Chapitre 1-1
Me acurruqué en la parte trasera de la camioneta mientras esta avanzaba a toda velocidad por la carretera de arenilla, con mi codo apoyado en la ventanilla abierta. ¿Por qué había aceptado seguirlos? Porque simplemente eres incapaz de decir —¡No! —me gruñó mi conciencia. Me ajusté las gafas, que seguían deslizándose por mi nariz fina. No estaba equivocada. Ayer había cumplido veinticinco años y nada había cambiado. Mis primos seguían disfrutando mucho burlándose de mí, a mis espaldas o abiertamente.
—Ronney, ¿todavía no quieres darle una calada a ese cigarrillo?
Louis, que conducía, levantó el brazo para ofrecerme su porro casi terminado. Melissa, sentada a mi lado, le apartó la mano con violencia.
—¡Déjala en paz! Muy bien sabes que no soporta ese olor.
—No le gusta nada excepto Elvis Presley en su viejo walkman —dijo Gabriella desde el asiento del copiloto.
Mi prima, inmóvil, no se había molestado en voltearse y mirarme. Había pronunciado las palabras en un tono simultáneamente tranquilo e insolente.
—¿Quién carajos va por ahí con un walkman en el cinturón hoy en día?
—¡Nuestra estúpida prima! —rió Gabriella mientras se volvía a hacer la cola de caballo por enésima vez—. Es de la época de los dinosaurios.
—Al igual que su aparato que lleva arrastrando desde hace años —añadió Louis.
Me mordí profundamente el interior de mi mejilla y subí el volumen de mi walkman para no oír sus insultos ni sus estruendosas risas resonando en el coche. La voz de Elvis me ayudó a escapar. Melissa no dijo nada, como siempre. Era la más amable de mis muchos primos. Amable porque nunca me hacía comentarios malos o inapropiados. Dejaba que los demás lo hicieran, sin ponerse nunca de mi parte. Su silencio no era menos doloroso.
Luego de unos minutos, mi vista se perdió en la maravillosa naturaleza del sur de California. El aire caliente de Sheryl Valley era casi asfixiante aquel septiembre. Mi cerebro comenzó a divagar nostálgicamente hasta que mis pensamientos volvieron a torturarme con Caleb, el hombre al que había amado durante unos meses, y al que seguía amando. La ruptura había sido violenta e insoportable, pero una vez más me lo había guardado todo dentro de mí. Volví a ver sus rasgos, su tez pálida, casi lívida. Su larga nariz, su boca, sus ojos verdes. Cuando mi corazón se arrugó hasta el punto de doler, sacudí la cabeza para ahuyentarlo de mi mente. ¡Te dejó, Ronney! Déjalo ya.
Las sacudidas del coche disminuyeron cuando frenó en la arenilla. Lentamente volví a la realidad.
Louis estacionó delante de una villa que no podía verse a causa del enorme portón, pero todo el mundo conocía el nombre del propietario. Mi respiración se detuvo y una sensación de pánico paralizó mis extremidades. Me quité los auriculares y tartamudeé:
—No, no puedo. No puedo.
—¡Ronney, no seas un grano en el culo!
Dirigí mi mirada hacia Gabriella, que se había vuelto hacia mí, explotando de ira. Me miraba fijamente con mala cara.
—Todos hemos pasado por esto. Tienes veinticinco años: tienes que seguir la tradición.
Tragué y le supliqué con la mirada. Entonces sentí la mano de Melissa en mi hombro.
—Mira, Ronney. No es la gran cosa. Sólo toca el timbre, preséntate e inventa una excusa para entrar en la mansión Khan. Sabes tan bien como yo que serás rechazada en un segundo. Entonces te darás la vuelta y volverás a la camioneta con nosotros.
—¡Tuve un reto peor hace dos años! —gritó Louis, mirando al enorme edificio—. No me gustaría que nadie recogiera el estiércol de un elefante. Cuando lo pienso... ¡Mierda! Todavía puedo olerlo en mis fosas nasales.
—Esta familia tiene fama de ser una de las más peligrosas del país —dije—. Se dice que forman parte de la mafia. ¿Y si deciden matarme?
Mi corazón iba a explotar en mi pecho.
—¡Apresúrate! —me ordenó Gabriella, con expresión todavía severa—. No vamos a dormir aquí. Estoy deseando hacer otra cosa.
Melissa me animó con una sonrisa reconfortante. Respiré hondo antes de salir de la camioneta y caminar vacilante hacia el enorme portón gris.
Mis dedos se detuvieron a pocos centímetros del interfono. Me giré hacia la camioneta, estacionada un poco más lejos, con cara de preocupación. Melissa, ansiosa, me hizo un pequeño gesto con la cabeza a través de la ventanilla mientras Gabriella ponía los ojos en blanco, exasperada por mi actitud. Tragué saliva.
—Vamos, Ronney —murmuré para mí—. Sólo un pequeño toque en el timbre. Con un poco de suerte, nadie responderá un domingo.
Conté hasta tres en mi cabeza y pulsé el botón, con el corazón todavía galopando. Los segundos parecieron durar una eternidad en el pesado silencio que se instaló a mi alrededor. Los latidos de mi corazón disminuyeron a medida que pasaba el tiempo: no había nadie. Aliviada, me giré para salir cuando de pronto se oyó una áspera voz femenina en el interfono. La sangre abandonó mi rostro y balbuceé:
—Ronney Jiménez, señora.
—¿Qué necesita?
Alarmada por la pregunta, miré desesperadamente a mi alrededor en busca de ayuda. El camino de entrada estaba vacío y las villas estaban muy separadas. No podía volver corriendo a la camioneta. Mis primos y Louis me lo reprocharían durante meses, incluso años. Sería una oportunidad más para burlarse de mí. No sólo sería 'Ronney la fea', también me convertiría en 'Ronney la cobarde'. Maldita sea. Apreté la mandíbula con todas mis fuerzas.
—¿Qué quiere? —dijo la voz al otro lado del interfono.
—Estoy aquí por el trabajo —respondí sin pensar, esperando que la mujer me echara.
—¿Qué? ¿Un domingo?
La oí suspirar detrás de la gran caja metálica y luego murmurar unas palabras que no entendí.
—Puerta de la derecha, al otro lado del patio.
Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió lentamente sin ruido alguno. Invadida por el pánico me giré hacia la camioneta, dispuesta a salir corriendo. Las manos de Gabriella se agitaron para obligarme a quedarme donde estaba. Entonces Louis salió del coche, señalándome. Habló lo suficientemente alto como para que lo oyera.
—¡Tienes que seguir este reto hasta el final! No tienes ningún trato especial, Ronney. Todos lo hemos hecho.
—Haré otro, lo prometo. Déjame volver a entrar.
—¡No! Por una vez, sé valiente.
¿Qué sabía él del valor? Furiosa y atormentada, no tuve más remedio que llevar a cabo mi misión para que mis torturadores me dejaran en paz de una buena vez con esa estúpida tradición de los veinticinco años. Con el estómago revuelto, atravesé la puerta rezando para que esa pesadilla terminara lo antes posible.
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