Uno


Ella esperó. Paciente al principio; con el corazón galopante al final. Batía como una tormenta de rayos, centellas y tambores.

Maurine esperó un poco más. Estaba sentada en las escaleras de la casa de su tía, en Oxfordshire, o Cotswold, como se afanaba en llamar ella a las colinas verdes y tristes que se expandían hasta donde le alcanzaba la vista. No estaba acostumbrada a la tranquilidad y parsimonia británicas. Los espacios tan abiertos la ponían nerviosa, y en esas colinas benditas había lugar de sobra.

Siguió esperando, temblando de frío. El verano aquí era sustancialmente diferente al de Los Ángeles, y se arrepintió terriblemente de haberle hecho caso a su abuela para acompañarla en su viaje. Podría haberse quedado con su madre y su hermana mayor, tomando helado cada tarde y navegando la ciudad en skate bajo el sol californiano, pero no. Saltó a un avión con su abuelita en cuanto terminaron las clases y, con sus humildes doce años recién cumplidos, se dedicó a cuidarla... y a conocer a la rama inglesa de la familia.

Su tía era la hermana menor de su madre. A pesar de que hacía añares se había mudado a Londres para estudiar y había adquirido muchas de las costumbres locales, seguía siendo americana y una angelina de ley. Su tío era inglés, por supuesto, caballeroso y muy amable. Adoraba a Maurine y la encontraba divertidísima desde el momento en el que, al levantarla por primera vez siendo bebita, ella le había vomitado encima con una gran sonrisa en el rostro.

Ni bien llegar, la ubicaron en la habitación de su prima Ellen. Fue automático: best friends forever desde el instante en que cruzaron miradas. Se pasaban los días enteros jugando al aire libre en las inmediaciones de una especie de galpón de piedra destruído que quedaba a unos cientos de metros. No tardaron mucho en hacerse amigas de otros niños y niñas del vecindario, adictos a la adrenalina del viejo galpón.

Fue entre juegos de carreras, cocina con barro, bicicletas y armar una banda musical con chatarra, lo conoció a él.

Thomas William Hiddleston.

Maurine se enamoró. Tan intensamente como se puede amar a los doce años, sin maldad, con la inocencia pura de una niña. Hasta el nombre le sonaba como un encantamiento, y lo repetía en las noches silenciosas de Oxfordshire. No era particularmente guapo, no, pero era simpático, amable y siempre alegre. Corría como el viento cuando jugaban juntos. La hacía reír. Se interesaba en lo que le contaba Maurie sobre la playa, los skates en Venice Beach y los helados con su madre. Los canales en el barrio donde vivía, que un buen día habían construido los propios vecinos. ¿Por qué no? Eran angelinos. Los angelinos no temen, hacen. Y si se les antoja un canal veneciano en el medio del barrio... bueno, pues, lo construyen. Tom reía al oírla, y Maurine sonreía por fuera y se derretía de amor por dentro.

Ahora, esperaba. Era el final del verano, y en dos días partiría con su abuela hacia el sol y los canales artificiales. Tendría que dejar a su amor allí para que volviera, una vez más, al terrible colegio donde estaba pupilo. A él no parecía molestarle, pero para Maurine era una aberración. Tom le había dicho que estaba bien. Estudiaba mucho y disfrutaba representar obras de teatro con sus compañeros, aunque nunca obtuviera el papel principal. "Cuando seas mayor lo entenderás" le había dicho Tom cariñosamente mientras la empujaba usando su hombro. Ella le creyó, porque él ya sumaba dieciséis. Le daba vueltas la cabeza de pensar que un chico tan mayor se pudiera fijar en ella.

Maurine se sobresaltó al ver que su prima abría la puerta de la casa y la encontraba sentada en las escaleras abrazándose las piernas. Tan nerviosa estaba que le había hecho una trenza a los cordones de sus zapatillas y casi se rompe la cabeza al ponerse de pie y rodar al suelo. Su tía y su abuela aparecieron al escuchar el estruendo, y cuando supieron que había sido por hacer pavadas con los cordones la preocupación se transformó en reto. Maurine desató sus cordones y se fue al porsche con su prima Ellen. Necesitaba saber qué le había contestado Tom.

Un par de semanas atrás Maurine le había confesado a su prima lo que sentía por Thomas William Hiddleston y sus rulos cobrizos. Ellen fue cauta y le respondió, honestamente, que no creía que él estuviera interesado. Maurine la ignoró, no por maldad, sino porque en su corazón todas las señales eran inequívocas. Él jugaba con ellas. Él las escuchaba. Reía y tocaba la guitarra. La llevaba en bicicleta al pueblo. ¿Cómo podría equivocarse tanto?

Así que, faltando tan poco para irse a casa y tal vez no verlo nunca más, Maurine decidió explicarle lo que sentía a Tom. Lo planeó en su mente en las largas noches, y se dijo que le correspondería. Se preparó con unos jeans nuevos, una remera rosada con mangas de color blanco y acomodó su pelo marrón en una larga y lisa cola de caballo. Estaba emocionada y nerviosa, esperando que se terminara el almuerzo de una buena vez para poder salir a jugar en el galpón en ruinas donde la esperaban sus amigos y, probablemente, su primer amor.

El tiempo pasó y Maurine comenzó a asustarse. Le temblaban las manos sudorosas. Era una imagen patética, mirando la puerta como si fueran a matarla al cruzar el umbral. Ellen observó a su prima en pánico y, para ayudarla, la sentó en la escalera. "¿Quieres que vaya yo y se lo pregunte?" ofreció amable y Maurine, que no podía con su alma, aceptó esperar sentada en la escalera a que su amiga le trajera la respuesta de Tom.

"Él dijo... bueno... dijo que prefería enfocarse en la escuela y en otras cosas, que eres genial y muy simpática, pero..."

"¿Pero... pero qué?"

"Se va a la escuela, Maurine, y tú vives lejos"

Hubo un silencio terrible en el que Maurine no podía dar crédito a las palabras de su prima. No quería aceptarlo. Tal vez ella oyó mal.

"¿No dijo nada más, solo eso? ¡Cuéntamelo bien!"

Ellen se enfadó. "¡Dijo eso! ¡Que no!"

Maurine se ahogaba con su tristeza... ¡pero si había tantas señales!. "¿Es sólo porque vivo lejos? vendré el verano siguiente y..."

Su prima sacudió la cabeza. "Maurie, no... él... me dijo que no eres su tipo. No le gustan las chicas como tú."

"¿No le gusto?" dijo Maurine, sintiendo que el corazón se le partía en pedazos.

"No. Dijo que no le gustas porque eres fea."

Esa noche Maurine lloró desconsolada observando las colinas bañadas de lluvia. No entendía bien por qué hacía aquello, pero se dijo que iba a llorar por Tom sólo esa noche. Y lo hizo, con creces. A los gritos, sola. No hubo despedida de sus amigos de vacaciones, ni promesas de retorno. Las colinas de Cotswold ya comenzaban a formar parte de una sección del pasado que Maurine se esforzaría por olvidar a la brevedad.

Al llegar a Los Ángeles, dos días después, lo único que quedaba de su primer enamoramiento eran los ojos hinchados de tanto llorar y un dolor agudo en el pecho que se aplacaría lentamente con el paso de los años hasta dormirse, pero sin curarse nunca. No le dijo nada a nadie sobre lo ocurrido en Inglaterra y cuando su madre le consultó si volvería el año entrante, Maurine fue tajante.

No pondría un pie en esas colinas nunca más. Ni siquiera en su memoria.


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