10.- Las Princesitas no son Inmunes a las Balas (1/2)
Cierto día, cuando Érica tenía ocho años, estaba jugando con un compañero de colegio en los estacionamientos, a la hora de salida. Había muchos niños corriendo por todos lados y decenas de furgonetas listas para recoger a sus niños respectivos y llevarlos a sus hogares. Érica y su amigo jugaban a unas cartas coleccionables que él tenía; en ese momento le estaba enseñando. Sin embargo, pronto apareció un grupo de niños pesados de un curso superior para burlarse de su amigo.
—¡Jajaja! ¡Mírenlo, está jugando con una niña!— se burló el líder del grupo— ¡Él también es niñita!
—¡Niñita! ¡Niñita!— repitieron tres chicos más, detrás del primero.
—¡No soy niña! ¡Solo le enseño a jugar!— alegó el amigo de Érica.
Érica apretó los labios, intentando controlarse, pero su paciencia a los ocho años no era mucha. Entonces, el líder del grupo de pesados se inclinó sobre ella; con su cuerpo intimidante de niño de nueve años.
—¡Ese juego es para niños! ¿Acaso has visto a alguna niña jugarlo?
—¡Ya hay otra niña en nuestro curso que juega!— indicó el amigo de Érica.
—¡Eso es mentira, porque las niñas no pueden jugar a esto! ¡No le puedes enseñar!— bramó el niño mayor.
—¡Déjame jugar tranquila!— exclamó Érica, comenzando a alterarse.
—¡Tú no puedes jugar, porque eres niña! ¡Aprende que esto es para niños! ¡Anda a jugar con otras cosas de niña, tonta!
Este último comentario la hizo llorar. Su visión se volvió borrosa con las lágrimas que surgieron y le impidieron ver dónde golpeaba, pero golpeó de todas maneras, aterrada por la amenaza del niño mayor. Le golpeó en el hombro, arrancándole el brazo de un golpe y mandándolo a volar e impactarse contra la pared del colegio. Después de eso hubo muchos gritos y gente corriendo por todos lados. Érica se dio cuenta que había hecho algo malo, algo muy malo, y que necesitaba avisarle a su papá cuanto antes.
Asustada, echó a correr. No importaba dónde, solo sabía que tenía que alejarse. Las sirenas de la policía no tardaron en hacerse oír. Érica huyó, pero como no sabía ubicarse, terminó acorralándose ella misma en una calle sin salida. Varios policías la persiguieron y le cerraron el paso. La muchacha no sabía qué hacer. De repente los policías comenzaron a disparar, lo cual la asustó aun más.
Entonces, para su sorpresa, se topó con una pierna conocida. Al mirar arriba encontró a su padre, el cual la miraba con una sonrisa tranquilizadora. A pesar de que la gente alrededor gritaba y disparaba, él estaba tan calmado como cualquier sábado por la mañana.
—Tranquila, princesita. No dejaré que nadie te haga nada— le aseguró.
Érica abrazó la pierna de su padre, refugiándose en él. Quiso que él la tomara en brazos y se la llevara lejos, como siempre hacía cuando ocurría algo así. Este se agachó con cuidado para hablar mejor y le acarició la cabeza. Esperó a que se calmara para continuar.
—Escucha, Érica: no es tu culpa que esta gente mala intente hacerte daño— le explicó— pero es tu deber protegerte ¿Me entiendes?
Érica lo miró extrañada, sin entender bien a dónde iba. Hasta ese momento, ella nunca había peleado con la policía.
—Nada te pasará, pero me gustaría que ahora intentaras protegerte a ti misma. Quiero saber que puedes hacerlo ¿Podrías intentarlo por mí?
Érica miró hacia atrás, asustada. Había muchos adultos gritando, tanto a ella como entre ellos mismos. Había policías apuntándole con sus armas, había autos de patrulla y ambulancias haciendo ruido, cuerpos desangrándose en la acera.
—Confía en mí, Érica. Sé que se ve amenazante, pero te prometo que nada te pasará.
—Ah...
Érica miró una última vez a su papá. A pesar de la situación, él parecía tan seguro de lo que decía, tan por encima de todo, que a la niña le costó más creer las amenazas de todo el resto del mundo que a él. No estaba segura de si podía hacer lo que su padre le pedía, pero estaba segura de que, pasara lo que pasara, ella estaría bien, porque su papá lo decía.
Sin embargo, los gritos y amenazas de los adultos la embargaron. Érica no pudo más que refugiar su vista en la pierna de su papá y ponerse a llorar.
Lucifer entonces la tomó en brazos y saltó hacia lo alto de un edificio para alejarla de todo ese ambiente. Continuó saltando de edificio en edificio para evitar que la gente común pudiera seguirles la pista.
Después de unos minutos, se detuvieron en la cima de uno de los edificios más altos de la ciudad. Estaban muy alto, pero no había viento. Tampoco había gente alrededor, solo ellos dos por encima de todo. Lucifer dejó a su hija en el suelo y le limpió las lágrimas. Érica comenzaba a calmarse.
—¡Lo siento, papá!— se apresuró a disculparse.
—No, mi princesita, yo lo siento. Creo que no te he preparado bien para ese tipo de situaciones— le indicó— no debí pedirte algo tan grande sin avisarte.
—Ah...
Érica miró a su padre. Él nunca se equivocaba, por lo que si él decía que había cometido un error, debía ser verdad. Su mente de niña no encontró ninguna contradicción en esta lógica.
—Pero me parece importante que aprendas ¿Podrías hacerme ese favor? ¿Podrías tratar de hacerte fuerte para que tu papá se sienta más seguro?
Érica asintió.
—¡Claro!
Cualquier cosa por su querido padre. Este sonrió.
—Muy bien. Iremos a las montañas, entonces. Te entrenaré poco a poco. No será imposible, nunca nada que te pida será imposible, pero será difícil. Tú puedes superar los desafíos que te dé. Sé que puedes. Por favor, confía en mí.
—¡Sí, sí, obvio que confío en ti! ¡Vamos!— apremió la niña.
Con media sonrisa asomándosele por la impaciencia de su hija, Lucifer la tomó en brazos y saltó desde decenas de pisos en el aire hacia el asfalto. De ahí partieron hacia las montañas.
Lucifer armó un campamento y luego la llevó a cazar animales.
—Recuerda que nunca debes cazar por deporte— le pidió— tenemos una gran ventaja contra los animales. Cazar por diversión está mal. Solo cazaremos lo necesario para que aprendas ¿Está bien?
Érica asintió.
Listos, partieron por territorio salvaje y pronto se encontraron con un jabalí macho.
—¡Un cerdo peludo!— exclamó Érica.
Esto alertó a la bestia, que se dio a la fuga.
—Ay, se escapó.
—Debes ser más cuidadosa al cazar animales. No puedes hacer ruidos mientras los acechas— le indicó su papá— pero no importa que ese haya escapado; su amigo viene directo hacia aquí.
—¿Eh?
Lucifer apuntó con un dedo en otra dirección. Érica se giró y, para su sorpresa, un segundo jabalí la embistió y la pisoteó antes de desaparecer entre los árboles. Érica sintió unas cuantas heridas y raspones, pero al ponerse de pie, ya estaba completamente bien. Generalmente se tardaba una noche en recuperarse de cualquier daño, pero en ese momento no le tomó importancia; su misión era cazar a un jabalí.
—¿Crees que puedes enfrentarte a uno?— le preguntó su papá.
Érica asintió.
—Solo me tomó por sorpresa— aseguró.
Lista para una segunda oportunidad, se adentró en el bosque corriendo, sin preocuparse de perderse; su papá era genial y siempre podría encontrarla, estuviera donde estuviera.
No le tomó mucho tiempo volver a escuchar los pasos del jabalí corriendo entre ramas y sobre hojas secas. Ella se apresuró a pillarlo. Un jabalí era rápido, pero ella era aun más rápida y tenía mucha más energía, tanto como para seguirlo todo el día si fuera necesario. El animal se alertó de escucharla acercándose por detrás. Érica no tardó en alcanzarlo, pero entonces se vio con el problema de qué hacer para enfrentarlo, para cazarlo, para matarlo.
No sería la primera criatura que asesinara, pero sería el primer inocente a quien ella buscaría matar sin ser provocada. Incluso sin la capacidad de poner esto en palabras, su mente de ocho años entendía que había algo mal en todo ello.
—Pero mi papá dijo que era necesario— pensó.
Así que no lo cuestionó más y lo tomó como una tarea que debía realizar.
Nada más estiró la mano y lo agarró de la cola para detenerlo. Sin embargo, la bestia no se paró, sino que la arrastró por el suelo. Desconcertada, y aunque era muy joven para entender que su tremenda fuerza no le sumaba nada de peso, Érica notó que no bastaba con simplemente tirar de la cola. Ni siquiera podía aplicar bien su fuerza si no podía ponerse de pie, por lo que soltó la cola, se volvió a poner de pie y echó a correr de nuevo tras el jabalí.
Este, agotado, se detuvo un momento para descansar y girarse, listo para atacarla otra vez. Sin embargo Érica aprovechó ese momento para apretar la mano en un puño y golpearlo entre los ojos. Su manito destrozó el cráneo y mató al animal casi al instante.
Su cuerpo peludo se arrastró por el suelo y chocó en una roca. Érica se detuvo, su mente en blanco. Se quedó mirando el cuerpo sin vida, intentando comprobar que lo había matado de verdad. Luego se miró la mano ensangrentada. No recordaba la primera vez que había matado a alguien en su vida, simplemente había crecido haciéndolo. Para ella era tan normal como salir a pasear o comer cereales al desayuno. Aun así, no se sentía del todo bien tras haber matado a ese animal.
Su padre no tardó en aparecer desde atrás, le acarició la cabeza y se acercó al jabalí.
—Sí, está muerto. Bien hecho, Érica.
La miró sonriente, mas pronto advirtió que ella no le sonreía de vuelta como solía hacer.
—¿Princesita?
—Gracias— contestó.
Lucifer se quedó pensando un momento, sin quitarla de su vista. Se llevó una mano al mentón.
—¿Quisieras continuar cazando animales?
Érica abrió y cerró la mano, como si necesitara comprobar el estado de sus nudillos, pero ya sabía que estaba perfectamente bien.
—Bueno— se resignó.
—¿Sucede algo, princesita?
Érica no pudo mirar a su papá, no se atrevió.
—¿A cuántos animales tengo que matar?— inquirió.
Lucifer ladeó la cabeza.
—¿Qué?
—Para aprender a defenderme ¿Cuántos crees que necesite matar?
Lucifer se llevó una mano a la cabeza.
—Pues... eso depende de ti, princesita ¿Quieres cazar a otro?
Érica apretó los labios. Quería decir que sí, quería que su papá se quedara tranquilo, quería acabar con todo eso y relajarse, jugar, ir a su casa a ver los dibujos animados que le gustaban junto a su papá.
—Érica ¿Te sientes bien?
Mas la niña se encontró con el cuerpo sin vida del jabalí y esbozó un puchero.
—No me gusta matar animales— dijo antes de derramar unas lagrimitas.
Su papá la abrazó por impulso y la dejó llorar en su hombro.
—Lo siento, princesita. Creo que me excedí un poco— admitió— no quería ponerte triste ¿Te gustaría que dejáramos de entrenar de esta forma?
—Es que no quiero que te preocupes— indicó ella entre lagrimitas— puedo cazar más animales para hacerme fuerte.
—No, princesita. No necesitas cazar a ningún otro animal— Lucifer le dio un beso en la frente— pensé que acostumbrarte a cazar individuos te ayudaría a protegerte, pero no quiero que la pases mal por mi culpa. Inventaré otra manera, ya lo verás. Tú no te preocupes.
Entonces se giró hacia el cuerpo del jabalí.
—Por ahora, aprovecharemos su cuerpo. No lo habremos matado en vano.
Érica asintió.
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Dicho y hecho, en un par de horas Lucifer ya lo había despellejado, descuartizado y terminaba de cocinarlo. Esa noche comieron jabalí asado.
Al día siguiente, aún en las montañas, Lucifer instruyó a Érica en lo básico del combate. Poco a poco le fue enseñando sobre cómo dar un buen puñetazo, una patada, cuándo esquivar y varias otras tácticas. Dejaron de usar animales; en vez de eso Érica golpeaba árboles, rocas y a veces a su mismo padre, el cual era la única persona en todo el mundo capaz de recibir sus golpes sin inmutarse en lo más mínimo.
Pasaron semanas. Érica aprendió a acechar presas desde la copa de los árboles, a escalar paredes de roca y a atacar a los puntos vitales para terminar una pelea lo más rápido posible.
Varias veces su papá la llevó a un claro, donde él le indicaba un punto del cuerpo y ella tenía que tratar de alcanzarlo y pegarle ahí. A veces era el cuello, a veces la cabeza, a veces el estómago. Él se protegía con los brazos y usaba movimientos moderados que usaría otra gente para tratar de esquivarla. Los puñetazos y patadas de Érica resonaban por decenas de metros.
A medida que Érica fue aprendiendo, Lucifer fue aumentando la velocidad y distancia con la que esquivaba, obligándola a correr más rápido, a saltar con mayor precisión y pegar con mayor frecuencia. No le enseñó artes marciales como tal, sino más bien una manera de usar su tremenda fuerza para terminar con encuentros lo más rápido posible; a matar a sus atacantes antes de que pudieran hacerle daño.
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