1.- Un Lindo Cumpleaños
Érica y su papá caminaban cierto día por la costa de Santa Gloria, cuando aún vivían ahí. Érica miró a su padre hacia arriba, imponente y carismático. A la corta edad de 5 años, le parecía que no había nada que él no pudiera hacer.
—Papá— lo llamó.
Este se giró hacia abajo, siempre sonriente, siempre atento.
—¿Sí?
—¿Podré volver a ver a los amigos que hice ayer?— inquirió inocente.
—Claro, princesita. Algún día se volverán a ver ¿Te gustaron?
—Eran un poco raros, pero sí.
—Qué bueno. Es importante tener amigos de tu edad.
—Sí, pero es difícil ¡Todos mueren muy rápido!
Lucifer Sanz rio entre dientes.
—Lo que ocurre es que eres una muchachita muy fuerte ¡No pueden resistirse a tus músculos!
Érica, altanera, alzó sus brazos para mostrar sus bíceps. Lucifer Sanz se agachó y los palpó, fingiendo asombro.
—¡Qué brazos más fuertes tienes!
Érica levantó el mentón, orgullosa de sus brazos de niña de 5 años.
—¿A ver los tuyos?— lo invitó.
Lucifer alzó un brazo e hizo presión en su bíceps para que se abultara. Érica los palpó con emoción. Lucifer entonces se puso de pie para dejar que su hija colgara desde su brazo.
—¡Aaaah! ¡Eres muy fuerte!— exclamó emocionada.
—Claro que sí, soy tu papá.
Érica, ágil como un mono, avanzó a su hombro y se colgó de su cuello.
—¿Y cuando yo sea grande, seré tan fuerte como tú?— quiso saber.
Aunque su papá le había explicado que en algún momento sería una adulta, no era un fenómeno que considerara posible; su mente de niña solo concebía el presente, la calma que le otorgaba su papá y los esparcidos momentos de estrés cuando otros se enojaban con ella
—Serás aun más fuerte.
—¡¿Qué?! ¡¿De verdad?!— saltó asombrada.
—¡Claro! Estoy seguro...
Su papá calló por un momento. Érica se asomó desde su hombro y lo notó sin su sonrisa característica. Parecía casi triste, una emoción que, más grande, Érica aprendería que se llamaba "nostalgia".
—O quizás no— continuó él.
—¡¿Qué?!— bramó ella.
Su papá suspiró.
—No es necesario que hagas nada, Érica. No necesitas esforzarte. Ambos podemos vivir bien. Podemos... simplemente disfrutar el uno del otro...
Quizás, de haber sido más grande, Érica habría captado que las palabras de su papá eran serias. Sin embargo, con su mente de niña solo fue capaz de sacarle un significado a lo que había dicho.
—¡No! ¡Yo seré fuerte!— alegó.
A Lucifer se le escapó otra risita entre dientes.
—Como tú digas, princesita. Si quieres ser la más fuerte, sé que lo serás.
—¿Lo dices en serio?— inquirió ella, algo desconfiada.
—Sí, en serio.
—Bien.
Lucifer terminó la discusión sujetándola y dándole un beso en el cuello.
—¿Te animas a hacer un poco de ejercicio mañana, conmigo?— quiso saber él.
—¡Claro!
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A la mañana siguiente se levantaron temprano, se vistieron con ropa deportiva y salieron a correr. En un parpadeo salieron de la ciudad y llegaron a un cordón montañoso.
—¿Lista?— le preguntó Lucifer.
Érica miró en todas direcciones, preguntándose dónde había quedado su casa, pero la duda le resbaló de un momento a otro.
—¡Sí!
Ambos comenzaron a correr montaña arriba, al principio despacio; en segundos superaron la velocidad de un atleta olímpico. Desde ahí solo aceleraron. Al llegar a la primera de las cimas, saltaron, casi volando sobre las laderas rocosas. Lucifer se aseguró de que Érica aterrizara bien cada vez, sujetándola a momentos. Pronto la niña se aburrió y se subió a los hombros de su papá, quien siguió corriendo.
—Tú me dices qué tan rápido quieres ir, princesita— le espetó él.
—¡Vamos más rápido! ¡Más rápido!— exclamó esta de inmediato.
Lucifer aceleró a través de las montañas, saltó de una cima a otra, sin querer chocó contra un cóndor que volaba por ahí. Corrió y saltó tan rápido que el viento comenzó a sentirse como una muralla de concreto en su cara, pero Érica solo gritaba que aumentara la velocidad.
Bajaron la montaña como un cohete, corrieron por las planicies y se hallaron en la costa.
—¿Te atreves a nadar?— le preguntó Lucifer a su hija, mientras iba a 500 kilómetros por hora.
—¡Nooo! ¡Me da miedo!— alegó Érica.
—Está bien ¿Entonces te gustaría navegar sobre mí?
—¡Sí, hagamos eso!
Con toda la autorización que necesitaba, Lucifer se arrojó al mar y se adentró en el agua como un torpedo en la superficie. Peces y lanchas se hicieron a un lado mientras él pasaba, sus brazadas tan potentes y su estela tan grande que se podía ver desde kilómetros a la redonda, aunque nadie entendía muy bien qué es lo que provocaba ese fenómeno.
Avanzaron tan rápido que en unos minutos llegaron a la ciudad. Lucifer saltó desde el agua hacia la costa y continuó corriendo por el asfalto, el viento secándoles la piel. Saltaron manzanas enteras, hacia la cima de edificios y por sobre el smog.
Cuando terminaron su corta sesión de ejercicio, regresaron a su casa. Ahí se ducharon y se cambiaron de ropa para volver a salir.
—¿Te gusta hacer ejercicio conmigo, princesita?— quiso asegurarse Lucifer.
—¡Sí, es muy divertido!— exclamó Érica— ¡Me encanta cuando saltas por las montañas!
—Me alegro— dijo un satisfecho Lucifer.
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Juntos fueron a pasear. Lucifer la llevó al centro de la ciudad, donde vieron un espectáculo de títeres. A Érica le encantó; se trataba de un dragón que comía algo podrido y luego se enfermaba del estómago y tenía que tirarse muchos pedos.
A la hora de almuerzo partieron a un restaurante de por ahí cerca, uno que estaba en un piso elevado. Se veía elegante.
Érica corrió a elegir una mesa. En su carrera se golpeó con una de estas y se cayó de espaldas. El golpe fue tan fuerte que todos en el restaurante lo escucharon y se giraron a verla. Érica se levantó sin problemas y se fijó en la mesa con la que había chocado; no se había roto, no tenía ni una muesca. Aliviada, se giró hacia su padre, el cual se acercaba con toda calma.
—¡Papá, no se rompió esta vez!— exclamó alegre.
—Bien hecho, Érica.
La jovencita continuó su carrera sin problemas y se sentó en una mesa cerca del medio del salón. Su papá se sentó frente a ella. En poco tiempo les entregaron el menú. Érica lo abrió y miró las fotografías de los platos preparados, pero no leyó nada, dado que aún no aprendía.
—¡Quiero este!— le dijo a su papá, mientras le mostraba la fotografía de una parrillada para 8 personas.
—Ese no te gustará, princesita. La carne puede ser muy dura ¿No quieres algo más completo? Como...
—¡Una copa payasito!— exclamó.
Lucifer rio entre dientes.
—Mejor pide el postre después del almuerzo ¿Qué tal algo de pescado?
—Está bien.
Pidieron, les llevaron su comida y almorzaron de lo más tranquilos. Estaban terminando, cuando algo llamó la atención de la niña; en una mesa cercana, un mozo realizaba un pequeño espectáculo que involucraba cuchillos envueltos en fuego.
Ella no era la única maravillada; todos alrededor echaban vistazos asombrados. El joven mozo en la mesa malabareaba tres cuchillos envueltos en llamas como si nada. Terminó su espectáculo tomando uno de los cuchillos e insertándolo dentro de un trozo de carne generoso, luego tomó el segundo y lo insertó en otro lado. Finalmente estiró la mano para tomar el último cuchillo, pero sus dedos chocaron con el mango y lo arrojaron por sobre su hombro. El cuchillo describió un arco en el aire y cayó girando directo hacia la cara de Érica. La niña lo vio aproximarse a sus ojos, sin tiempo para reaccionar.
De pronto el cuchillo se detuvo frente a ella, o quizás no, solo fue un instante antes de que su padre lo sostuviera con su mano, a pocos centímetros de que la punta penetrara en el iris de su hija.
Lucifer recogió su brazo y examinó el cuchillo aún en llamas. Luego lo sopló y las llamas se extinguieron. A pesar de que lo había sujetado por la hoja, no tenía ningún corte. El papá de Érica nunca se hacía heridas.
El mozo se acercó de inmediato suplicando disculpas, pero Lucifer lo cortó con un gesto de la mano. Con toda calma, le devolvió el cuchillo.
—Ve a la cocina, continúa trabajando— le dijo como si cualquier cosa.
Érica, que no había reparado en la gravedad del asunto ni le importaban los nervios del mozo, continuó comiendo su comida, anticipando con ansias su copa payasito.
El mozo se fue, la gente dejó de mirarlos, todo volvió a la normalidad. Su papá se relajó contra el respaldo de la silla y miró al cielo, pensativo.
—Princesita ¿Me esperas un momento? Tengo que ir al baño.
—Claro— contestó ella sin quitar los ojos de su plato.
Érica tenía una manía de llevarse un poco de todo a la boca en cada momento, por lo que tenía que dividir su comida en pedacitos chicos para que todos le cupieran en la cuchara y en la boca. Finalmente, con algo de esfuerzo y mucha concentración, consiguió terminarse el último pedazo de pescado con el último pedazo de papas y el último pedazo de salsa, todo junto.
—¡Ja! ¡Lo hice!— se felicitó a sí misma— ¡Deberían darme el premio a la campeona de mejor plato terminado!
Alzó la vista, preguntándose a dónde se habría ido su papá, cuando recordó que había mencionado algo sobre el baño.
En ese momento, las puertas de la cocina se abrieron de golpe. Un hombre con ropa de cocinero voló a lo largo de todo el restaurante, sobre las cabezas de la gente, rompió la ventana al otro lado y cayó desde la cima del edificio, cientos de metros hacia el suelo.
—Qué tonto es ¿Por qué salta a través de la ventana?— pensó Érica.
La gente comenzó a saltar de sus asientos, conmocionada. Muchos intentaron asomarse por la ventana rota, corrieron hacia el pasillo afuera. No es que le importara a la niña.
En eso, su padre apareció de un momento a otro y le puso una copa payasito enfrente.
—¡Ay, gracias!— exclamó la niña antes de zampárselo.
Lucifer volvió a sentarse frente a ella y la miró mientras comía, tan inocente y despreocupada.
—¡Papá, pasó un hombre volando mientras tú no estabas!— exclamó ella, necesitando una pausa del helado.
—¿En serio? Qué tonto debe ser.
—¡Eso mismo pensé yo!
Una sonrisa de oreja a oreja se plantó en la cara de su padre.
—Supongo que pensamos de forma similar— comentó.
Érica no contestó, nuevamente concentrada en su copa de payasito. Para cuando terminó, las personas en el restaurante parecían haberse calmado un poco.
—¿Vamos?— le preguntó su papá.
—¡Sí!
Ambos se pusieron de pie y se marcharon. Érica, siendo una niña, no se dio cuenta que no habían pagado, ni que los mozos y personal del restaurante evitaban acercarse a ellos.
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Seguidamente fueron a pasear al zoológico y a la costa. Mientras caminaban, Érica se fijó en una de las tiendas. Era un local chiquitito, especializado en cosas para cumpleaños.
—¿Papá? ¿Cuándo será mi cumpleaños?— le preguntó, anhelante.
—¿Mmm? Todavía quedan unos meses, princesita.
—Oh...
Caminaron un poco más en silencio. Érica lo miró y, para su sorpresa, se dio cuenta que su papá también podía tener cumpleaños.
—¿Y cuándo será tu cumpleaños?— quiso saber.
—Es hoy.
—¡Ah! ¡Qué sorpresa!— exclamó ella— ¡¿Tú lo sabías?!
—Yo te lo dije ¿O no?
—¿Y cuántos años cumples?
Su papá se detuvo y la miró a la cara.
—¿Hasta cuánto puedes contar?
Érica de inmediato se revisó las manos, juntó los dedos en puños y comenzó a alzarlos uno a uno.
—Uno... dos... tres...— fue contando poco a poco.
Cuando llegó al diez, alzó ambas manos y se las mostró a su papá.
—Hasta el diez— dijo.
Lucifer le acarició la cabeza.
—Qué inteligente eres, princesita.
Érica posó ambos brazos sobre sus caderas y sacó pecho, orgullosa.
—Yo tengo más que eso.
—¿Pero cuánto?— insistió ella.
—Es un número que no conoces aún— le aseguró él— te lo diré cuando puedas contar hasta mi edad. Antes de eso, no hay mucha razón.
—¡Argh! ¡Como quieras!— alegó ella.
Frunció el ceño, frustrada de no tener las respuestas que quería cuando las quería, pero al mirar a su papá arriba se encontró con una sonrisa de oreja a oreja, un hombre complacido, satisfecho por... ¿Por qué?
Por ella, obviamente. Érica nunca había tenido duda en ese tema.
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