21. Give me a second chance

Era Navidad del 2022. 

La clasificatoria había llegado a su fin. La decisión  de los jueces esa noche llevaría a escoger entre 10 participantes a 6 olímpicos. Estaba nervioso, no porque fuese novato, claro que no, sino porque frente a él, en ya su quinceavo día consecutivo desde que inició la clasificación, estaba nada más y nada menos que su primer amor. 

—¡Concentrado, Gerard!, prometiste ese triple axel, y hasta ahora, ¿a quién crees que no veo entrenando para su triple axel?

Parpadeó lentamente volteando la mirada y abriendo las manos en una línea vertical, estirando su esbelto cuerpo al son de Claro de Luna. Trataba de imaginarse siempre como un bello y delicado cisne, o como las bailarinas de ballet, excepto que él era patinador,  un famoso y ganador olímpico patinador. Oh sí, a sus 26 años, a un par de días para acabar el mes y así pasar al año de su jubilación, Gerard ya era un ganador. 

Inició en el deporte desde los 10, cuando los bellos lagos de Jersey solían congelarse en uno de esos pocos días de invierno, y sacaba sus patines viejos, esos que compró en una venta de garage, de los que su hermano menor se burlaba. Pero él aprendió, bastó un par de caídas y unos cuatro entrenadores rotos para hacerlo. A los 13 ya era campeón estatal. A los 15 uno nacional. Así fue que a los 18 era duramente entrenado para clasificar a los olímpicos, su gran debut, la primera vez de las adolescentes. Así de importante. Ahí fue cuando sus padres, quienes habían gastado hasta el último centavo por sus competencias de esos años, contrataron a un recién jubilado de la profesión;  recalca que también fue ganador olímpico; entrenador. Vaya. 

Frank Iero fue un quinta vez ganador en sus 8 años de carrera artística, de los juegos olímpicos. Iniciando desde saltos dobles, y terminando con sus saltos triples hasta el final. Literalmente, él igual fue un adolescente con su primera vez. Toda esa temporada entrenó duro, fue protector de sus caídas, de sus ascensos, de sus victorias y derrotas, de sus desenfrenos, de su carisma y amor. Frank fue su primera vez y era jodidamente perfecto. Lo amó como a nadie. Le hizo clasificar para los olímpicos y después lo consiguió en un segundo lugar de los juegos. Fue entonces que los patrocinadores llegaron, y sus padres, en ese entonces dueños de su vida, despidieron a Frank buscando un pasto mejor. 

No volvió a verlo, a pesar que le rogó que no se fuera de su vida, y hasta puso en juego si continuar con su carrera por él, él se fue. Claro, sabe que jamás hubiera dejado su carrera pero lo que él esperaba era que Frank lo amase como él, tanto como para proponerlo. 

Ahora, ahí, planeando sus pies de un lado al otro, realizando un axel triple cayendo casi perfecto, lo supo. Su cuerpo se estaba quemando desde que lo vió ahí cuando la clasificatoria inició. Entrenando a un patinador novato que planeaba destronarlo en su último año de carrera. Diez años de camino artístico, donde había sido quinta vez ganador olímpico y planeaba jubilarse con seis juegos en su lista. No sabe si fue a propósito, pero ya se le estaba acabando la paciencia. 

Y un, dos, tres, salto. 

Acabó ese axel triple haciéndolo increíblemente perfecto, despertando de sus recuerdos. Con su entrenador Robert voceando felicitaciones, y los aplausos inoportunos de Frank, haciendo eco en lo más profundo de sus oídos. Respiraba con dificultad sonriendo genuinamente. Por un momento se olvidó del estrés y ansiedad que sentía por los entrenos tan  duros que hacía, sobre todo tratándose de ese día. Ese día era nochebuena, y terminaba apenas de entrenar para la clasificatoria del día 26 de diciembre. 

Patinó hasta la salida viendo su mirada avellana seguir la suya, tomando la toalla que le ofreció Robert para secarse la cara en la entrada, y así interrumpir la escena. 

—Gracias. 

—Lo hiciste genial. —La incesante voz aguda le hizo erizar la piel. Se quitó la toalla de la cara mirando a Amanda Hughdges sonreírle. 

—Gracias —repitió. Ella negó—. Estoy muy contenta de saber que eres un gran campeón sobre todo por que Frank me entrena, y así estoy segura que igual debutaré  como tú cuando él te entrenó a ti. 

Miró efusivamente a Amanda que se iba sonriendo hacia Frank, entrando a la pista. Conocía bien esa sonrisa, era la sonrisa de una enamorada. Por supuesto que iba a estarlo, con un hombre tan guapo como él. Eso solo le encendió la chispa. Empezaba a quemarse nuevamente. Ya no lo aguantaba. 

—Hasta luego —dijo sin más, tragando duro al emprender su camino. Era obvio todo. Frank nunca lo amó. 

Eso le carcomía el cerebro desde que llegó a los cambiadores, se dio una ducha caliente y se puso su ropa y un abrigo, listo para ir a casa a cenar. Sin embargo ahí se quedó sentado de frente a la puerta mirando fijamente, casi sin moverse, mordiéndose el labio, planeando emboscar a Frank al término de su entrenamiento de 30 minutos. Ya solo quedaban unos 5 minutos para ellos, y entonces entraría por ahí y se toparía con él. No sabe si lo ignoraría, fingiría no verlo y seguiría su paso, pero no importaba. Iba a preguntárselo. Si alguna vez lo amó. 



No pasó mucho para que la puerta se abriera, Amanda lo miró con sorpresa apagando su sonrisa volteando de reojo hacia Frank que aunque trató de ocultarlo, también se veía sorprendido. 

—Necesito preguntarte algo —dijo, ni siquiera le preguntó si podían hablar. Daba el beneficio de la duda a si él le rechazaría. 

—De acuerdo. —Frank no tenía expresión.  Eso solo le hizo estremecerse empezando a arrepentirse. Se recompuso enseguida al ver la mirada poco discreta de Amanda hacia el avellana que imploraba que la escogiese. 

—¿Vendrás aún a la cena en casa? —le preguntó. Frank la miró un breve momento, sonriendo. 

—Iré. 

Ella pareció complacida ante la respuesta, caminando hacia dentro de los cambiadores, volviendo en un par de minutos con un bolso, sin mirarle al salir, despidiéndose con un hasta luego de Frank, cerrando la puerta a su paso.

—¿Por qué me miras en los entrenamientos? 

—¿Eso querías preguntarme?

—No, en realidad no —se encogió de hombros—. Pero no está de más saber.

—Fue una sorpresa volverte a ver. —Admite que sintió lo mismo emitiendo un murmullo suave—. ¿Qué querías preguntar?

—Te fuiste. —Frank apretó ligeramente los labios. 

—Es complicado.

—¿Cómo?

—No es necesario. 

—¿Eso es todo?

—¿Eso es lo que quieres saber? 

—Quiero saber si alguna vez sentiste algo por mi o si solo fui una pequeña aventura. Era joven y fui ingenuo, pero si te amé. 

—Gee. 

—No me digas así. ¿Sabes qué? Fue un error querer hablar contigo. Me voy, feliz nochebuena.

Caminó pasando de largo al avellana, tragando su orgullo en cada paso, intentando abrir la puerta sin poder hacerlo. Finalmente supo que jamás abriría, estaba atorado. 

—No se abrirá —farfulló con fastidio.

—Déjame intentar. —Frank le ayudó añadiendo más fuerza sin lograr nada. Era un hecho. 

—Estamos atrapados en nochebuena —susurró empezando a buscar en sus bolsillos su celular. Miró a Frank que parecía menos preocupado que él mientras marcaba a su entrenador. Cuando desvío la llamada tres veces, lo intentó con sus padres y su hermano, naturalmente, ninguno respondió. 

Solo pudo imaginarlos cantando villancicos. 

Frank intentó marcar a alguien sin respuesta. Intentó de nuevo abrir la puerta empujando su cuerpo hacia ella, llegando a un punto en el que dejó de intentarlo quedando sentado a un lado de ella. Frank se puso frente suyo y ambos se quedaron ahí. 

No sabe cuánto tiempo pasó hasta que habló:

—Cuando tus padres me pidieron que me marchara, mencionaron que era lo mejor para ti en ese momento. Ellos se habían enterado de nosotros. —Le miró insólito. 

—¿Por qué no me dijiste? 

—¿Y arruinar tu felicidad? Eras un subcampeón olímpico, en la cúspide de tu carrera. No iba a acabar con ello. Prefería irme antes que hacer algo que te pusiera en peligro o afectara. —Le miró con los ojos llenos de lágrimas que se acumulaban sin cesar. Tenía un nudo enorme en la garganta. 

—¿Tú...? —apretó los labios. 

—Te amé, como a nadie —asintió. Apenas tomó aire. Bajó el rostro, tratando de asimilar lo que había dicho. 

—¿Amanda y tú...? —negó enseguida. 

—No pude ni dejar de mirarte apenas te ví de nuevo —suspiró.  Lo miró largo rato antes que se acercara a él, tímido, pero apremiante. Quería hacerlo, mentiría sino. Quería, y cuando sus manos tocaron su rostro, casi suelta un suspiro. Se posó a horcajadas suyo, acercándose suavemente a él, sintiendo un poco su aliento contra su boca. 

Sus labios y los suyos se tomaron y enroscaron de una forma simétrica. Casi olvidaba cómo se sentía. Sintiendo su cuerpo incendiarse. Las manos de Frank encima suyo, repasando su cuerpo, sintiendo sus dedos estrujar su cuerpo, con tal devoción, que el tacto le hizo derretir. Tiró su cuello hacia atrás dejando que su lengua repase su cuello, descubriéndose poco a poco hasta dejarle sin abrigo ni camisa. Le levantó de un solo movimiento, sintiendo su cuerpo una pluma, apoyándole contra la pared, bajándole los pantalones mientras sus manos también retiraron su chaqueta y camisa, repasando los dedos en su pecho. Acercó sus dedos índice y medio a su boca, instando a que los chupe. Lo hizo con la mayor sensualidad que creyó posible, viendo como lo retiraba de su boca, llevándolo a entre sus glúteos, embistiendo en él. Lo sintió ligeramente doloroso, bastante desacostumbrado, dejándose llevar al poco, empezando a besarle de nuevo; gimió cuando llegó a su punto, jugando con él, le encantaba oír sus gemidos, cada vez profundizando, mirándole con los ojos llorosos. 

—Me voy a venir —gimió sobre su boca, haciendo un puchero cuando sintió el vacío de sus dedos, ahogando la respiración al sentir su intrusión. 

Se corrió enseguida, sosteniéndose de sus hombros mientras lloriqueaba sensible. Le embestía con fiereza, quería desfallecer. Gemía su nombre, gemía placer. Se derretía a más impulso. Estaba teniendo el mejor placer en años. En un cambiador, encerrado con su primer amor, en nochebuena. 

Sus manos ahora se agarraban a lo que fuese, la pared, algún colgador, lo que sea. Su trasero soportaba las embestidas de Frank, mientras sentía sus besos adornar su espalda, su nuca, mordiendo su piel lechosa. Sus manos le masturbaban, y pronto se vino de nuevo, apretando entre su miembro. Frank le abrazó con desesperación, lo más sutil y cuidadoso posible, corriéndose también.  

Terminaron abrazados entre un par de toallas y sus abrigos, sintiendo sus respiraciones combinarse, hablando de sus años perdidos, contando sus amores fallidos, riendo y llorando, solos en su mundo. 

—Quédate conmigo —le dijo entonces. Le miró conmocionado sintiendo sus manos acariciar su pelo negro. 

—Tengo miedo. 

—Prometo jamás volverme a ir. Y sería genial que dijeras que sí, pero en caso de que no, planeo seguirte el resto del año y los que tengan que ser hasta que me digas que sí. —Soltó una risa al borde del llanto, negando. 

—Me quiero quedar contigo —dijo sin más. Solo le besó, le besó con anhelo y deseo. Le besó. 

—Feliz Navidad —susurró antes de besarle una vez más, y una, y una...

Hasta quedarse dormidos. 

Gerard clasificó a los olímpicos ese año, Amanda también, pero eso no evitó dar la mejor batalla de su vida en los juegos, ganando por sexta vez en su carrera. Se jubiló semanas después. 

Compró una cómoda casa en Jersey, cerca de la de Frank, iniciando una relación adulta poco convencional. Comenzando con un cepillo en casa del otro, un par de mudas y calcetines, un par de zapatos. Solían ir a cenar los viernes por la noche, a caminar por las mañanas, y tenían citas en la pista de patinaje, por horas. Disfrutaban de ello juntos. 

Todo cobraba sentido de ese amor que nació hace diez años en una pista de patinaje. Tenía que ser así, concluyeron.  

No pudo ser mejor.

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