01 | El cariño que aun siento por ti
—Mi esposo me engaña con otra mujer.
—¡Vaya! —Fue lo único que dijo antes de volver a besar mi cuello.
—Lo encontré reservando una cena en un exclusivo lugar en el oriente.
—¿En serio?
—Y le regala joyería de plata. La que yo siempre quise.
—Hmm. Pensándolo bien, a mí no me vendría mal una bonita pulsera —la encantadora muchacha sonrió.
Hace un año tropecé con ella por casualidad en el supermercado y fue evidente la chispa entre nosotras. Me atrapó, desde el principio, la delicada forma que trazan sus labios y la inusual turgencia de su puente nasal ya que siempre he tenido una debilidad por lo poco común.
Desde entonces, nos encontramos casualmente.
Ella no suele llamarme, pero siempre está disponible cuando yo lo hago. No me preocupa saber en qué trabaja ni tampoco si tiene novio. Nuestra relación es simple, se envuelve por el deseo y ella no me pide nada más. Eso me gusta.
—Las compraré a juego. Iguales a la de su amante.
La agarré del cuello y besé sus parpados para aliviar la tierna expresión que tiene y me derrite. Uno, dos, tres y cuatro veces. Ella rió como una chiquilla.
—Aunque preferiría que tuviera el color de tus dedos.
Me detuve para preguntarle el porqué.
—Es que son hermosos. Tan largos y delicados... Me encantaría que los míos sean iguales cuando tenga tu edad.
Frotó mis dedos sobre sus labios de arriba a abajo, saboreando el instante con los ojos cerrados. Entonces pasó su lengua por mi meñique y lo mordió. Para dejar una marca.
—Isabel...
La reprendí y ella sacó su sonrisa inocente. Con los ojos de un cachorro.
Yo le dobló la edad a Isabel. Se me ocurrió que su amante debe ser tan joven como ella. Después de todo, los veintes son una edad muy fértil.
—Tengo frio.
Ella tomó la otra mano con delicadeza y la besó, trazando un camino ascendente hasta mi hombro, con los ojos puestos en mí. Sonriendo con picardía. Tomándose su tiempo mientras mi corazón palpita con locura.
—Solo te estas aprovechando de la situación.
Y así concluyó la noche. En medio de sus juegos el tiempo se pasó tan rápido que amaneció y en el alba me pregunté si en verdad todo eso sucedió.
Ella provoca esa sensación de ensueño. Mientras trabajo, pienso en lo que hicimos y me entran unas ganas frenéticas de llamarla, pero siempre desisto. Cuando se lo confesé, ella soltó una carcajada.
—¡No sabía que eras una pervertida!
Hoy es la excepción. Trabajo en una galería de arte en el centro y, aunque mi trabajo siempre es excepcional, me he equivocado con unas cuantas directrices durante casi todo el día. Los empleados, en su mayoría jóvenes, me observan aturdidos. Eso me saca de quicio.
—Lo quiero en el centro. Punto —ordené, dibujando el espacio en el aire—. Encárgate de que quedé bien instalado, chico. Voy a fumar.
Me escabullí del lugar. Sobrepasé el umbral de la puerta trasera, encendí un cigarrillo y me incliné sobre la barandilla, meciéndome. Cuando me descubrí en esas, me recompuse de inmediato. Recé porque nadie estuviera cerca y así fue.
Suspiré. Me quité los tacones y aproveché para sentarme en el suelo. Saqué el teléfono de la falda, con impaciencia. Apretando el cigarro con los dientes.
La verdad es que odio tener que manipular estas cosas. Por eso, su número está en las opciones de marcado rápido. Ella lo guardó ahí.
Después de dos timbrazos, Isabel contestó.
—Necesito verte. No puedo concentrarme.
El otro lado de la línea se quedó en silencio. Me avergoncé por lo abrupta que fui.
¡Qué alivio que no puede ver a mis mejillas estallar en mil tonalidades carmesí!
—Seguro que sigues pensando en la amante de tu esposo...
Desabotoné el cuello de mi camisa. El calor es sofocante afuera.
A Isabel le confesé, en cierta ocasión, que él es un músico porque su curiosidad me presionó. Mas nunca le revelé su nombre porque temía que lo reconocería de inmediato y eso traería problemas. Aun así, nunca hablábamos de él. Hasta ayer.
—Si. Pienso en ella todo el día.
Confesé y permaneció muda.
—¿Sabes qué es el amor, Isabel?
Le pregunté a la muchacha.
Los segundos eran como un periodo eterno en su ausencia.
—¿Acaso te enamoraste de mí, Isabel?
Ella no dijo nada y colgó.
Observé el teléfono por un rato esperando su llamada. Pero esta nunca llegó. ¡Cómo odio estos aparatos!
Nuestros encuentros únicamente son nocturnos, en un hotel modesto. También me preocupa que uno costoso revele mi estatus.
Seguro que a esta hora la llamada debió perturbarla, por eso la súplica voló en el aire. Tampoco estoy segura si ayer fue la última vez que veré su adorable sonrisa.
En una calada, jugué con los garabatos del humo que salió.
De repente, recordé unos cuantos trucos que él me enseñó en la universidad.
—Éramos tan jóvenes...
Sonreí.
No sé, con exactitud, cuándo el tiempo nos arrastró lo suficiente para recordar estos momentos con nostalgia. Como nos conocimos, él era el maestro temporal de guitarra de mi hermana. Los roces por debajo de la mesa y los sonrojos perpetuos, los preservo con cariño. Me pregunto si él hace lo mismo.
Luego, cuando nos casamos, éramos tan jóvenes que no nos preocupaba el mañana. Solo nos necesitábamos. Éramos el complemento del otro. Él, paciente y cuidadoso y yo, inquieta y pasional. No nos dimos cuenta, hasta que fue muy tarde, que solo con amor es imposible formar una familia.
Cuando quedé en cinta estuvo a punto de abandonar su carrera antes de siquiera despegar ya que mis padres, a pesar de ser acomodados, me despojaron de todos mis privilegios en el segundo que "me fugué con el tutor", porque pensaron que era un capricho. O al menos así lo veían en ese entonces. Ahora tampoco mantengo mucho contacto con ellos, a excepción de unas cuantas postales de navidad que empezaron a enviar diez años después de nuestro matrimonio.
Ambos ardemos con pasión por el arte. Y la única solución que encontré entonces fue interrumpir el embarazo a escondidas ya que él no lo aprobaría. Pero era necesario. Tampoco es que vea a una chica como Isabel con un niño en brazos. Es muy joven, muy inexperta.
Ahí se abrió la brecha. Él me agarró resentimiento. Fueron semanas enteras que ni siquiera me tocó ni se dignó a mirarme. Creía que lo había despojado de su papel como padre, del cual tenía derecho, sin consultarle antes. Yo no entendía su enojo. Después de todo, lo hice por los dos.
Al final, conseguí aplacar un poco su rencor.
Inmediatamente alcanzó la fama se obsesionó de nuevo con la idea de formar una familia. Pero yo me sentía tan cómoda con nuestro estilo de vida y mi trabajo que, aunque no me opuse, continué ingiriendo pastillas anticonceptivas en secreto
Éramos los dos contra el mundo, él y yo, marido y mujer. Nadie más.
Entonces, todos los días se lamentaba por mi infertilidad, y su pesar se convirtió en desprecio y apatía. Me decía que no se sentía completo y yo aposté que, en nuestra otra vida, él fue una mujer y yo, un hombre.
Hasta que se cansó del tema no se metió de lleno en su trabajo. Ahora, no éramos solo él y yo porque también se incorporó su itinerario, que monopoliza todo su tiempo. Como una excusa para acortar las horas con su esposa, hasta que sumen cero. Lentamente, las noches de películas acostados en el tieso colchón de espuma se convirtieron en solitarias lecturas nocturnas sobre una almohada de satín a la luz de la lámpara.
No lo veía desde hace tanto que me acostumbré a su ausencia. Lo amé tanto que se agotó de mi presencia. Ya no somos marido y mujer. Porque estoy sola viviendo en la sombra de su fantasma.
En ese entonces me encontré a Isabel, y en el medio del circo de mis celos me aferré a su vitalidad juvenil y la arrastré conmigo a la función.
A veces me pregunto si hay una forma de amarla. Pero nunca hay respuesta.
Singular. En el parqueadero del miserable trabajo con el que siempre soñé, después de pedirle consuelo a una chica ingenua porque él ama a otra mujer. Nunca superé estos celos infantiles y entre todo lo que siento, no encuentro tristeza.
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