El barco sagrado
El juicio había ido mal, rematadamente mal. El tribunal, compuesto por quinientos uno ciudadanos de Atenas, tras rechazar su propuesta de pagar una multa de cuatro mil dracmas, lo había condenado a la pena de muerte. Diokles, aún conmocionado por el terrible veredicto, se paseaba de un lado a otro de la pequeña celda en la que lo mantenían encerrado, en las húmedas y lúgubres entrañas de la Colina de las Musas.
—No te preocupes —dijo Hermolaos, preocupado por la mirada perdida de su amigo—. Encontraremos un modo de evitar tu muerte. Tiene que haber una manera. Siempre hay una manera.
—¿Qué pasa con la apelación? ¿Se sabe ya algo? —respondió Diokles con voz profunda, sin encarar a su interlocutor y sin dejar de deambular por el recinto. El breve —y significativo— silencio que antecedió a la respuesta de Hermolaos se abatió sobre Diokles como una pesada losa. Las palabras de aquel, por el contrario, no consiguieron insuflar el pretendido ánimo.
—Nikandros vendrá a comunicarnos la decisión del tribunal en cuanto esta sea tomada. Estoy convencido de que él será capaz de persuadir a muchos hombres de lo injusto y desmedido de semejante pena...
—¿Por la acusación de "traición a la ciudad"? No te esfuerces, Hermolaos. Esta vez Philotheos y Theocritos han sabido mover muy bien sus fichas, y el plan trazado para expulsarme de manera definitiva del juego es tan perfecto que, si no fuera yo su víctima, no dudaría en felicitarlos. Si quiero salir de esta con vida debo hallar una manera de retorcer el sistema hasta volverlo contra mis enemigos. El principal obstáculo es el tiempo. Ya casi no queda tiempo...
Los dos hombres, como si se hubieran puesto de acuerdo de forma tácita, dirigieron a la vez una mirada de recelo hacia el estrecho ventanuco situado en la parte alta de la pared de la celda, a través del cual se filtraban del exterior rayos de luz cada vez más tenues. La noche llegaría pronto y, con ella, la desesperación. El nuevo día sería el último que Diokles vería amanecer, pues la sentencia había de llevarse a cabo antes de la puesta de sol.
En ese momento ambos oyeron voces que, distorsionadas por el eco, provenían del interior de la prisión. A continuación les llegó el característico sonido de pasos, cada vez más próximos. Finalmente, asomados ya ambos amigos a la reja que separaba la celda del resto de la prisión, vieron cómo se acercaban varias siluetas, apenas iluminadas por la titilante luz de un candil de aceite. Al acercarse más comprobaron que se trataba del esperado Nikandros, acompañado de un servidor de los Once. Un guardia escita cerraba la marcha. El esclavo, tras echar mano de una llave y abrir en silencio la puerta de la celda, indicó con un gesto al recién llegado para que entrara, tras lo cual volvió a cerrar. Tras eso, el servidor y el guardia se alejaron por donde habían venido.
—Nikandros, ¿qué noticias nos traes? ¿Han servido de algo tus esfuerzos? —preguntó Diokles sin demostrar mucho entusiasmo.
El interpelado se limitó a negar con la cabeza, aunque su semblante, serio y cabizbajo, delataba de antemano la respuesta.
—Me temo que la apelación ha sido rechazada por el tribunal. Y por una clara mayoría.
—Es lo que sospechaba, aunque me negaba a admitirlo —apuntó Hermolaos mientras le dirigía a Diokles una mirada de disculpa. Este no le tuvo en cuenta que poco antes hubiera ocultado lo que pensaba para tratar de darle ánimo.
—Por ese lado, desde luego, nada hay ya que podamos hacer —admitió Nikandros—. Philotheos parece tener bajo control a la mayoría del jurado. Corren rumores de que está gastando mucho dinero últimamente en comidas gratuitas en el Pritaneo...
—¡Ahí tenéis al gran benefactor de la ciudad! —se burló Diokles, pero su tono era claramente de amargura.
—Nikandros, ¿a qué te refieres con eso de "por ese lado"? —Hermolaos lo miró con el ceño fruncido—. ¿Acaso ves algo de esperanza donde yo solo vislumbro un triste y rápido final?
—Creo que aún no está todo perdido, amigos míos.
—¡Explícate, por los dioses! —lo animó Hermolaos, quien lo miraba con inusitada curiosidad.
—Es muy sencillo —Nikandros sonrió—. Mientras venía hacia aquí he sabido que el Páralo acababa de zarpar de El Pireo rumbo a Delos, cargado de vírgenes y de ofrendas para los altares de Apolo y Artemisa.
—¿Es eso cierto? —Hermolaos abrió mucho los ojos al comprender lo que aquello significaba—. Oh, ¡qué estúpido he sido! Se me pasó por alto el viaje anual del barco sagrado al santuario de Delos... ¡En su ausencia no pueden ejecutarte! Diokles, amigo mío, los dioses te sonríen.
—Excelente, sin duda —afirmó el aludido con un extraño brillo en la mirada y una sonrisa incipiente en los labios—. Y, si en verdad contamos con el favor de la divinidad, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a semejante benevolencia? Hagamos lo que esté en nuestras manos para aprovechar que el viento sopla a nuestro favor.
***
La funesta noticia tocó el puerto de El Pireo sólo para extenderse como un relámpago a través de la ciudad y más allá, recorriendo a toda velocidad la distancia que la separaba de Atenas, con los Largos Muros desempeñando el papel de impotentes y mudos espectadores de la desdicha. Irrumpió en la ciudad y se extendió de boca en boca, como una enfermedad, por el Pnyx y la Colina de las Ninfas. Sin detenerse ni un momento para tomar resuello, alcanzó el Areópago y al norte de este el templo de Hefesto más la zona del Ágora. Finalmente llegó hasta la propia Acrópolis, eje central de la actividad de toda la polis.
Las gentes observaban con una mezcla de incredulidad y horror la marcha de la improvisada columna de mujeres que, con la cabeza cubierta, las manos extendidas a modo de súplica, y unos lamentos desgarradores, subían lentamente escaleras arriba rumbo al santuario dedicado a la diosa Atenea, su patrona y protectora. Pese a ello, todos eran conscientes de que ninguna ofrenda, ninguna oración y ningún sacrificio cambiaría el hecho de que el barco sagrado que había de regresar de Delos se había perdido en el mar, y que tanto a pasajeros como marineros sólo les restaba un último periplo en la barca de Caronte, el barquero del Inframundo. El Páralo, desde luego, no era la primera ni sería la última nave hundida en el mar, y los habitantes de Atenas, conscientes de la potencia marítima que eran, habían aprendido a convivir con la tragedia. El mar era, con frecuencia, la fuente de su poder, riqueza y sustento, pero de cuando en cuando se cobraba su tributo, y este siempre era alto. Sin embargo, en este caso la inesperada pérdida de este barco sagrado iba a traer consecuencias inesperadas para los ciudadanos de la polis.
***
Transcurrieron varios días antes de que la conmoción, el luto y la pena permitieran a la ciudad recuperar el ritmo normal de su actividad cotidiana. La vida de los ciudadanos atenienses se organizaba de puertas para afuera de sus casas, en las zonas públicas, y no dejaban que las tragedias la alteraran por mucho tiempo. Pero, tras realizar los rituales de purificación prescritos por sus costumbres, algunos importantes ciudadanos empezaron a cuestionar si, finalmente, debía llevarse o no a cabo la sentencia contra Diokles, pospuesta de forma temporal por los Once -magistrados encargados del funcionamiento de las cárceles y del cumplimiento de las sentencias- desde el mismo día en que se supo la pérdida de la nave sagrada. Los partidarios del condenado habían aprovechado el desgraciado suceso para ofrecer dos motivos por los que el reo debía ser puesto en libertad. De acuerdo con el primero, parcialmente aceptado por los Once, era un hecho que el barco sagrado no había regresado a la ciudad y, por tanto, siguiendo la legalidad, las ejecuciones debían mantenerse en suspenso. Conforme al segundo argumento —más interpretable y también más atrevido— el terrible acontecimiento no era más que el modo en que unos dioses enojados comunicaban a Atenas su desacuerdo con una sentencia injusta. Y, si esta exigencia no era atendida, más desgracias se abatirían sobre la ciudad. Por el contrario, los enemigos de Diokles se oponían al primer argumento de sus partidarios apelando al obligado respeto a las decisiones de las instituciones democráticas. En cuanto al segundo, trataban de darle la vuelta, al más puro estilo sofista, afirmando que el enojo de los dioses obedecía a que los crímenes del reo no habían sido castigados como merecía.
Ante tan angustioso dilema, los magistrados decidieron consultar a Poseidón, cuyo templo se alzaba al sur, en el cabo Sunion. Hasta allí se desplazaron los interesados, con la sola excepción del reo, que permaneció en Atenas por motivos de seguridad. Hermolaos y Nikandros sí se hallaban presentes en calidad de representantes legales de Diokles. La ceremonia no se demoró demasiado y, tras llevar a cabo una libación, el sacerdote procedió al sacrificio de un caballo para, enseguida, observar con especial atención el estado de sus vísceras. Una vez realizado esto último, el sacerdote habló con voz solemne:
—El poderoso Poseidón, agitador de tierras y soberano de los mares, creador de islas y de impetuosos manantiales, desea que la sentencia se cumpla tal y como ha sido establecida... pero no antes de que el condenado sea conducido a Delos en un barco sagrado. Una vez allí se realizará un ritual de purificación en el propio templo de Apolo. Luego deberá regresar de inmediato a Atenas, donde se cumplirá la sentencia. Así lo quiere Poseidón, dios de las aguas.
***
El traslado de Diokles desde la Colina de las Musas hasta El Pireo se llevó a cabo antes del amanecer. Los Once querían evitar de ese modo que los partidarios del prisionero tuvieran oportunidad de provocar cualquier clase de disturbio. Como habían previsto, nada de eso ocurrió, y la comitiva accedió sin problemas al interior de Cántaros, el puerto comercial de la localidad costera. A Diokles, con las manos atadas y flanqueado por dos servidores de los Once, lo seguían de cerca y sin perderlo de vista sus más fieles amigos, Hermolaos y Nikandros, quienes, de vez en cuando, intercambiaban algunas palabras en voz lo bastante baja como para que nadie más pudiera escuchar qué se decían. Ambos habían pedido y obtenido de los magistrados el permiso para acompañar a Diokles en aquel viaje, y se habían encargado de pactar con el trierarca los preparativos para que fuera lo más cómodo posible para el prisionero, algo bastante difícil de conseguir al tratarse de una travesía en trirreme. Era esta una clase de nave ágil y veloz, ideal para hacer llegar mensajes urgentes o rápidos traslados de personas, pero en absoluto confortable. Los adversarios políticos del reo, al observar estas maniobras, no permanecieron ociosos mucho tiempo, y también consiguieron que Philotheo fuera incluido en la lista de pasajeros. Mas no iba solo, pues había contratado por su cuenta, a modo de guardia personal, a tres arqueros navales. El trierarca dejó caer entre sus más allegados algún que otro comentario ácido nada más ver aparecer a aquellos mercenarios. Sin embargo, conocedor de que esos soldados extra aumentaban la protección de su nave, lo dejó estar y permitió que subieran a bordo.
Llegó la hora en que el Ammonias —la nave sagrada escogida para llevar a cabo los designios del dios de los mares— soltó por fin amarras y, a golpe de remo, abandonó la seguridad de los muelles y dejó atrás el recinto portuario. Una vez en mar abierto el aulete, a instancias del cómitre, responsable de la actividad de los remeros, dejó de tocar, tras lo cual guardó con cuidado su flauta en una funda de cuero. Enseguida los remeros recogieron sus remos y los marineros desplegaron con pericia una gran vela cuadrada que permitiría impulsar la nave hacia el sur gracias a los vientos que soplaban en esa dirección. Mientras tanto a popa, no lejos del timonel y ajenos a toda aquella sucesión de maniobras náuticas, Diokles, Hermolaos y Nikandros contemplaban en silencio el paisaje costero tan familiar. Los tres amigos, ya fuera de manera consciente o inconsciente, le daban así la espalda a la proa de la nave y, junto con ella, al incierto futuro que les esperaba.
—Hasta ahora la suerte nos ha sonreído —comenzó Hermolaos, el más desconfiado del trío— pero, ¿quién sabe cuánto más lo hará?
Nikandros lo miró de reojo antes de responder.
—Amigo Hermolaos, sabes bien, o deberías saberlo, que la suerte no existe. Es sólo una palabra que esconde nuestra ignorancia de todo cuanto está por venir.
—Coincido contigo, Nikandros —terció Diokles—. Aquel que no se esfuerza lo bastante por su bienestar, poco puede esperar de Tique, diosa del azar.
—Quizá —volvió a intervenir Hermolaos— sea cierto lo que afirmáis pero, en tal caso, no veo mal alguno en realizar alguna ofrenda apropiada al dios de los océanos nada más tocar tierra en la isla.
Dicho esto, se giró y se alejó por la pasarela central hacia el centro del barco, donde entabló conversación con varios epíbatas que descansaban sentados, con sus escudos a mano. Diokles y Nikandros lo siguieron con la mirada, para luego posarla un poco más allá, hacia la proa, desde donde Philotheos los observaba sin disimulo y sin una pizca de simpatía. Ambos amigos se miraron entre sí, pero no dijeron nada; se dieron la vuelta y fijaron una vez más su atención en la cercana costa, la cual, abrupta y árida, ofrecía al timonel la referencia visual que necesitaba para mantener a la nave en un rumbo seguro.
***
Habían pasado dos días desde que el Ammonias zarpara de El Pireo. A medida que avanzaban hacia el sur, el promontorio sagrado del cabo Sunion —y el templo que lo coronaba— se había ido haciendo más y más grande, acaparando buena parte de las miradas —algunas temerosas, otras piadosas, y otras, en fin, meramente prácticas, tal era el caso del timonel, más atento a las corrientes que pudieran afectar a la nave que a cualquier otra circunstancia— de quienes viajaban en la frágil embarcación de madera. Por eso la aparición en lontananza de dos barcos, cuyas proas apuntaban en la dirección en que se hallaban, no pasó desapercibida. Como tampoco el hecho de que navegaran sin el mástil, tan sólo impulsados por la fuerza de sus remeros, lo cual era un claro indicio de que estaban preparados para luchar.
—¡Piratas! —anunció el trierarca con los dientes apretados y sin dejar de observar en dirección a las naves que los amenazaban. De repente, como si se le hubiera ocurrido qué curso de acción tomar, se volvió hacia el timonel—. ¡Acércate a la costa! Con suerte, tal vez sea más fuerte el miedo a perder sus naves que el deseo de atraparnos.
El timonel asintió e hizo girar el timón, y el barco sagrado obedeció al instante, mecido por el viento que, hasta entonces, lo acercaba hacia sus enemigos. Estos cambiaron a su vez de rumbo para tratar de interceptar al trirreme antes de que pudiera llevar a cabo su plan. El Ammonias, diseñado para ser más rápido que el resto de barcos de su mismo tipo, se adelantó a sus perseguidores, acercándose peligrosamente a los bajíos. Pero justo en ese momento, saliendo de una pequeña ensenada natural en la que se ocultaba, aparecía una tercera nave que avanzó con ímpetu y apuntando al costado adversario con su espolón. El trierarca ladró una nueva orden que el timonel ejecutó al instante a fin de evitar la embestida del barco pirata, pero la desesperada maniobra hizo que el viento impulsara la nave de nuevo a mar abierto, donde los otros dos barcos ya le cerraban el paso.
Philotheos, al ver dudar al trierarca, se acercó a él acompañado de sus hombres.
—No se os ocurrirá rendir la nave a esos perros eginetas, ¿verdad?
El trierarca lo miró con impotencia.
—¿Y qué otra cosa esperáis que haga? Nos superan en número y hemos perdido la ventaja que nos daba el viento. Sin capacidad para luchar ni escapar, ¿qué nos queda?
—Pongo mis arqueros a vuestro servicio, pero no podéis, no debéis permitir que nos capturen. Os recuerdo que estamos en medio de una importante misión encomendada por el mismísimo Poseidón.
—A veces los dioses escogen extrañas maneras de llevar a cabo sus designios, ¿no os parece, Philotheos? —intervino Diokles, cuyo comentario fue respondido con una mirada feroz. Ello despertó una sonrisa descarada del condenado, ante lo cual se hizo necesario el esfuerzo conjunto del trierarca, el cómitre y uno de los marineros para evitar que el exasperado Philotheos se abalanzara contra él.
Mientras en el Ammonias se sucedía el inoportuno altercado, las naves de los atacantes se habían acercado lo suficiente al barco sagrado como para que sus arqueros pudieran realizar varios disparos de advertencia. Aquello terminó de convencer al trierarca de la necesidad de evitar el combate, y no perdió un instante en hacerles saber que rendía la nave.
***
Calícrates, el hombre que comandaba la flotilla de naves eginetas, había acogido en su propio barco a Diokles, Hermolaos, Nikandros y Philotheos, así como al trierarca del Ammonias, ahora a remolque de una de las naves de sus captores. El resto de la tripulación había sido repartida de manera equitativa entre los tres barcos. Todos fueron tratados con corrección, aunque también les dejaron claro que no tolerarían intento alguno de escapar o de crear problemas. Y nadie lo hizo, por lo que las jornadas que siguieron, navegando siempre hacia el noroeste, transcurrieron sin problemas.
***
Varias jornadas más tarde la costa oriental de la isla de Egina apareció ante ellos en el horizonte. La pequeña flota bordeó la costa por el sur hasta que pudieron contemplar la boca del puerto. Cuando por fin se adentraron en la rada, todas las miradas de quienes habían partido de El Pireo en el Ammonias quedaron presas en la conocida silueta de una de las naves allí fondeadas: el Páralo. Todas las miradas excepto las de Diokles, Hermolaos y Nikandros quienes, descubierta la jugada maestra, terminada al fin la necesidad de fingir desconocimiento y de lamentar con palabras huecas el triste destino que les esperaba tras su captura, empezaron a saltar, a gritar y a abrazarse —celebración a la que se sumó el egineta Calícrates—, como si un mensajero acabara de traerles la mejor de las noticias.
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