El mensaje de mi madre me recordó que ya era viernes. Había tenido una semana muy ocupada con reuniones importantes. Además, el caso de Seattle había puesto mi agenda patas arriba.

Me quedé solo en el despacho de Hamza al final de la tarde para terminar de resolver esta historia que llevaría a algunos de nuestros hombres a la cárcel durante varios años.

—Nuestros abogados van a pedir una remisión de la pena. Esperemos que el juez sea indulgente.

El rostro del regente a la cabeza de esta gran familia mostraba cansancio y aburrimiento. Detrás de su escritorio, Hamza miraba las fotos de su familia. Una vaga preocupación brillaba en sus ojos oscuros.

—Estos hombres son muy valientes. Sabemos lo que les debemos.

Hamza asintió en respuesta a mis palabras. Sonrió con tristeza.

—Tienen nuestro respeto. Sobre todo, asegúrate de que sus familias reciben toda la ayuda que necesitan. A los hijos no les debe faltar nada, al igual que a las esposas.

Sentado en el sillón, incliné el pecho hacia Hamza, molesto.

—Esraa no está casada. Sólo conoció a Amelia al principio del verano, pero su historia es seria.

Hamza me miró y barrió el aire con la mano.

—¡Que se case, entonces! Las reglas del Mitaras Almawt son muy claras: sólo protegemos a las esposas. Los códigos en otras organizaciones son los mismos. Los hijos y las esposas son intocables.

Asentí con la cabeza, estando de acuerdo con Hamza en este punto.

—Tendremos la ceremonia este fin de semana —dije, levantándome de mi asiento.

—El domingo tendremos una fiesta en el club con los hombres para celebrar la boda y despedir a los que nos dejan por un tiempo.

Miré mi teléfono, que vibraba en mis manos, e informé a Hamza con voz cansada que tenía que irme.

—Saludarás a tu madre de mi parte —contestó, levantando una mano delante de él para indicarme que podía irme.

—Sí, estará encantada —murmuré con falsa sinceridad mientras salía del despacho.

Oí la risa ahogada de Hamza a mis espaldas, que había entendido el significado de mis palabras.