Festín de insectos
—Desnúdate.
Burgos acababa de llegar a casa. Se quitó el abrigo y el sombrero y los colocó en el perchero de madera del vestíbulo. No cerró de un portazo ni arrojó las llaves sobre la mesa, lo que podía significar que estaba de buen humor.
Miró a la joven mujer en la cocina mientras esta sacaba el pan recién hecho del horno.
—Desnúdate —repitió, impaciente.
Cuando Burgos le hablaba de esa forma, Dafne obedecía tragándose el coraje. Fuera lo que fuera: calentar el agua para el baño, almidonar sus camisas o servirle la cena. La mayoría de estas cosas eran simples caprichos.
Pese a que, por su destacada timidez, no era muy sociable con otras personas, cuando iba al mercado a hacer las compras escuchaba a alguna criada cuchicheándole a otra sobre las peticiones indecentes que les hacían sus amos cuando las señoras no estaban en casa. Muchas de ellas se negaban y terminaban con sus escasas pertenencias tiradas a la calle, acusadas de ladronas. Otras accedían, pero esto también solía terminar fatal: o las descubrían, o se enamoraban, o quedaban embarazadas. En cualquiera de estos casos, terminaban siendo repudiadas y echadas como vagabundas.
—¿Aquí mismo? —preguntó Dafne, con el rostro enrojecido por la vergüenza.
—Sí, aquí. Está cálido.
Burgos fue a su estudio para buscar los materiales: el caballete, el lienzo, las pinturas, el disolvente... Como el óleo despedía un fuerte olor que siempre la dejaba algo mareada, Dafne abrió las ventanas para que entrara el aire fresco, confiando en que los dos jóvenes que se ocupaban del trabajo de la granja no estuvieran rondando cerca. A esas horas solían estar limpiando el corral. Burgos había heredado la granja de sus propios padres, fallecidos años atrás, aunque en realidad no tenía vocación de granjero.
Era criada de casa de Burgos desde los dieciséis años, época en la que estuvo casado con Enriqueta, su última mujer. A sus veintisiete años, Burgos había estado casado tres veces, y los tres matrimonios tuvieron un abrupto final: a la primera mujer la hallaron ahogada en un río, la segunda mujer fue internada en un sanatorio y declarada incapacitada y la tercera mujer se había colgado en el estudio de su marido. Dafne había encontrado su cuerpo inerte a la mañana siguiente cuando fue a ventilar la habitación. Durante el funeral, los rumores no cesaron: otra esposa de Burgos había caído en la locura.
Lo de pedirle a Dafne que se desnudara para retratarla comenzó casi inmediatamente después del suicidio de Enriqueta, cuando Dafne ya había alcanzado la mayoría de edad. En el transcurso de cinco meses, Burgos había pintado unos doce retratos de la joven, aunque no le permitía mirar ninguno.
La primera vez que eso ocurrió ella se había quedado muy confundida, temerosa y a la vez encantada de que Burgos quisiera descubrir su desnudez; sin embargo, no tardó en decepcionarse puesto que jamás pasaba de allí. No era ningún preludio, sino toda la puesta en escena. Burgos la pintaba desnuda haciendo lo que fuera: pelando verduras, limpiando las escaleras, tendiendo la ropa en la cuerda, ordeñando las cabras, dando de comer a los animales. Y todo lo hacía de una forma tan distante e impersonal que a Dafne incluso le parecía una falta de respeto. Burgos no daba indicios de desearla. Pintaba en completo silencio y, al terminar, se llevaba su lienzo al estudio, donde le había prohibido tajantemente entrar.
En aquel momento, Dafne siguió ocupándose de la comida mientras Burgos hacía el bosquejo en el lienzo. A Dafne le habría gustado ir corriendo para revelar qué era lo que pintaba y por qué era tan renuente a mostrárselo, pero sabía que eso no le agradaría a Burgos en lo absoluto. Aprovechando que el pintor estaba absorto en su trabajo, se detuvo por un instante para contemplarlo con detenimiento.
Burgos siempre le había resultado atractivo: era bastante alto, puede que alcanzara el metro noventa, y tenía la nariz aguileña y unos intensos ojos negros que parecían mirar a través de la piel. Era delgado y poseía una tez enfermiza, en contraposición con la piel lozana y el rostro radiante de Dafne, cuya figura delicada y de suaves formas resaltaba bajo la tela de sus vestidos.
A veces, cuando Dafne terminaba su labor, le preguntaba si podía retirarse y Burgos asentía con la cabeza. A Dafne la carcomía la curiosidad por ver el lienzo terminado. Sabía que Burgos era un excelente artista porque había visto sus dibujos, aunque la mayoría fueran imágenes de insectos. Era entomólogo: estudiaba a los bichos en un laboratorio en el centro de la ciudad.
La última vez que Dafne entró al estudio, antes de que se obsesionara con pintarle retratos, había visto colecciones enteras de insectos conservados: escarabajos, mariposas, polillas, mantis, gusanos, grillos, orugas, libélulas, tijeretas..., las cuales disecaba con paraformaldehído: los pinchaba con alfileres, extraía concienzudamente los órganos internos con pinzas y los bañaba con una capa de esmalte. A Dafne le había resultado repugnante todo este procedimiento.
Aquella vez no quiso marcharse. Quería quedarse desnuda frente a Burgos. Caminó lentamente hasta la mesa y cogió el periódico que había sobre esta. Se sentó en la silla fingiendo que leía. No podía pensar en otra cosa que no fuera en el objeto de sus deseos. Anhelaba algo, o mejor dicho, lo necesitaba. Pero el simple hecho de verbalizarlo le parecía una abominación.
Las otras criadas contaban, en ocasiones, cómo sus amos las forzaban a realizar actos que ellas no querían, y aunque Dafne podía entender el sufrimiento de estas mujeres, se había convertido en una fantasía recurrente el que Burgos le hiciera lo mismo. Se imaginaba que este irrumpía en su cuarto y la obligaba a complacerlo, que empleaba su fuerza física para inmovilizarla y hacer con ella lo que le apeteciera. Sin embargo, Burgos no era esa clase de hombre, lo que en el fondo le causaba cierta consternación y, a su vez, le hacía sentir una culpa inmensa.
—Me gusta retratarte —dijo de pronto, apacible. Dafne levantó la mirada con rapidez—. Creo que tienes una desnudez muy artística. Cada línea de tu cuerpo parece tener una razón estética para estar allí.
—¿Por qué no me deja verlo? —preguntó Dafne con un tono suplicante.
—Porque pierde la magia. Lo que lo hace divertido es que no sepas cómo te estoy pintando.
Aquella confesión le produjo una evidente incomodidad, lo que hizo que Burgos esbozara una media sonrisa.
Los días de Dafne transcurrían en aquella rutina: levantarse temprano, alimentar a los animales del corral, sacar agua del pozo, limpiar a cabalidad las habitaciones, las ventanas, trapear, hacer la colada. Sin mencionar las interminables horas que dedicaba a la cocina. Cuando terminaba, tomaba un baño y se iba a la cama, exhausta, fantaseando con Burgos. La desvivía una curiosidad malsana por saber cómo sería estar en sus aposentos, entre esos almohadones que ella se encargaba de sacudir diariamente, recibiéndolo en su interior como una dádiva de placer. De solo pensarlo sentía el calor extenderse por sus mejillas, su pecho y su vientre.
En la calle corrían infinidad de murmullos sobre Burgos, la más aceptada comúnmente es que era un vividor, un maltratador, o quizás un depravado, que torturaba a sus esposas hasta llevarlas a la muerte o a la locura. Dafne había sido testigo del trato que dispensaba a Enriqueta, y si bien era distante y severo, nunca se mostró déspota o cruel con ella.
Una noche, Dafne estaba en cama contando el dinero que había ahorrado y que guardaba con recelo en un envase de hojalata —sus planes eran ahorrar lo suficiente para regresar a su pueblo natal, con su madre y sus hermanos, y no decepcionarlos a todos al volver con las manos vacías—, cuando escuchó el relincho de un caballo afuera. Se asomó por la ventana y vio cómo dos hombres ensombrerados llamaban a gritos a través del enrejado.
Encendió el candil y fue a buscar a Burgos a su estudio. Sin embargo, se detuvo a medio camino al ver cómo este salía de la habitación y se encaminaba presuroso hacia las escaleras. Dafne se quedó estática. Al ir con prisas, Burgos había dejado la puerta del estudio entreabierta.
Tragó saliva, indecisa entre regresar a su cuarto o si entrar a aquella zona que tenía estrictamente vetada. Burgos se enfadaría con ella si la descubría. Pero, ¿y si no? ¿Acaso se le volvería a presentar una oportunidad como esa? Dafne miró la puerta entornada y dio varios pasos en su dirección, pisando con los pies descalzos la fría madera del suelo. La lámpara de aceite le temblaba en la mano. Decidió que era ahora o nunca. Se aproximó, más resoluta, y entró al estudio.
Lo primero que vislumbró fue el escritorio, lleno de papeles, frascos etiquetados y los utensilios con los que Burgos disecaba a sus minúsculas víctimas. Detrás del escritorio se extendía en repertorio taxidérmico que Dafne ya conocía a la perfección, aunque con nuevas adquisiciones. Especies conocidas y desconocidas, y todas con sus nombres científicos: Dimares elegans, Entimus nobilis, Diloboderus abderus. Arrugó la nariz con desagrado. Sin embargo, al darse la vuelta e iluminar las paredes del estudio con el candil, quedó completamente estupefacta.
La mayoría de cuadros que Burgos había pintado de ella estaban colgados. Dafne había pensado que los cuadros eran representaciones artísticas de su desnudez, en los que se mostraba de esa forma poco convencional realizando las labores cotidianas de su oficio; sin embargo, eran imágenes explícitas, como aquellos grabados indecorosos que mostraban a personas en actos amatorios y que se encontraban en varias publicaciones censuradas. En los cuadros, Dafne adoptaba posturas que parecían más propias de una meretriz, y quizás lo que era más abominable de las pinturas: no aparecía copulando con un hombre, ni siquiera con otra mujer, sino con insectos de proporciones humanas.
Apartó la mirada, horrorizada, y se encaminó hacia la ventana. Apenas fue capaz de mover un milímetro la cortina. Burgos discutía airadamente con aquellos dos caballeros. Volvió su atención hacia los cuadros infames: en uno estaba ella con una expresión enloquecida de lascivia y un escarabajo de brillante caparazón entre sus piernas. En otro estaba a cuatro patas y una preciosa libélula la sostenía por detrás. Y en otro, quizás el más perturbador, estaba sentada con una pose muy suntuosa sobre el cadáver de una especie de mantis, mientras sostenía en sus manos lo que parecía ser la cabeza del insecto y la devoraba con un apetito lujurioso.
Dafne miró aquello sintiendo que la bilis le ascendía por la garganta. Incluso perdió la noción del tiempo, rodeada de aquellas figuras grotescas. Sin embargo, no podía negar que la técnica de Burgos era espectacular. No solo era entomólogo; era un verdadero artista. La anatomía de los insectos era tan realista que la perturbaba. Su propio cuerpo, etéreo y espigado, había sido trazado con absoluta delicadeza por las manos de Burgos, por sus manos finas, de dedos largos y cuidadosos, casi quirúrgicos. Deseó, sin embargo, ser palpada por ellos, acariciadas por ellos, que la tocaran hasta quebrarla.
Cuando se asomó por segunda vez a comprobar que Burgos seguía hablando con aquellos hombres, se dio cuenta, asustada, que no había nadie y que el enrejado estaba de nuevo cerrado.
—Hubo un problema en el laboratorio. —La voz de Burgos la dejó pétrea. Dio un respingo y lo miró—. Un par de accidentes. Al parecer consideraron pertinente venir a mi casa a estas horas solo para importunarme.
Estaba de pie en el umbral. Llevaba una fina camisa blanca de botones y sus pantalones de vestir. Dafne no pudo sostenerle la mirada por más de dos segundos, y menos allí, en medio de esas pinturas aberrantes. Al bajar la mirada, recordó que lo único que llevaba puesto su camisón, lo que le hacía sentir aún más expuesta, más vulnerable.
—Y tú consideraste pertinente entrar aquí sin autorización —continuó—. Creo haberte dado una orden bastante clara.
Dafne no hallaba la manera de excusarse. Sin embargo, tenía que decirle algo, acusarlo de poseer un retorcido talento, de su poca moralidad al retratarla de aquella manera. Pero no podía decirle nada. No podía porque, en el fondo, esa falta de moral era lo que más la excitaba, lo que le hacía sentir su cuerpo vibrante cuando se tocaba imaginando que era Burgos quien lo hacía. Intentó hablar pero no le salieron las palabras.
—Me imagino que no te gustan.
Permanecía en el umbral, apoyado del marco de la puerta. No recibió ninguna contestación.
—¿No te gustan, verdad? —insistió—. ¿Te parece un arte nefasto?
—Yo... —susurró Dafne. Por un momento pensó en mentirle, en decirle que estaba gratamente impresionada. Pero no podía fingir su desagrado—. Creo que son repugnantes.
Por la expresión de Burgos, más complacida que asombrada, Dafne dedujo que era la respuesta que esperaba escuchar. Dio un paso al frente y cerró la puerta del estudio, lo que hizo que ella se sobresaltara. Sin embargo, no se pensaba capaz de ocultar que lo deseaba, de esconder su necesidad de ser complacida. Todo su cuerpo gritaba porque lo poseyeran, lo amoldaran, lo tantearan hasta el hartazgo. Era capaz en ese momento de arrojarse sobre Burgos y llevar la situación hasta sus últimas consecuencias.
Burgos se acercó tanto que ella pudo vislumbrar sus facciones a la luz del candil. Tenía una forma única, muy propia, de ser hermoso, aún con sus ojeras y su tez desmejorada. Dafne tenía que levantar mucho la barbilla para mirar su rostro, como una nueva versión de sí mismo, con la mirada obscura y animal configurada por un hambre primitiva. Dafne se dio cuenta, en ese cerco de intimidad que los envolvía, en ese fragmento de lo que simulaba una eternidad, que Burgos la deseaba tanto como ella a él.
Le quitó la lámpara de las pálidas manos y la apagó, dejando la habitación apenas iluminada por la luz de la luna. Dejó el utensilio sobre el escritorio y, en un arrebato, aprisionó a Dafne con sus brazos. Ella suspiró y dejó que Burgos la besara, primero con una lenta dulzura, hasta subir de intensidad con un beso húmedo cargado de sus anhelos reprimidos. Parecían querer apropiarse del aliento del otro. Burgos la tomó de la barbilla y besó con frenesí su cuello hasta ascender a sus orejas. Comenzó a desabotonar su camisón para besarle las clavículas y los hombros.
Dafne sintió vergüenza cuando la desvistió, lo cual era incluso irónico, por cuántas veces Burgos la había visto desnuda. Sin embargo, pensaba que todas esas veces anteriores eran diferentes, porque se veía a sí misma en los ojos del pintor de una forma tan impersonal como vería a una naturaleza muerta. Ahora la experiencia era completamente cercana, íntima y corpórea.
Burgos la sentó en el escritorio y comenzó a besar sus pequeños pechos, a lamer sus pezones endurecidos. Repartió besos en su abdomen, en sus caderas, en sus muslos blancos y suaves. La mordía con delicadeza, la masajeaba como si la estuviera esculpiendo. Su manera de besarla y de tocarla era dulce, pero intensa. Dafne le besaba la boca, le palpaba los hombros, los brazos, la espalda. Quería tocarlo, apropiarse de él por medio del tacto, con la misma candencia con la que Burgos lo hacía. Lo ayudó a desvestirse, develando su pecho cálido.
—Estás helada —susurró Burgos, toqueteando su espalda con los dedos—. Déjame que te abrace.
Burgos la rodeó con los brazos, casi con amor. Dafne hizo lo propio, sintiendo cómo algo revoloteaba en su estómago. Como mariposas. Había escuchado aquella tonta metáfora un sinfín de veces y era la primera vez que le sucedía, y, más aún, de aquella forma tan vívida, tan real.
Burgos la ayudó a acostarse sobre el escritorio y la desprendió de su ropa interior. Dafne clavó la mirada en el techo, invadida por los nervios, mientras Burgos se inclinaba entre sus piernas y empezaba a lamer con ese húmedo trocito de carne. Dafne gimió, apoyando las piernas de los hombros, mientras Burgos jugueteaba con ella. Le sostuvo con fuerza las caderas mientras la devoraba. Dafne encogió los dedos de sus pies, clavó sus uñas en sus muslos, completamente enajenada. Deseaba mimarlo, apremiarlo como un perro obediente. En su estómago, las mariposas se batían con frenesí, como si quisieran escapar de su interior. Podía sentirlas subiendo en racimos por su esófago, causándole un fuerte ardor en el pecho.
De alguna forma se sentía agrandada, como una especie de diosa del amor, de ente primigenio y poderoso. No podía pensar con claridad, y tampoco quería pensar, quería separar su ser del rígido mundo de la razón. Estaba dotada de un sentir agudo, febril y multicolor cuyo núcleo era su vientre y se ramificaba hacia el resto de su cuerpo. Su único propósito era dar y recibir placer.
Burgos se detuvo y se arrojó encima de ella. La cogió por el cuello y la obligó a mirarlo a los ojos, a esos ojos negros, brillantes, metamorfoseados.
La penetró con tanta fuerza que Dafne quiso gritar, pero las mariposas aleteaban en su boca con furia. Tosió y estas salieron en una percha de colores variopintos: naranjas, azules, verdes, negras, blancas. Dafne las miró salir de su boca, atónita, y vio cómo batían sus alas a la luz de la luna, desorientadas.
Burgos se movía en su interior, arrancándole sonoros gemidos mientras sus entrañas se vaciaban de mariposas. Se cubrió la boca con la mano, pero Burgos se la apartó, ansioso por admirar el espectáculo que ella le estaba ofreciendo.
Luego vinieron las polillas. Y las libélulas, que se ocuparon de lastimarle la garganta. No se creía capaz de sobrellevarlo, pero tampoco quería detenerse. Burgos estaba torturándola, desprendiéndola de su alma, de su humanidad, haciéndola trozos por medio de sus gemidos sonoros.
Dafne comenzó a sentir un montón de minúsculas patitas caminando bajo la piel de sus extremidades como un insoportable cosquilleo. De debajo de sus uñas empezaron a emerger las mariquitas, las crisopas, las luciérnagas. Estas últimas invadieron la habitación y la llenaron de su verde luz. Dafne se mordió los labios para no gritar de absoluto terror.
Burgos pellizcó sus pezones, arañó sus caderas, mientras la sujetaba del cuello para evitar que se moviera. Enterró una mano en su pelo y tiró hacia atrás y Dafne pudo contemplar, entonces, a los insectos disecados de su colección, tan muertos, tan inanimados, a diferencia de los bichos repugnantes que brotaban de ella. Sentía como si con aquel vaivén rítmico le estuvieran arrancando el aliento, como si pendiera de un hilo del que Burgos en cualquier momento tiraría hacia él.
Lo más terrorífico fueron los escarabajos que salieron de sus oídos. De diferentes tamaños, formas, colores: dorados, verdes, negros. Parecía que aquello no iba a detenerse nunca y, sin embargo, estaba tan cerca del orgasmo que creyó que se desharía allí mismo, bajo el cuerpo de Burgos, rodeada de aquel montón de bichos repugnantes que emergían de ella como en un festín.
Apretó los dientes, dejó escapar un grito y cerró los ojos mientras se corría con intensidad, quedándose sin aliento, con esa sensación de que su grandeza, su magnanimidad en su punto más álgido, se venían abajo, hasta convertirla en una muñequita frágil en los brazos de aquel hombre. Burgos la embistió varias veces más hasta correrse dentro de ella. Dejó caer su cuerpo sobre el de Dafne y estuvieron unos segundos en esa posición, inmóviles, con las respiraciones entrecortadas, mientras ella intentaba procesar todo el trauma corporal que acababa de vivir. Podía sentir cómo el cúmulo de insectos caminaban a su alrededor, cómo se deslizaban por su cuerpo, por su rostro.
Burgos le hizo una caricia en el pelo, antes de besarle la sien, con tanto cariño que por un momento Dafne creyó que la adoraba.
—Eres estupenda, Dafne —susurró, en medio de aquella vorágine de mariposas, rodeados por la luz de las luciérnagas danzantes—. Eres fantástica. Las primeras veces las otras siempre rompían en llanto.
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