la última palabra.
Conforme pasaba así las noches, unas ojeras terminaron por salirle debajo de los ojos, alertando a sus padres.
—Hijo, ¿acaso no duermes bien por las noches?—preguntó un sábado su padre.
—Oh, David—dijo la madre de Edgar—. ¿Acaso no te imaginas el por qué tu hijo está así? ¡Seguro que ya le ha echado el ojo a una jovenzuela de su escuela!
El adolescente se sonrojó y negó con la cabeza, dejando en desconcierto a sus progenitores.
—La verdad es... que ayer me quedé despierto hasta muy tarde leyendo un libro. Lo siento—respondió el de cabellos violáceos con algo de vergüenza.
El padre de Edgar, David, suspiró y dijo:
—Agradezco que te intereses tanto por la lectura, hijo mío, pero tanto leer y con tanta poca luz te va a pasar factura, en especial a tus bonitos ojos. Anda, durante lo que resta del día, pasa algo de tiempo en el exterior.
Edgar suspiró antes de fruncir los labios. Odiaba estar al aire libre, con los bichos e insectos, el calor sofocante o el frío helador, los deportes agotadores y lo peor de todo: las mascotas de sus vecinos. Al preadolescente no es que le desagradasen esos animales, más bien es que temía que se les acercasen y que le hicieran daño.
Sin embargo, no dijo que no a lo que su padre le decía, por lo que asintió y salió de casa tras coger las llaves de su hogar, un monedero con dinero y una bolsa de tela con un estuche y un cuaderno para apuntar ideas.
Comenzó a alejarse de su casa, mirando al suelo, con las manos en los bolsillos de su pantalón. Pateaba las piedras en su camino, perdido en sus pensamientos.
De pronto, un ruido le alertó, causando que alzara la cabeza. Emitió un pequeño gritito al ver cómo un arbusto no muy lejano se movía, y al querer correr para alejarse, se quedó quieto al ver cómo de éste salía una cría de mapache, herida y cojeando. El animal miró a Edgar antes de caer rendido al suelo, con sus ojitos cerrados.
La ternura y la preocupación ganaron al miedo que sentía el chico en aquel momento, por lo que tomó a la cría y tras comprobar que la madre no estuviera por los alrededores, corrió con ella en sus brazos hacia la clínica veterinaria del pueblo en el que vivía.
*
—¡No pienso tener a ese bicho en mi casa!—chilló la madre de Edgar cuando vio a su hijo entrar con la cría de mapache entre sus brazos, completamente curada y con una venda en su patita.
—Eliza, deja que el chico hable—respondió el padre de familia mientras miraba a su hijo.
—Sé que nunca habéis estado a favor de que tuviera mascotas, y yo realmente no he querido una, ¡pero por favor, dejad que me lo quede! ¡Está herido, su madre no estaba cerca, es posible que esté solo en el mundo!—dijo el adolescente—. ¡Seré responsable, me ocuparé de todo lo relacionado a él!
La madre frunció el ceño y miró a su esposo, quien sonrió y dijo:
—Es cierto que siempre has sido responsable en todo, Edgar. Aparte, siempre te han dado miedo los animales, y creo que estaría bien que salieras de tu zona de comfort. Está bien, puedes quedártelo, pero que no me entere yo que hace cosas como ensuciar la moqueta o morder los cojines.
Edgar sonrió y asintió, para después dirigirse a su dormitorio.
Dejó a su nueva mascota sobre la cama y se dirigió a su armario, de donde sacó una vieja caja de cartón, unas sábanas antiguas y un pequeño cojín de la cuna de un muñeco viejo. Lo acomodó todo y después, tomó al mapache para dejarlo allí tumbado.
—Esta será tu cama hasta que pueda comprarte algo mejor, amiguito—dijo Edgar antes de pasar su mano por la cabecita del mapache.
Éste cerró sus ojitos, respondiendo al contacto que su dueño le ofrecía.
*
Edgar se encontraba escribiendo sobre unas hojas de papel que había sobre su escritorio, con su estilográfica y su tintero, a la antigua usanza. Karl —que así había llamado el joven a su nuevo amigo en honor a un personaje de uno de sus libros favoritos— se encontraba en una de las repisitas del escritorio, viendo cómo su joven dueño escribía lo que sería la primera obra poética del chico, ambientada en una casa en la que un joven acababa de perder a su mujer y caía lentamente en la demencia.
En ese momento, su madre lo llamó para que fuera a cenar y dejase aquello para más tarde. El chico obedeció y dejó que las páginas con la frase "Nameless here for evermore", se secase.
Al bajar al salón, se fijó en que su padre veía una serie en la que en aquel momento, un joven de más o menos su edad y de cabellos azabaches y gafas en el rostro —a pesar de tener los ojos cerrados— reprimía a un oficial de policía por no haber sabido descifrar no se qué pistas de una escena del crimen.
—¿Qué estás viendo, papá?—preguntó el joven mientras se sentaba al lado de su padre en el sofá.
—¿Recuerdas esos dibujos animados que veías de pequeño y que te gustaban tanto?—dijo a modo de respuesta su progenitor.
Edgar asintió. Cómo olvidarlo, aún tenía la cartelera de la serie pegada en una de las paredes de su cuarto. Sus mejillas se tiñeron de un rojo fuerte al recordar que de pequeño decía que se casaría con el detective Hirai, un niño que con tan sólo 8 años ya era más capaz de resolver crímenes que los policías y detectives privados, algo así como una especie de Sherlock Holmes. Ah, sí, aquello también le recordó que de esa forma sus padres se enteraron que le gustaban los hombres.
—Pues bien—dijo su padre, haciendo que saliera de sus pensamientos—. Esta es una serie que va dedicada a todos los que crecieron viendo la de dibujos animados. La serie es un poco más fuerte y sanguinolenta que la de animación, pero es porque va dirigida a un público más mayor—explicó el hombre—. Va de cómo el detective Hirai va creciendo y dedicándose, al igual que en su serie predecesora, a resolver misterios y crímenes. Oh, ¿ves el joven azabache que hace de Hirai? Ese es el actor de doblaje de la serie original.
El adolescente abrió los ojos como platos y susurró:
—Ranpo Edogawa...—sus ojos brillaron y sonrió con ilusión.
—¡Eh, vosotros dos! ¡Ya está la cena!—avisó su madre.
Ambos hombres se levantaron, Edgar con algo más deprisa, puesto que no quería perderse ni un minuto de la serie que protagonizaba su ídolo.
*
Los años pasaron. En el instituto, Edgar, de quince años se apuntó al club de literatura y se presentó como ayudante de guión para el club de teatro. A él ésto le encantaba, puesto que podía hacer una de las cosas que más le agradaba: escribir historias.
Sin embargo, a otras personas a las que les agradaba hacer sentir mal a los demás no les pareció tan bien, por lo que aprovechaban para meterse con el aspirante a escritor. Le tiraban los libros y libretas, lo empujaban al suelo del patio causando que se manchase la ropa o se burlaban de su aspecto de "demacrado, huraño".
Aquello afectaba en gran medida a Edgar, pero no lo dejaba ver. El sólo se centraba en leer sus queridos libros en todo momento, sin importar las consecuencias que esto pudiera traerle.
*
Edgar se encontraba escribiendo la parte final de su primera historia en su ordenador, mirando el documento original en papel en sus manos, preparándose para entregarla a una copistería para que el profesor de literatura de su instituto, el señor Melville, pudiera corregirla.
Su madre entró de pronto en su cuarto, pero no se inmutó hasta que tomó su colección de "Los Habitantes del Aire" y salió de allí, hecha una furia.
El chico siguió a su madre escaleras abajo, sólo para comprobar cómo se acercaba a toda prisa hacia la chimenea.
—¡Mamá, no!—gritó Edgar mientras corría escaleras abajo, intentando detenerla.
Tarde. La mujer acababa de tirar los libros al fuego, donde comenzaron a calcinarse, debido a las llamas. Su hijo se llevó las manos al rostro, tratando de ocultar las lágrimas que comenzaban a caer de sus lagrimales.
—¿Por qué has hecho eso?—preguntó el de cabellos violáceos con un hilo se voz.
—¡Estoy harta de que tengas la nariz metida todo el día en esos malditos libros que sólo te comen el coco! ¡Seguro que muchas de esas pajas mentales que tienes las has tomado de esos párrafos odiosos, como eso de ser homosexual!—dijo su madre con rabia—. ¡He visto tus calificaciones escolares, jovencito! ¡Han bajado, seguro que porque tienes la cabeza en otra parte!
Edgar tragó duro. Sí, era cierto que había bajado un poco sus calificaciones en la escuela —a excepción de literatura y lengua extranjera, que eso seguían siendo dieces con matrícula—, pero no por los libros, sino por el acoso que le hacían algunos compañeros de la escuela, causando que no estudiase ciertas materias debido a que pasaba la noche llorando en vez de estudiando.
—¡N-No es cierto!—repuso el chico al borde del llanto.
—¡Mentiroso, no me mientas!—repuso su madre.
—Eliza, cálmate, así no vamos a ninguna parte—dijo el padre del chico con tranquilidad mientras se acercaba a ellos.
—¿Que me calme? ¡David, nuestro hijo se está arruinando por culpa de esos pensamientos que tiene!—chilló su mujer—. ¡¿No has visto que siempre está en Babia?! ¡Tiene siempre la cabeza en las nubes en vez de estar por lo que tiene que estar, está en su mundo!
—¡Pues al menos cuando estoy en mi mundo estoy más feliz!—gritó Edgar, explotando—. ¡Allí soy feliz, puesto que no tengo nadie que me haga daño o me diga que tengo "pajas mentales"!
Una bofetada sonó en la sala. Edgar trastrabilló hacia atrás y miró a su madre con horror mientras se sobaba la mejilla abofeteada, ahora roja como un tomate maduro. La mujer tenía la mano alzada, mano con la que había pegado a su hijo.
—¡Ya me tienes harta, no me levantes la voz! ¡Vete a tu cuarto sin cenar! ¡Y de aquí en adelante, procura sacar de nueve hacia arriba en todas las asignaturas o te juro como que me llamo Elizabeth que todos tus libros acaban en el fuego! ¿Entendido?—dijo su madre.
Edgar asintió antes de romper a llorar y subir corriendo a su cuarto, donde cerró la puerta con pestillo y corrió a echarse sobre su cama para llorar mientras abrazaba a Karl, quien preocupado por su dueño y amigo, había corrido hacia él en cuanto lo escuchó sollozar.
*
Edad de dieciséis años. Edgar no había vuelto a hablar con su madre en serio desde aquella pelea hacía dos años. El ambiente familiar siempre estaba tenso, y de vez en cuando, más peleas como aquella volvían a surgir, en las que su madre le decía con rabia que le daba vergüenza que su hijo fuera homosexual y que siempre tuviera la nariz metida en sus libros.
Un día de aquellos, Edgar se encontraba en su cama sentado, acariciando la cabeza suave de Karl y dibujando con lápiz en su cuaderno de bocetos un retrato de su querido Ranpo Edogawa, la única persona aparte de su padre que no lo había decepcionado nunca, a pesar de que el azabache y él sólo se hubieran conocido en los sueños del aspirante a escritor.
Alguien llamó a la puerta de su habitación y pronto, la cabeza de su padre asomó por ella.
—Hijo, ¿puedo pasar?—preguntó el adulto.
Su hijo se alzó de hombros, por lo que su padre lo tomó como un sí y entró en el cuarto para después cerrar la puerta y acercarse a su hijo, sentándose en el borde de su cama.
—Edgar, mira. Ya sabes que tu madre siempre ha tenido un temperamento... irascible. No le gustó que bajases tus notas, y también sabes que nunca ha apoyado las personas que no fueran, según ella, "normales"—el hombre hizo comillas con los dedos—. Sólo quiero que sepas que no dejes que sus comentarios te afecten. No cambies cómo eres sólo porque a tu madre no le guste.
Edgar no dijo nada, pero asintió. Su padre sonrió y le acarició los cabellos como se le hace a los niños pequeños.
—Muy bien. Ah, otra noticia que tengo que darte—su padre se sacó un papel del bolsillo y se lo tendió a su hijo, quien lo tomó y desdobló con cuidado—. He pensado que podría gustarte, a pesar de que sea en unos meses y quede todavía algo de tiempo, puesto que estamos en diciembre.
El hombre salió de la habitación, sin poder llegar a ver la sonrisa del joven al ver que el papel decía "Concurso de relatos de jóvenes escritores. Día 23 de abril".
*
Edgar se acercó al despacho de su profesor de literatura aquella mañana del 19 de enero, con sus diecisiete años recién cumplidos.
—Señor Melville, ¿puedo pasar?—preguntó el joven.
El hombre de cabellos canos asintió, por lo que pasó y le entregó una hoja.
—Aquí tiene mi inscripción para mi participación en el concurso de relatos del pueblo—dijo Edgar.
Melville tomó la hoja y sonrió.
—Ya me extrañaba que no me la hubieras entregado el mes pasado—respondió en modo broma el profesor mientras guardaba la inscripción en su carpeta.
—Lo cierto es que me estuve planteando bastante sobre si apuntarme o no, debido al tiempo que daban para entregar el relato y el tiempo del que dispongo—dijo el joven con algo de timidez.
—Sin embargo, me apuesto lo que sea a que ya tienes terminado el relato que quieres presentar—trató de adivinar Melville
—Lo cierto es que sí, si debo ser sincero—Edgar se sonrojó levemente mientras sonreía.
Melville asintió y miró a su alumno mientras decía:
—Joven Poe, es usted una persona con mucho talento, a decir verdad. No deje que nadie le corte las alas, ni siquiera alguien con sus burlas, ¿entendido?—su alumno asintió—. Bien. Me gustaría mucho leer su obra una vez la tenga pasada a limpio—Melville sonrió.
El joven asintió de nuevo y tras despedirse, salió del despacho de su profesor, con tan mala suerte que las personas que se metían con él estaban esperándolo.
—Vaya, vaya. Mirad a quién tenemos aquí, si es el favorito del profesor Melville—dijo el que era la cabecilla del grupo.
Edgar frunció los labios y a paso rápido, se dirigió a la zona del patio, pero el grupito se acercó a él, habiéndole alcanzado.
Uno de ellos lo tiró al suelo, causando que se raspase las rodillas y las palmas de las manos. Mientras, el resto de personas tomaban sus libros, garabateando cosas en las páginas o quemándole los bordes con sus mecheros. Otros, tomaban sus apuntes de las asignaturas y se los llevaban, o tomaban su dinero para quedárselo.
Una vez terminaron, se alejaron de allí entre risas, dejando a Edgar con la ropa manchada de tierra, las manos y rodillas peladas y llenas de sangre y la mochila casi vacía debido a los apuntes robados y los objetos esparcidos por el suelo.
Los recogió a toda prisa y salió corriendo de allí en dirección a su casa, tratando de aguantar las lágrimas por lo menos hasta que llegase al umbral de su hogar.
Al llegar, abrió la puerta y entró a toda velocidad, ignorando a su padre, quien le preguntó que qué le ocurría. Se encerró en su cuarto y apoyó su espalda en la puerta al mismo tiempo que descendía y rompía a llorar.
Y así, llegamos a aquel momento de la actualidad, donde Edgar se encontraba llorando, abrazado a su mejor y único amigo.
. . .
¡Hola, qué tal!
Buf, llevaba mucho tiempo queriendo escribir este two-shot, y ahora al fin he encontrado una razón para hacerlo: el cumpleaños de SoMoon1. La segunda parte aún no está escrita, está en progreso, pero bueno, publicar la primera parte me forzará a terminar este borrador de una vez por todas.
Bueno, feliz cumpleaños, Sofi, y aunque en esta primera parte aún no hay mucho Ranpoe, te prometo que en la segunda parte sí va a haber <3
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