24.- Solo Completa la Misión (4/4)


No es como si pudieran avanzar sin ella, por lo que decidió que valía lo suficiente para quedarse ahí sentada hasta que estuviera lista para continuar. Quizás hasta se acostara en el suelo ¿Qué iban a hacer?

Sin embargo, de repente comenzaron a gritar. Érica abrió los ojos de par en par y se giró en su dirección, alerta. Frente a los cazadores, bloqueando el acceso al portón que llevaba a la sala de la armágida, se hallaba la misma persona que Érica había visto meditando desde lo lejos. Solo que ya no estaba meditando tranquilamente, sino que envuelto en llamas azules, igual que la bestia.

—¡No!— exclamó la brika.

Ignorando el dolor y el cansancio, echó a correr hacia los demás a toda prisa. Pero la distancia era muy grande. Antes de poder alcanzarlos, el ser en llamas atacó a los cazadores con una oleada de llamaradas, que los mandó a volar en varias direcciones y les provocó quemaduras en varias partes de sus cuerpos. El ser de llamas se transportó hacia Iprito, abarcando treinta metros en un instante. Entonces sacó dos espadas de fuego azul desde sus antebrazos. Se dispuso a despacharlo, pero Érica se apresuró a alcanzarlo y le mandó un golpe impulsado por el timitio. El ser de llamas retrocedió varios metros, pero no cayó.

Al verlo más de cerca, la muchacha pudo apreciar que se trataba de

—¡¿Qué es esa cosa?!— chilló Iprito, detrás de Érica— ¡Mátala! ¡Rápido!

—¡En eso estoy!

Aunque a Érica también le habría gustado saber al menos de qué estaba hecho. No parecía precisamente vivo, más bien una especie de robot hecho de tecnología sumamente avanzada y desconocida; una especie de autómata.

El autómata adoptó una posición de combate. Érica lo imitó.

—¡Iprito, haz distancia!

El mago, por una vez, la obedeció sin rechistar. Entonces el autómata se apresuró hacia Érica, casi instantáneamente, y le mandó un tajo con su hoja de llamas. Ella lo desvió de un movimiento. Chispas saltaron. La fuerza del impacto fue tal que la impulsó hacia atrás.

Ese solo había sido el primer golpe.

El autómata procedió a arremeter a toda velocidad, un tajo tras otro, cada uno con la potencia de un tren a toda marcha. Érica desvió uno y sus muñecas flaquearon, desvió otro que le quemó algunos mechones. Apenas podía mantener el equilibrio ante tamaños golpes. Ese monstruo pegaba tan fuerte como ella misma.

Afortunadamente, su timitio no sentía daño ante las llamas. Comprendió que mientras lo tocara por un mero instante cada vez, no alcanzaría a quemarse.

Érica consiguió acostumbrarse a la fuerza y la velocidad tras unos segundos. Poco a poco empezó a esquivarlo mejor y a bloquear sus tajos con una espada de timitio. Los choques de las hojas resonaban por toda la habitación como truenos. Por un momento pensó que podría ganarle, pero sus brazos quemados dolían y tendían a paralizarse con la sacudida de los impactos. El dolor se iba acumulando. El monstruo no se debilitaba, pero ella sí. La presión aumentaba.

De pronto vio la espada de fuego pasar por donde ella no había previsto; dio un estoque a su hombro antes de que ella pudiera reaccionar. El timitio trató de bloquearlo, pero las llamas de la espada ardieron con ahínco y lo obligaron a retirarse. La hoja penetró en su carne, cortó sus músculos y la paralizó con dolor.

Quiso gritar, pero no se había acabado. El androide sacó su espada para atacarla otra vez. Érica se giró de lado para bloquear con la mano izquierda, pero las arremetidas del androide, sumadas al dolor, comenzaron a sentirse más potentes que antes.

Consiguió bloquear tres tajos más, apenas. Érica supo que sería su fin si no hacía algo. Tenía que cambiar su estrategia; pero solo se le ocurría una manera.

Otro choque de espadas le hizo perder el equilibrio y la mandó al suelo. El androide apuntó a su cabeza. No había tiempo para bloquear; tendría que arriesgarse. Mientras él le mandaba un estoque, ella apuntó a la base de la espada de fuego y le disparó una lanza de timitio. De esta manera desvió el estoque, la espada pasó de largo sin tocarla: se salvó por los pelos

Sin parar, se deslizó desde el suelo hacia el autómata, saltó justo enfrente, demasiado cerca para dejarlo atacar con su espada, lo abrazó con fuerza para que no escapara y le mandó un potente cabezazo.

Las llamas de la cabeza del monstruo aumentaron su potencia, pero Érica las ignoró y le mandó otro cabezazo, y otro, y otro. La cabeza del autómata comenzó a resquebrajarse. Érica le mandó otro cabezazo, y otro más, y otro más, y otro más; ignorando el dolor y la sangre en su frente, y otro cabezazo; apretando los dientes, y otro cabezazo. No iba a morir ahí, y otro cabezazo. Iba a ver a sus amigos otra vez. Otro cabezazo. No importaba si se le rompía el cráneo. Otro más. Estaba harta de perder, de ser débil, de tener que huir. Dio otro cabezazo.

Las llamas del autómata menguaron apenas un segundo. Érica supo que estaba yendo por buen camino, así que le dio otro más, luego lo alejó, alzó la mano en el aire, formó el martillo más grande que pudo y se lo reventó en la frente.

La cabeza del autómata se rompió en cientos de pedazos de cristal, sus llamas se apagaron, el cuerpo cayó inánime al suelo.

Érica lo miró, anonadada. Le dolía mucho la cabeza, estaba algo mareada y un chorro de sangre le tapaba la vista en un ojo. El hombro le dolía mucho, también los antebrazos quemados. Estaba agotada.

Dejó escapar un alarido débil. No sabía cómo podría caminar sola de vuelta por la cueva después de todo eso. Ambos monstruos habían probado ser horriblemente fuertes, pero al menos había cumplido en derrotarlos.

—Estos son monstruos de nivel 5— pensó— en algún momento cruzamos al país de las ruinas. No podemos seguir avanzando. Yo apenas me puedo tener parada.

—¡Quédate ahí, Érica! ¡Nosotros iremos por la armágida!— le avisó Iprito desde la distancia— ¡Volvemos en un segundo!

Vagamente recordaba que habían dicho que la habitación de la armágida estaba justo del otro lado de la puerta del frente. Si solo se trataba de una sala con el tesoro que buscaban, estaría bien, pero cabía la posibilidad de que hubiese una especie de trampa. Érica quiso advertirles, pero estaba muy cansada. Además, ellos también eran cazadores, no es como si fuesen niños que no sabían lo que hacían. La chica se sentó donde estaba y se limpió la sangre de la frente, que no tardó en volver a escurrir.

Descansó un par de minutos. No podía esperar a irse de ese lugar.

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Al rato, la puerta del frente volvió a abrirse. Iprito y su equipo salieron sosteniendo una bolsa de cuero. Lo que fuera que estuviera adentro, era un objeto circular con cerca de 50 centímetros de diámetro. Érica apenas sintió una pizca de curiosidad por qué sería; si ella ni siquiera llegaría a usarla.

—¡La conseguí! ¡Mi propia armágida!— exclamó un eufórico Iprito.

—¿Me dejas usarla de ahí?— le pidió Zarean.

—Espera a que volvamos al pueblo— alegó el mago.

A Érica le habría gustado más tiempo para descansar, pero se sentía mejor sabiendo que pronto podría tumbarse en su cama. Comenzó a pararse, cuando un temblor los alertó. La potencia aumentó hasta que a los cazadores se les hizo difícil mantenerse de pie.

Entonces, desde una de las paredes se abrió un hoyo y surgió un lagarto de escamas moradas y melena de llamas, un dracónido igual al que Érica había combatido antes. Peor aún, del otro lado surgió un autómata. Érica se puso de pie de un salto y se giró al equipo.

—¡Corran! ¡Tenemos que irnos!

Ella podría huir y llegar a la entrada en un par de segundos, pero los demás tenían piernas normales que los limitaban a una velocidad normal. Los monstruos eran mucho más rápidos; les caerían encima si ella no hacía nada. Érica ignoró el dolor y las heridas. Se disparó hacia su equipo para sujetarlos a todos con tentáculos de timitio y echar a correr a toda prisa a la salida. Entonces les cayó otro dracónido del cielo para cortarles el paso, las llamas de su melena chispeando de ira. Érica lo rodeó como pudo, pero mientras lo hacía, advirtió que por los lados surgían más dracónidos y más autómatas, demoliendo las paredes en sus caminos. Pasaron de cuatro a doce, de doce a veinte, de veinte a cincuenta.

—¡Iprito, usa la armágida!— le pidió Rígrez.

Este la sacó de la bolsa; un espejo de bordes plateados, sin reflejo. En su vidrio solo un abismo sin fin.

—¡¿Cómo se usa?!— chilló el mago.

—¡¿No sabes qué hace?!— bramó Érica, desesperada.

En ese momento un autómata los alcanzó y los atacó. Érica soltó a todos, agarró el espejo y lo usó para bloquear su espada, pero el espejo cayó al suelo y rebotó lejos de su alcance.

—¡Mi armágida! ¡¿Qué haces?!— gritó Iprito.

El autómata no dejó de atacar por el espejo. Érica apenas pudo seguirle el ritmo.

—¡Corran a la salida! ¡Yo los retengo!

Dracónidos y autómatas se cernían sobre ellos, cada vez más cerca.

—¡Mi espejo! ¡Lo necesito!— chilló Iprito.

—¡Tenemos que irnos!— mandó Tukek.

El noni agarró al mago por el cuello de la camisa y se lo llevó. Rígrez y Zarean los siguieron apresurados hacia la salida. Érica retrocedió como pudo mientras esquivaba y bloqueaba los tajos del autómata. Un dracónido intentó embestirla desde un costado; ella lo esquivó y aprovechó su enorme cuerpo para hacer distancia del autómata. Se disparó hacia sus compañeros para huir de ahí, pero advirtió que otros monstruos estaban a punto de saltarles encima. Se apresuró hacia ellos y los embistió desde atrás. No quedaba mucho, pero los monstruos estaban cada vez más cerca. Érica los tomó una vez más con látigos de timitio, echó a correr, alcanzó las escaleras y llegó hasta la mitad, cuando otro autómata la interceptó desde un lado. Érica botó a los cazadores y bloqueó su hoja, solo que al hacerlo, el suelo bajo ella se hundió unos centímetros. El autómata se hundió también; se oían grietas desgarrando la roca por toda la zona; esa cámara apenas se mantenía en pie. No era de extrañar, después de todo el daño estructural que había recibido.

Iprito y sus amigos corrieron por las escaleras hacia arriba mientras Érica mantenía al autómata ocupado. Pronto otro autómata apareció por el otro lado y la brika tuvo que concentrarse en bloquear espadazos como trenes desde ambos lados. Tres dracónidos se acercaban por el frente.

Al mismo tiempo, Iprito y sus amigos llegaron al final de las escaleras y atravesaron el portón hacia el otro lado. No estaban fuera de la cueva, pero al menos tenían una barrera entre ellos y los monstruos, de momento. Luego de avanzar un par de metros, Iprito se detuvo y miró hacia atrás. Vio a Érica luchando contra los monstruos con todo lo que tenía, supo que no le quedaba mucho. Vio la gran cámara llena de grietas y fisuras, gruñendo, a punto de desmoronarse. Después de que Érica muriera, los monstruos los perseguirían a ellos. Vio la entrada que los separaba de todo ese peligro. Si tan solo pudieran instalar una barrera justo ahí, en un instante.

—¡Tukek!— lo llamó— ¡Saca tu basuca!

El noni se detuvo junto a él, miró en donde miraba el mago y comprendió lo que estaba pensando.

—¡¿La vas a sacrificar?!— exclamó, sorprendido

—¡¿Qué?!— exclamó Érica, lo suficientemente cerca para escucharlos— ¡Iprito, no te atrevas!

No pudo decir más, puesto que los monstruos la tenían demasiado ocupada.

—¡Érica nos está protegiendo!— reclamó Tukek.

—Y valoraremos su sacrificio, pero no podremos hacerlo si nosotros morimos también ¡Ahora dispara a la entrada! ¡Rápido!

—¡IPRITO, DESGRACIADO!

El noni vaciló un momento, pero terminó por cargar su basuca y dispararla como le decía su jefe. Érica esquivó un zarpazo, bloqueó una espada y de pronto una explosión retumbó por su espalda. Varias rocas se desplomaron en la entrada, sellándola. Decenas de grietas chicas y enormes se formaron, resquebrajaron el suelo y las paredes. Algunos de los monstruos bajaron unos centímetros; el suelo comenzó a colapsar.

El cielo de roca se vino abajo, desde el centro. Toneladas de roca y tierra cayeron sobre la arena y las gradas, mandándolas hacia abajo, a un abismo oscuro y profundo. Partió por el centro, pero rápidamente se expandió hacia el resto de la cámara. Los monstruos comenzaron a caer, pero muchos permanecían en el nivel de la arena junto con Érica. Los temblores provocaron que algunos de los monstruos perdieran el equilibrio. Érica tuvo unos segundos para huir. Se lanzó hacia las paredes y se sujetó con su timitio. Solo necesitaba un par de segundos.

Rápidamente llamó a las cadenas de Hosilit, la tomó en su mano, formó un puente hacia el pueblo.

Entonces un dracónido surgió desde la pared y cerró sus fauces con fuerza. Érica saltó para eludirlo, pero con eso se alejó del puente. Su mano permanecía en la cadena.

—¡Solo tengo que tirar!— pensó.

Aterrizó, se preparó a tirar, pero tres autómatas le saltaron encima. Érica los bloqueó, pero el piso colapsó bajo sus pies. Todos cayeron. El puente permanecía arriba. La cadena desapareció, se esfumó de su mano.

—¡NOOOOooooo!

Intentó llamar el poder de las cadenas mientras caía, pero este no le contestó. No podía, no la obedecerían hasta varias horas más. Un dracónido le escupió una llamarada, de la que ella solo se pudo proteger con sus brazos y piernas.

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Cayó de cara sobre una roca, rompiéndose un diente. Rodó hacia un hoyo y su cuerpo se deslizó hasta el lugar más profundo.

Algo aturdida por el golpe, alzó la cabeza. En ese lugar no había luz, solo tenía su linterna y las llamas de los monstruos alrededor; decenas de llamas, entre dracónidos y autómatas. Todos fijos en ella, mirándola desde rocas superiores. El resto de los monstruos y las piedras terminaron de caer poco después. No se veía la cámara de la cual habían caído. No había salida, Érica no podía huir.

Tragó sangre. Estaba agotada, le dolía todo. Apenas había podido con dos de ellos. Comprendió que iba a morir ahí, y de inmediato se echó a reír involuntariamente.

—¡Así que esta es mi tumba!— rugió— ¡Me parece bien! ¡

Ya no tendría que preocuparse por sobrevivir, por proteger a otros, ya no. Podía enfocarse en atacar, en destruir, en matar. Por una vez podía ser una máquina asesina, llegar a la catarsis de la violencia.

Formó dos garras afiladas en sus manos, resopló por la nariz, echó a correr contra los monstruos. Estos se abalanzaron sobre ella.

Érica rompió la cabeza de un autómata, recibió el zarpazo de un dracónido y cayó al suelo, pero se deslizó con timitio para dirigirse hacia otro y atravesarle el corazón. Rompió, cortó, descuartizó todo lo que pudo. Un golpe le rompió seis costillas, un corte le cercenó el ojo izquierdo, un mordisco le rompió la rodilla. Ella cortó la cabeza de un dracónido, le mandó una patada de hacha a un autómata, tomó su espada y la usó para cortar a otro. Una llamarada le carbonizó la mano, una espada le atravesó el estómago. Ella aplastó una cabeza de autómata con su pie, le rompió los dientes a un dracónido de un golpe. Se resbaló con su propia sangre. Entonces un autómata encima de ella intentó atravesarle la cabeza con su espada, pero ella la sujetó con la mano que aún le quedaba y le mandó una estaca de timitio que le atravesó la cabeza al instante. Un dracónido le dio un coletazo, pero ella le atajó la cola al vuelo y la asió con fuerza para levantarlo sobre su cabeza y azotarlo contra el suelo. Le dieron otro zarpazo que la mandó a volar varios metros. Un dracónido intentó interceptarla con una llamarada, pero ella le metió un pie en la boca y le atravesó el cuello con una lanza de timitio.

Así se pasó lo que le pareció una eternidad, entre golpes, muerte, sangre, dientes, roca, hueso, fuego y dolor. Dejó de contar el tiempo en minutos u horas, pasó a registrarlo en heridas que ganaba o partes del cuerpo que perdía. No podía más que sumirse en una vorágine de violencia. No podía más que matar.

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En cierto momento se vio acorralada por un dracónido. Le faltaba una pierna, la otra estaba rota, apenas podía ver o mantenerse consciente. Sentía mucho frío. Vio la llama del dracónido surgiendo en su garganta y estiró la mano que solo tenía dos huesos rotos y 3 dedos para extender una lanza de timitio que le atravesó el cuello. El dracónido cayó muerto, como todos los demás.

—Ya no tengo energías— pensó— no creo que llegue a sobrevivir otro minuto.

Esperó a que se acercara el siguiente monstruo, pero ninguno apareció alrededor. Érica se mantenía recostada contra un puñado de rocas, apenas podía mover el cuello y el brazo que le quedaba. Miró alrededor con su último ojo, pero no vio a nade. No había más llamas.

—¿Dónde... ¿Dónde están?— se preguntó— ¿Dónde se metieron?

Esperó un rato más, pero no se le acercó ningún monstruo. Ya no veía llamas azules.

—¿Eh? ¿Los maté a todos?— se aventuró.

Una risita se asomó por su boca ensangrentada, pero apenas podía respirar y le dolía al hacerlo; un par de costillas rotas se le habían salido de la piel y se le asomaban por el pecho. Pero ya no le importaba.

—Papá, los maté a todos— pensó— gané ¿Cómo está eso para tu princesita?

Cerró los ojos. Estaba cansada, muy cansada. Al fin había silencio. Podría descansar en paz.

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