Fatum.
La noche se cernía sobre Sycion. Implacable, Selene ascendía a los cielos, para reunirse así, de nuevo, a sus eternas compañeras. Una suave brisa barría las calles de la ciudad y acariciaba los mármoles de los templos que en su camino encontraba. Todo parecía estar en calma. Todo parecía estar bien. Nadie podría imaginarse que en ese mismo momento las Parcas fueran a terminar uno de sus más bellos trabajos.
Lucernas de aceite iluminaban el pequeño habitáculo. Murmullos y jadeos se encargaban de llenar el ambiente. Dos mujeres, una arrodillada frente a la otra, eran las únicas participes de la sombría escena. La que murmuraba, la que jadeaba, era una mujer de edad cercana a los cuarenta, mas su rostro perlado de sudor reflejaba muchos más años y experiencias de lo que cabía esperar en ella. Su cuerpo temblaba presa de la fiebre, y sus cabellos, que algún día fueron dorados, se convertían ahora en ríos de plata sobre el diván.
Aún con el aliento del dios Mors tras su nuca, aquella mujer luchaba con la tozudez y la fuerza que antaño le había representado. No era una fémina cualquiera. Tampoco fue una romana cualquiera. Incluso en aquel momento, humillada, abandonada y desterrada, se aferraba a la vida para dar una estocada final.
Entreabrió los ojos lentamente, y la luz de la luna bañó entonces aquellas esferas azuladas, como el firmamento que vería por última vez.
Las Parcas, amigas traicioneras, colocaron sus antiquísimos dedos sobre un fino hilo dorado, revisándolo cuidadosamente. Cualquiera diría que retrasaban el momento, incluso, con cierto pesar.
Todo comenzó hacía treinta y siete años, en la esplendorosa pero a la vez caótica Roma. Los dioses dispusieron que fuera hija única, y en ella así se reunieron la sangre de los Flacci y de los Graco. Creció y maduró como cualquier otra patricia, mas, a pesar de que su aspecto fuera pulcro e inocente, en su interior se agitaba tal fuego que hasta el más aguerrido de los hombres podría haberse encontrado en su mirada con el peor de sus enemigos.
Ambición, astucia y fortaleza. Pocos conjeturaban sobre lo que habría podido hacer si Júpiter le hubiera hecho varón. Muchos temblaban ante tal imagen.
Casada en primeras nupcias con Publio Clodio Pulcro, tribuno de la plebe, Fulvia Flacca Bambula, que así se llamaba, consiguió ascender un peldaño más hacia la gloria que tanto anhelaba. En su mente no cabían lugar ni el hilado ni la lira, y mucho menos se encontraba en ella el instinto de ser la perfecta matrona romana. No. Ella ansiaba gobernar, y codo con codo junto a Clodio, consiguió acrecentar su poder.
Algunos dicen que el asesinato de este en plena Vía Apia le trajo al corazón una gran pena, mientras que otros sospechan que sentía más la pérdida de su estatus que cualquier cosa en este mundo. Sin embargo, una cosa sí era cierta: más allá de cualquier dolor, algo mucho más fuerte embriagó su corazón. El odio. La repulsión hacia su mayor adversario; el célebre orador Marco Tulio Cicerón.
Pobre de él, incauto, que creyó poder salirse con la suya. Soñó que conseguiría deshonrar a aquella prometedora mujer, mas se olvidó de algo: ella no era cualquiera. Y pronto lo vería confirmado el destino, con su cabeza cercenada sobre las delicadas manos de Fulvia y un alfiler atravesando la más famosa de las lenguas de la República romana.
Su segundo matrimonio fue breve, pero incluso más beneficioso para su propia imagen que el primero. Cayo Escribonio Curio, amigo del fallecido Clodio, fue el afortunado de poseer a tal diamante en bruto. Sin embargo, la diosa Fortuna no le sonrió dos veces y acabó muriendo a manos del ejército del rey Juba I, en plena Guerra Civil.
Pero no todo estaba perdido para ella. Nona, Décima y Morta planeaban algo más grande. Algo que la alzaría hacia el Olimpo pero que, a su vez, precipitaría su caída como si de las Perseidas se tratase.
Su tercer y último matrimonio vino de la mano del general Marco Antonio, ojo derecho de Cayo Julio César. Fue aquí donde su carrera política comenzó realmente, escondiéndose detrás de los pliegues de la toga de Antonio, pues una mujer no era, ni debía ser tan influyente y poderosa. Y aún así, lo era.
Aquella joven, apodada la viuda de Roma, había conseguido llegar alto, muy alto. Pero para ella no era suficiente, ni tampoco para su marido. Una pareja insaciable cuyo choque de caracteres hacía temblar al mismísimo guardián de los avernos.
Los Idus de Marzo avivaron las llamas del león y la viuda de Roma. El asesinato del dictator perpetuus fue el declive para Fulvia, a pesar de lo que ella creía.
Un testamento y un joven Octavio, arrancaron a Marco Antonio del poder que debía ostentar bajo esos curtidos hombros. Los laureles dorados parecían desvanecerse, mas ambos se aferraron como si ningún viento pudiera tambalearles. El Triunvirato llegó, al igual que los desposamientos con vistas a solidificar alianzas con Octaviano.
Esta aparente paz se asemejaba a la calma del océano antes de una gran tormenta. Ni siquiera Neptuno podría haber adivinado todo lo que se avecinaba.
La marcha de Marco Antonio a Egipto con fines diplomáticos dejó a Fulvia sola en Roma. Pero la fiera que dormía apaciblemente en su interior se vio despertada de la forma más abrupta inimaginable: la ofensa.
El joven César Augusto se divorció de su querida hija, y nuestra aguerrida protagonista, reuniendo el coraje del que un día Marte dotó a los gemelos Rómulo y Remo, se alzó dispuesta a defender su honra y la de su marido. Se alzó dispuesta a pelear como un hombre encerrado en un cuerpo de mujer.
Reunió todas las legiones que pudo junto a su cuñado Lucio Antonio, pero su inexperiencia militar le jugó la peor de las pasadas. Fueron sitiados en Perusia, cerca del río que la vio nacer, crecer y ascender hasta lo más alto; el Tíber.
Fue juzgada y desterrada a Grecia. Su honra se pisoteó y su marido la abandonó a su suerte, intentando encontrarla de nuevo, tal vez, en la más famosa de las reinas de Egipto.
Sólo los dioses saben que podría haber conseguido de haber nacido hombre. O puede que tal vez su grandeza radique en el hecho de que consiguió alzarse en una sociedad donde las mujeres sólo servían para las labores del hogar, perpetuar linajes y saciar el apetito voraz de los varones.
Mas ahora, se hallaba sola, únicamente acompañada de su esclava más fiel. Una lágrima surcó por última vez aquella blanquecina mejilla y se enterró bajo los sudores de la fiebre.
No era un gladius. No era una spatha. No era ni un pilum ni un veneno. La enfermedad era la que se la llevaba. Nada había podido hacerla frente sin una lucha previa tras treinta y siete años. Y a pesar de todo esto, su nombre quedaría enterrado bajo decenas de senadores, magistrados, tribunos y generales.
Los espasmos se fueron reduciendo hasta que las Parcas decidieron, al fin, cortar aquel fino hilo dorado que sostenían pensativas. Acababan de tejer la vida de una de las más influyentes y menos recordadas mujeres de Roma.
Puede que en sus últimos momentos su mente flaqueara y pensara que todo había sido en vano, que, en realidad, poco o nada había hecho o conseguido. Por eso es por lo que ahora escribo este pequeño homenaje, para hacer justicia a una mujer que no vivió de rodillas como su época lo requería, si no que supo aguantar en pie, desafiando cualquier embestida del destino.
Según cuentan las crónicas, su muerte sirvió de alianza y paz para Octaviano y Marco Antonio, perpetuando así el frágil Triunvirato.
Y entretanto, Fulvia caminaba pausadamente por los Campos Elíseos, sin conocer que gracias a su partida, la República sobreviviría unos cuantos estíos más.
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