27.- De Pies a Cabeza (1/2)


De la nada, un puente se formó cerca de la ciudad de Kuhimolarg, en el país de Noradima del imperio noni, en Nudo. De este puente surgió Érica.

Se hallaba junto a la carretera, lo suficientemente lejos para que nadie cerca se diera cuenta del puente por un buen rato. Se quedó mirando la ciudad un momento, recordó cuando fue con sus amigos a conversar con el lúmini en el parque. Había sido un rato divertido.

Recordó que el lúmini le había dado instrucciones que resultaron en ella salvando a un pajarito cayendo de su nido. Érica sabía que los lúminis protegían la vida cuando podían. Se preguntó si, de haber estado cerca, habrían evitado que ella matara a Iprito y sus amigos.

—No es que importe, ya.

Los lúminis podían predecir el futuro, pero incluso ellos eran limitados. De ser distinto, habrían evitado la terrificación de Lorina.

Érica le dio la espalda a Kuhimolarg y partió deslizándose por el campo. No había ido ahí a recordar el pasado o pedir consejo del lúmini, sino que a obtener algo. Se alejó cada vez más de la ciudad hasta que esta desapareció en el horizonte. Atravesó amplios campos. Antes había hecho el mismo camino en nave voladora, por lo que se le había hecho más corto.

—Tengo que ir a recuperar mi moto— recordó.

Esperó que no se la hubieran requisado aún.

Cuando comenzaba a aburrirse, a lo lejos divisó una nube negra a nivel de suelo; una neblina extraña. Había esperado que después de todos esos meses, alguien hubiera buscado eliminar la fuente de timitio de la zona, pero dado que la mayoría de la gente se desplazaba en naves voladoras y que los territi no podían volar, se imaginó que la gente no se habría tomado la molestia.

Pronto se adentró en la nube negra, la cual marcaba el territorio de los territi. Durante su aventura con Liliana y Arturo, se había topado con una joven humana que les rogó ir a rescatar a su padre a ese pueblo infestado. Los cuatro se adentraron y avanzaron hacia el centro, justo como ella hacía en ese momento, solo que la primera vez no comprendían el peligro que les esperaba.

Mientras se deslizaba por las calles de Bril'ore, Érica escuchó murmullos, chasquidos de ramitas partiéndose, rocas rodando a un nivel más bajo, pisadas en la tierra. No los veía, pero sabía perfectamente que eran territi: monstruos hechos a partir de timitio, gente embargada por el miedo del parásito. No eran más que víctimas a quienes Érica compadecía, pues ella había estado sumergida en ese infierno y no era algo que le deseara a nadie.

Antes de llegar a la mansión al centro del pueblo, una sombra le saltó encima. Érica reaccionó a tiempo, lo agarró por el cuello y lo mantuvo alejado. El territi abrió y cerró la boca, intentando partir su cara en dos con sus afiladas fauces. Los territi, controlados por el timitio como estaban, se veían atraídos a la gente fuerte, a los fortemes que habían conseguido tomar un poco de timitio para sí mismos, que lo mantenían seguro. Los territi necesitaban algo de esa seguridad, cualquier cosa para calmar sus miedos. Vivían desesperados, pero no había cura.

Érica golpeó su casco de vidrio, su golpe lo trizó. Lo golpeó otra vez con su puño desnudo, más fuerte, y otra vez. Finalmente el vidrio cedió, su mano pasó hasta adentro, donde pudo sujetar su seco cerebro para arrancárselo de un tirón. El territi cayó muerto, el timitio tardaría un buen rato en esparcirse y formar un charco alrededor del cadáver.

Pronto otro territi la atacó por el costado. Érica le mandó un codazo y luego un puñetazo para romperle el casco de vidrio y matarlo. Justo en ese momento surgió otro por el frente.

—Me arriesgo mucho parándome a pelear con cada uno— pensó.

Así que comenzó a esquivarlos y se deslizó a toda prisa. Los territi escondidos salieron a su encuentro y corrieron a interceptarla. Érica los esquivó a todos, pero sabía que podían sentirla dentro del pueblo, que la seguían a donde fuera que huyera.

Rápidamente cruzó las calles hasta la mansión, la misma en donde ella, sus amigos y Lorena se habían refugiado, la misma en donde Lorena sucumbió ante el timitio. Érica cruzó la entrada y se dirigió a la sala principal, donde se hallaba una piscina de timitio. Ahí, un único territi se mantenía agachado sobre el charco negro, abrazando una lanza con un hilo amarillo. Era la lanza del padre de Lorena, a quien habían ido a buscar allá. El territi, al sentir a Érica aproximarse, se puso de pie y la atacó. Érica le mandó una patada desde abajo para cerrarle la boca, luego lo agarró de la cabeza y lo azotó contra el piso. Le puso un pie encima para dejarlo ahí. Se fijó un momento en la lanza, en la misma posición en la que la habían dejado. Luego miró al territi bajo su pie; estaba en los huesos, su piel ennegrecida, su cara oculta, igual a todos los otros. Pero había estado abrazando esa lanza.

—¿Eres tú?— le preguntó.

El territi chilló y se retorció, desesperado por quitarle algo que nunca podría tener. Érica suspiró, se dijo que no valía la pena. Entonces levantó su pie y, antes de que el territi tuviera tiempo de reincorporarse, le mandó una patada de hacha que destrozó su casco de vidrio y le aplastó la cabeza.

—Espero que seas tú— confesó— espero que ya no sufras.

No la había conocido mucho, menos de un día, pero todo ese tiempo se había quedado con las ganas de darle fin. Al menos le debía eso.

Érica se dirigió a la piscina de timitio que cubría casi todo el piso, se agachó y la tocó. Comenzó a absorberlo dentro de su cuerpo.

Negro comenzó a crecer dentro de ella; lo podía sentir, lo podía ver. Al cerrar sus ojos, su consciencia se dirigió a su habitación interior, donde residía el parásito en ella.

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Se halló en una zona grande, una especie de domo, tan espacioso como un galpón. Las paredes estaban cerradas, no había ventanas ni lámparas por donde entrara luz, pero se podía ver bien. Era más una representación mental que la realidad; lo importante era que todo lo que ocurriera ahí afectaría a Negro y, si las cosas se ponían muy feas, también a ella.

La memoria de ahogarse en una piscina de timitio la envolvió por momentos; morir una y otra vez, siempre dolorosamente, confundida y aterrada sin fin.

Se sacudió la cabeza. Tenía que concentrarse en la batalla a venir.

El suelo estaba ligeramente inclinado hacia el centro, como un embudo. Ahí, flotando en una piscina de timitio, Negro esperaba paciente. Su parásito, o al menos su representación mental, se trataba de una criatura animalesca, de dos metros de alto, constitución gruesa como un oso y garras afiladas.

—¿Listo?— le preguntó ella.

Negro asintió. Podía entender casi todo lo que ella le decía y hasta decir algunas palabras. No sería más inteligente que un niño de cinco años, pero entendía perfectamente qué estaban haciendo ahí y a qué se enfrentaban. Pronto, de las paredes del domo comenzó a surgir timitio, el cual escurrió hacia Negro para unirse a él.

El timitio tenía redes de nervios. Por eso, mientras más timitio había junto, a salvo en el cuerpo de un forteme como ella, más conexiones podría realizar y más inteligente podía volverse. Por otro lado, con una mayor cantidad, el miedo también aumentaba; un miedo que Érica necesitaría soportar con su sola fuerza y determinación. De no conseguirlo, su mente y la de Negro se perderían dentro del miedo eterno, y ella se convertiría en un territi.

Negro comenzó a aumentar de volumen. Rápidamente creció uno, dos, tres metros. Sus brazos se alargaron, la piscina negra sobre la cual se mantenía comenzó a abarcar más de la estancia.

—Esta cámara es harto más grande de la última vez que la vi— pensó Érica— el espacio debe ser la capacidad para contener timitio; mi fuerza. Entonces ese es mi límite.

El timitio continuaba escurriendo desde afuera de las paredes. Esto era porque Érica, en la realidad, mantenía su mano dentro de la piscina de timitio. Aún podía controlar su cuerpo, estando ahí. Quizás no hacer movimientos complejos o hablar, pero podía quitar su mano cuando pensara que era suficiente.

Dentro de su espacio mental, Negro le gruñó; la piscina de timitio donde se encontraba crecía y abarcaba más del suelo. Érica intentó evitarla, hasta que recordó que ya antes había estado parada sobre esa representación mental de timitio y no le había pasado nada solo por estar ahí. Así que se atrevió a ponerle un pie encima y confirmó que seguía bien.

—Este timitio ya entró a mi cuerpo. Da lo mismo si mi representación mental lo toca.

Negro, ansioso, se arrojó hacia ella y le mandó un manotazo, que Érica bloqueó con una mano, sin problemas.

—¡Cálmate!— lo comandó.

Negro se retiró unos metros, nervioso, pero no se desvaneció, no tenía a dónde. El timitio nuevo que ingresaba le iba inyectando su miedo, el cual se iba acumulando dentro de él. Comenzó a arañar el piso, a patalear y a buscar una salida.

Para ese entonces el timitio llegó al borde entre el piso y las paredes, pero siguió entrando, Érica lo permitió. Negro, como si no pudiera respirar, se giró hacia ella y la volvió a arremeter. Érica lo bloqueó otra vez, pero entonces su cuerpo fue arrastrado varios metros antes de poder detenerlo.

—¡Tranquilo, Negro! ¡Tú puedes controlarlo!— dijo para darle ánimos.

Pero Negro ya no estaba tan seguro. En eso, una estaca de timitio surgió desde el suelo y la atravesó desde la espalda baja hasta arriba del esternón. Por un segundo Érica pensó que iba a morir, hasta que recordó que eso no era más que una representación mental; un truco del miedo que sentía su parásito. Sin molestarse, la chica apretó sus abdominales y giró sobre su propio eje para dar vuelta la estaca y romperla por la base. El movimiento le dolió como si lo hubiera hecho de verdad, pero sabía que su cuerpo en la realidad estaba bien. Más importante, se quitó los restos de timitio de adentro de su abdomen. En un segundo el hoyo se regeneró; estaba bien.

Érica se giró hacia Negro, quien la miraba aterrado, desde el otro lado de la habitación. Se fijó un momento más en los niveles de timitio: el suelo había dejado de elevarse; el timitio escalaba por las paredes. Parecía que quería cubrir todo el espacio por la periferia antes de llenarlo por dentro.

Desde la superficie surgieron brazos, cabezas, cuerpos enteros; personas que se le hacían familiares. Ya los había visto, eran sus antiguos amigos, los que ella había matado. Raquel, Ocko, Pekos, Troveto, Gálica y el resto de sus compañeros de curso que ella había asesinado en un arrebato de ira. Entre todos la rodearon y la atraparon. Érica intentó zafarse, pero ellos eran más fuertes, mucho más fuertes que ella, como si ellos fueran los brikas y ella una chica normal.

No era la primera vez que vivía esa pesadilla; lo mismo había ocurrido más de medio año antes, cuando se sumergió por completo en una fuente de timitio y estuvo a punto de sucumbir ante el miedo. Miró a Negro por sobre los fantasmas de sus compañeros de curso; el timitio se revolvía en torno a él. Este rugía con rabia, intentando esconder su miedo, pero Érica entendía sus emociones, sabía que Negro solo buscaba que el miedo se detuviera. Para eso, Érica necesitaba mostrarle lo fuerte y valiente que era. Por los lados, el timitio terminó de cubrir las paredes y comenzó a abarcar el cielo del domo. No quedaba mucho para que estuvieran completamente cubiertos.

Entonces Ocko le dio un golpe en el estómago, abriéndole un agujero del tamaño de su cabeza. Érica se quedó sin aire un momento, pero se repitió que todo eso no era más que una ilusión. El verdadero Ocko estaba muerto, todos ellos llevaban un buen tiempo muertos y no había absolutamente nada que pudieran hacerle.

Raquel le dio una cachetada tan fuerte que le quitó la cabeza de los hombros. Érica se precipitó al suelo, donde el resto de sus compañeros procedieron a molerla a golpes con bates a los que habían cubierto de clavos. Sentía cada impacto fracturando sus huesos, cada clavo atravesando su piel, su lengua y sus ojos, sus orejas rompiéndose, sus tímpanos reventando.

—¡Nada de esto es real!— bramó— ¡Negro, mírame! ¡Estoy bien! ¡Sigo aquí!

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