Voy a mecerme en él

                                                                   Trato de aletear

                                                                     Y me es pesado

                                                   Demasiadas, demasiadas cosas...

Cuando ella se despertó, el sonido del guardián que había creado y el relinchar de los caballos la puso alerta. Su cuerpo estaba algo rígido por haber dormido en el suelo, pero se sentía más segura. Trató de recordar cómo es que había terminado allí, tan sumida en espesos sueños, pero dejó todo de lado al escuchar gritos masculinos. Entonces recordó lo que Pitch le había dicho sobre su hermana atrayendo a personas hacia el castillo para ejecutarla. Temblando ante la idea, se apresuró a ver la puerta principal.

Hombre la notaron en seguida, por lo cual ella cerró las puertas con apuro, tratando de escapar. Subió las escaleras con rapidez, alzando parte de su vestido para no caer en la subida de las escaleras.

—¡No, por favor!—dijo ella, asustada de sí misma y de la situación. Aquellos dos hombres con ballestas la siguieron hasta llegar a la sala principal, acorralándola sin salida. Uno de ellos ni siquiera vaciló, y lanzó una flecha. Ella cerró los ojos y mantuvo sus dos manos en posición defensiva, creando sin querer una pared de hielo que se interpuso entre la flecha y su cuerpo. Querían matarla. ¡Querían acabar con ella, tal y como lo había dicho Pitch!—¡ Manténganse alejados!—ordenó con una voz dura, lanzando sus poderes en contra de sus agresores. Cierta chispa nació en su pecho, y sin quererlo se encontró con la piel erizada. Quiso atribuir esa sensación al miedo y la urgencia por acabar con aquellos desconocidos, pero se vio confundida cuando una sonrisa amplia se apoderó de sus labios.

¿Se estaba divirtiendo?

Escuchó el grito de su guardián, y supo que no pasaría mucho tiempo antes de que más hombres intentaran capturarla. Sonrió aun más. Los hombres de las ballestas la habían rodeado; uno por la izquierda y el otro por su derecha.

"No quieres morir. Pero ellos quieren matarte. ¡Acábalos! ¡Mátalos y salva tu vida!"

Hubiese esperado que aquella voz fuera la de aquel hombre de elegantes ropas negras y profunda mirada dorada. Pero no fue así. No era él quien escarbaba en su mente, sugiriéndole locuras. Era su propia consciencia. Su propia voz interna que, divertida, le pedía matar con sus poderes a quienes querían su cabeza. No se detuvo.

No se detuvo cuando lanzó picos largos y gruesos contra la garganta y estómago de aquel hombre, clavándolo cual insecto miserable contra una pulida y traslúcida pared. La sangre de la víctima comenzó a chorrear, manchando lo puro de su preciado hielo. Elsa escuchó como el hombre que restaba soltaba un grito de terror. Pero aquello no le provocó un remordimiento. Sino que le hizo reír divertida. ¿No que ellos acabarían con su vida? ¿No que tomarían su cabeza por solamente haber nacido con poderes que ellos jamás tendrían? ¿No que la tomarían como un premio ante los malagradecidos de la corte?

Sin esperar nada, la rubia lanzó rayos de hielo, atrapando al hombre como una vil rata. Éste, por el impacto, se echó atrás, por lo cual Elsa aprovechó para crear una pared de hielo y empujarla en contra de él. Éste se resistió con su fuerza bruta, tratando de impedir su final con ambas manos. Elsa sonrió ante el reto, y sin retenerse, empujó con mayor fuerza, quebrando así las puertas que daban a su balcón preferido. 

—¡Reina Elsa!—La voz de un joven le llamó la atención. Borró su sonrisa y miró por sobre su hombro. — Usted no es el monstruo que todos creen.

Aquellas palabras llegaron a sus oídos, creando un espacio que la hizo dudar. Los hombres detrás de Hans, ese hombre a quien Anna quería tomar como esposo, miraban horrorizados como el cuerpo atravesado por hielo se elevaba en una pared, dejando gotear líquido espeso que bajaba hasta formar un charco que mojaba las suelas de todos los presentes.

Ella sonrió.

                                                                                   ...es una pena

                                                                  Que desperdicies tus lindos ojos

                                                                   Pues antes de que te des cuenta,

                                                                                             Seré...

Y con un último esfuerzo, el grito desgarrador de aquel hombre que había intentado tomar su vida impregnó el ambiente en pura tensión, antes de escucharse en ruido seco de un objeto golpear el suelo. El grito se apagó, y con ellos los demás guardias se pusieron en guardia, sorprendiendo al heredero de las Islas del Sur, que retrocedió asustado.

—¿Tienes miedo de mi?—preguntó cínicamente, llevándose una mano al rostro. El castillo tembló en una serie de ejecuciones terroríficas que alertaron a los hombres. Nadie se atrevía actuar. — ¿Por qué lo tendrías?

Y aquella pregunta, lanzada tan trivialmente al aire con un tono despreocupado, fue la calma que antecede la tormenta. Con un sutil movimiento de manos, un pico atravesó la pierna de uno de los guardias, asustando a todos por el sonoro grito de dolor que soltó el hombre al verse dañado. Elsa agrandó su sonrisa, esta vez más discreta, pero igualmente perturbadora. El hielo comenzó a tornarse oscuro, mientras sombras bailaban entre las paredes cual demonios en la mejor fiesta. Elsa no se detuvo a pensar qué rayos sucedía. Se sentía completa, libre del miedo de ser asesinada. Tenía todo el poder y control, ¿por qué retenerse y morir en vano? El solo pensamiento la hizo estremecer. Los guardias se lanzaron a ella con sus espadas en mano, dispuestas a darle muerte. Hans trató de evitarlo, pero se vio siendo empujado hacia un lado por los guardias. 

El más básico instinto de supervivencia afloró en la piel de los guardias, aterrados por terminar como aquellos dos lacayos de cuerpo fríos e inertes. Hans intentó detener a todo aquel que quería arremeter contra la reina, pero el miedo hizo que los guardias solo hicieran oídos sordos a sus órdenes desesperadas, blandiendo espadas y fuerza bruta contra la mujer que tenían delante.

Hans pudo ver en segundos como algunos cuerpos eran atravesados por estalactitas, como también vio por el rabillo del ojo, horrorizado, la transformación de simple piel humana a hielo sólido en quienes habían sobrevivido a las estacas de hielo asesinas. 

Todo pareció apagarse en su mente, retrocediendo con cuidado. Su mente le dictaba correr, huir y alertar a todos sobre la aberración y peligro que ahora Elsa representaba. Se dio media vuelta totalmente decidido, aprovechando que la "bestia" de la reina masacraba a los hombres restantes. 

—Sorpresa...— pero en cuanto trató de avanzar, un hombre de ropas negra y una macabra sonrisa le cerró el paso. 

Lo último que pudo sentir fue su corazón endureciéndose, sus venas colapsando por la fría sensación de la muerte tragándose lo desde el centro de su ser, su cuerpo perdiendo la calidez propia de un ser viviente. 

*+*+*+*+*+*+*+*+*+*+*+*+*+*+

Dos días. 

Eso le tomó conquistar el reino. 

Las anticuadas y estúpidas armas no eran rivales para semejantes poderes devastadores como los de ella. Siempre que una flecha intentaba llegar a su piel, una especie de hielo grueso corrupto teñido de negro la protegía de cualquier daño. No había cañon u hombre que pudiera con sus enormes monstruos de hielo, fieles soldados que acabaron con la resistencia en menos de lo que cualquier soberano general y estratega pudiera soñar. No hubo nadie que pudiera hacerle frente a tal poder. 

Los afortunados que sobrevivieron a la furia de la que ahora se conocía como la reina helada, huyeron del reino dejando todo atrás: niños, animales, flores, hogares, vidas...El invierno eterno se encargó de diezmar a los sobrevivientes del ataque de la reina a solo la mitad, llevándose sus vidas por la falta de comida y la hipotermia. 

El rumor de un reino maldito con una reina monstruosa y malvada corrió al tercer día, provocando miedo e incertidumbre en los reinos aledaños. 

Las alianzas se rompieron con Arendelle, y nadie se atrevió a poner un solo pie en aquel territorio: desde la lejanía y al solo acercarse por el congelado y tormentoso mar, las enormes figuras de guardias congelados con picos de hielo y lanzas de igual material eran visibles. 

—Elsa...— se escuchó bajito, en un murmullo bajo, lastimero y penoso. El castillo que alguna vez fue vestido de colores pasteles y hermosas obras del romanticismo ahora lucía fúnebre y tétrico, lleno de pedazos desordenados de hielo quebrado, telas rasgadas y un silencio terrible. 

La aludida se volvió hacia su hermana con toda la felicidad del mundo, chupando sus dedos con diversión y dedicándole una mirada atenta. 

—¿Sí, Anna?— preguntó ella, arreglando un poco sus oscuras ropas, en lo que su brillante corona de picos helados se levantaba orgullosa en su cabeza. —¿Te gusta? Pitch me ayudó a diseñarla.—comentó con ilusión, haciendo referencia a la corona.— Creo que es mejor que la que tenía.— expresó con sinceridad. 

—Déjame ir...— contestó la muchacha, temblando de frío y notando como su aliento que alguna vez fue visible como un vaho ahora ni siquiera parecía un lamentable humo. —Moriré...— rogó ella, posicionando sus heladas manos en la celda de su prisión, que por supuesto, Elsa se había encargado de crear con especial esmero. Una princesa no podía tener cualquier celda. 

La rubia chica observó a su hermana tiritando en el suelo: su cabello naranja ahora era completamente rubio, parte de su piel se encontraba agrietada, como si escarcha impura la hubiese corrompido, sus ropas igualmente se encontraban duras a causa de la fina capa de escarcha en ellas y sus ojos fatigados por el constante sufrimiento daban paso a unas marcadas ojeras. Avanzó con paso decidido, causando un eco en toda la habitación real. Sus guardias de hielo que custodiaban el trono permanecieron atentos a cualquier orden, pero de boca de Elsa nada salió. Ella solo se aproximó a la celda, y se puso de cuclillas ante la terrible imagen de su hermana. La observó en silencio, atenta a cualquier detalle. Anna, tiritando y en completa agonía, le respondió la mirada con fatiga. 

Elsa sonrió, estirando los brazos a través de los barrotes para tomar el cuerpo de su hermana contra su pecho. Anna ni siquiera tuvo la fuerza para intentar oponer resistencia. La rubia joven acarició los ahora platinados cabellos de su hermana menor, tarareando alguna vieja canción a la vez que intentaba ser todo lo cariñosa que podía. Anna gimió bajito, soltando lágrimas silenciosas que bajaron por sus mejillas hasta convertirse en escarcha al final de su quijada. La mirada de la menor viajó por encima del hombro de la reina, quedándose fija en un "objeto" en especial detrás de ésta, justo en medio del salón. El corazón se le oprimió de nuevo, comenzando a llorar con más ganas, aumentando los espasmos de dolor y las punzadas de agonía a lo largo de su cuerpo. Ahí, delante de ella, a solo metros, la figura de un joven estirando su mano en su dirección se alzaba trágicamente. 

Kristoff...Quién había corrido en su ayuda. 

Kristtoff, quién se enfrentó a su hermana en cuanto estalló el ataque al castillo.

Kristoff, quién se suponía, iba a salvarla con un beso de amor verdadero de toda aquella pesadilla. 

Su Kristoff, el que había muerto congelado intentando salvarla, estirando su brazo en un último intento desesperado por socorrerla. 

Ahí estaba, congelado para siempre, una estatua sin vida que Elsa se había encargado de posicionar justo en medio del salón, frente a sus ojos, para torturarla y recordarle constantemente la perdida de su amor.

—No morirás...— siguió Elsa, tomando las hebras de su hermana con cariño, jugueteando con la molida piel expuesta y sonriendo como una inocente niña libre de pecados. — Tu corazón debió congelarse hace días...—Susurró. Anna lo sabía. Lo había sospechado al notar como los habitantes habían pasado rápidamente por un estado similar al de ella antes de congelarse: el cabello rubio, casi blanco, el congelamiento doloroso de las extremidades, y finalmente un rápido final helado que los condenaba a la eternidad como estatuas y adornos de jardín. Lo había sospechado, pero ahora que tenía la verdad en frente de sus ojos, solo quería desaparecer. 

Hubiera sido mejor morir. 

—P-por favor... Acaba con...Esto.—rogó con un tono tan rasposo y derrotado, que simplemente terminó por esfumarse luego de la última palabra. Anna no estaba segura debido a la gran cantidad de dolor en su cuerpo, pero podía sentir como su lengua se adormecía del frío, dejándola inútil.

—Sh...— la calmó Elsa, apartándose un poco. Los barrotes impidieron que Elsa pudiera estrechar a su hermana contra su pecho, pero no impidió que besara ligeramente su frente, en un tacto helado y suave.—haré traer algo de leña para ti, y cobijas. Muchas cobijas.— propuso la rubia, suspirando en calma.—¿Sabes? Aun estoy aprendiendo a usar mis poderes.—admitió con una sinceridad tremenda, haciendo que Anna le prestara la poca atención que podía permitirse. —Aun no sé muchas cosas. Pero aprendí bastante, gracias a Pitch. 

Así ella se puso de pie, tan elegante que cualquier ser humano un mínimo de visión sería incapaz de apartar la mirada de su hermosa figura. 

—El miedo, Anna. El miedo te mantiene viva.— declaró como si fuera la maravilla más hermosa de la galaxia. Anna no comprendió. Ella no tenía miedo a la muerte. Al menos, ya no. Al contrario, la deseaba a cada minuto, a cada segundo en el cual pequeños pinchazos dolorosos se entrometían en su dormida piel, causándole un hormigueo de dolor sin pausa. Elsa sonrió, y adelantándose a cualquier pensamiento, continuó con sus palabras.—Se trata sobre mi. Siempre se ha tratado sobre mi, hermana. Tengo miedo de perderte. ¿No ves que te amo? — cuestionó con una sonrisa cínica, ladeando un poco el rostro ante sus palabras. —Sí. No lo ves. ¡Tu nunca ves nada más allá de tu nariz! —Gritó de repente furiosa, golpeando el suelo con sus tacones y provocando que los guardias se tornaran agresivos. La celda de Anna se llenó de estalactitas, causando cortes en su inútil y dormido cuerpo que no pudo defenderse de los obvios ataques. La sangre de Anna se mezcló con la respiración errática y furiosa de la reina. 

Pero tan rápido como había empezado aquel acto, todo volvió a la normalidad. Elsa suspiró tratando de calmarse, notando por lo oscuro del lugar como el sol se iba perdiendo a lo lejos, dando paso a la noche.

—Traigan mantas y juguetes para mi hermana. Y prendan una fogata.— ordenó a los guardias, los cuales no tardaron nada en salir en busca de lo solicitado. 

Anna cayó como un muñeco de trapo al suelo, incapaz de siquiera mantenerse sentada. Elsa paseó su mirada por la habitación, encontrando una cesta con uvas frescas que hasta hace poco degustaba. Tomó el tazón entre sus manos y lo dejó en el suelo, pateándolo sin mucho interés. El tazón se resbaló por la fina capa de hielo que cubría el piso, parando al chocar contra los barrotes de la celda.

—No llores, Anna. Lo siento. A veces pierdo el control, sí?—hubo un silencio. Elsa sabía que Anna estaba viva y escuchándola, puesto que podía sentir su pulso latiendo débil a través de la maldición helada que ella misma le había lanzado por error aquel "gracioso" día. — Lo compensaré. Te lo juro. Haremos un muñeco de nieve.— La rubia juntó ambas manos en una muestra de su emoción.—Y visitaremos a nuestra prima. Sí, sí. Rapunzel. Pitch quiere que unifiquemos nuestros reinos. Ha estado trabajando en eso con mucha emoción. También visitaremos nuevos reinos. ¿No es emocionante? ¿No es lo que querías? Seremos libres, y estaremos juntas. Haremos muchos muñecos. ¡Millones! ¡Un ejército de muñecos!

Anna no respondió. Elsa de apoco comenzó a borrar su sonrisa, abrazándose a sí misma por la decepción. Cogió lo poco que le quedaba de entusiasmo, y se marchó dando pasos sonoros hacia la biblioteca. Las puertas cedieron ante su sola presencia, y su figura esbelta se dibujo entre sombras mientras, como si fuera arte de magia, las velas comenzaban a prenderse. Elsa sonrió. Desde que Pitch había encontrado algunos libros interesantes en la biblioteca, le había dado un uso extraordinario a los cristales de fuego que arrancaron de manos de los difuntos trolls. 

Aunque sospechaba que él sabía más que solo prender lenguas de fuego en pequeñas velas para iluminar la noche. 

Caminó con seguridad, encontrándolo como siempre enfrascado en sus pensamientos, moviendo mapas y estudios extraños de un lado a otro. Elsa no entendía bien que diablos estudiaba el misterioso hombre: a veces notaba figuras de reptiles enormes y alados, otras veía  hombres convirtiéndose en osos, dibujos arcaicos de el sol, la luna e incluso mujeres con alas acompañadas de lo que parecían ser hombres mitad conejo. Frunció el ceño al verse, de nuevo, perdida en conjeturas tontas. Ella no sabía nada sobre misterios: ni siquiera conocía el origen de sus poderes. Pero le bastaba con saber que Pitch estaba al cargo: podía confiar en él, seguir sus consejos, cerrar los ojos y dejarse llevar. Puesto que él era su aliado, y de seguro sabía lo que hacía con toda esa información extraña. 

—No te esperaba—comentó él con un tono meloso, casi juguetón y grave. Dejó de lado algunos mapas, en los cuales Elsa pudo leer vagamente los nombres de "Berk" y "Escocia". 

—Solo quería verte.—comentó ella sonriendo, interesada por aquello que el hombre guardaba entre los varios papeles. — ¿Se puede saber que haces? 

Pitch se encogió de hombros con satisfacción, suspirando con alivio ante la pausa a su investigación. Sonrió estirando los brazos, a lo que Elsa respondió envolviéndose en ellos con apuro, casi desesperación. Él besó su frente juguetonamente, para luego sentir como era estrechado contra el joven cuerpo de la chica. Pasó la yema de sus dedos por la punta de los picos de la corona de hielo, alargando una sonrisa por la aplastante victoria. 

El recuerdo de los cristales de los trolls, brillando en ronda en el piso más alto del castillo, le hicieron corresponder el abrazo con más pasión. Con la barrera creada por esos místicos objetos, los guardianes no podrían interceder en Arendelle, ni detenerle. 

Dentro de unos meses, el ejército estaría completo, y aprovechando los barcos congelados del fiordo podrían partir en busca de nuevas tierras que congelar y conquistar. 

Escocia. 

Berk

Alemania

Todo el mundo temblaría ante el poder del miedo y la reina helada, sumiéndose en desesperación exquisita ante la muerte inevitable que se aproximaba. La nueva época oscura estaba por nacer, y todo gracias a la muchacha entre sus brazos, la solitaria llave que abrió las puertas a un mundo de destrucción y agonía. 

Se alejó un poco de ella, mirándola a los ojos. Se quedaron en silencio observándose profundamente, perdiéndose en la mirada del otro en segundos que parecían pequeñas eternidades de gloria y necesidad insana y tóxica. Finalmente ella comenzó a cerrar sus ojos, rendida ante el deseo de unirse le. Él la imitó, no sin antes poder captar a lo lejos y por medio de sus sombras, las maldiciones de un hombre ruso tratando de romper la barrera en compañía de cierto conejo idiota y un hada incompetente. 

La luna fue sumiéndose en oscuridad, tapada por las nubes de tormenta que la rubia chica se había encargado de crear con su pequeña pelea con su hermana. Copos de nieve impuros  bajaron fúnebres desde el cielo, chocando contra los cientos de estatuas congeladas de los que alguna vez estuvieron vivos. 

Sus labios se rozaron, primero en un toque inocente, luego en un suspiro de lujuria, para finalmente comenzar a devorarse entre rasguños y empujones. La ropa fue rasgada, los cuerpos sometidos entre sangre y pasión. 

                                                                  Al costado del camino hay un árbol,

                                                                              hay un árbol encorvado

                                                                         Todos los pájaros del árbol

                                                                                       Se han dispersado.

                                                                    Voy a estar sentado sobre el árbol,

                                                                                    Voy a mecerme en él...





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