Despedida
Cuando era chico vivía en una casa grande en San Andrés, un barrio dentro del Partido de General San Martín en Buenos Aires. La leyenda dice que hace doscientos años aproximadamente, esas tierras habían sido un campo de batalla y que había muchos espíritus sin descanso. No creo que eso sea verdad. Sin embargo, ese lugar, esa casa al menos, emanaban una energía muy especial. Nuestra vivienda era fresca, las paredes estaban decoradas con revestimientos de ladrillos y cerámicas, unas arcadas comunicaban los cuartos con el salón de estar, y había un jardín muy grande donde me la pasaba jugando. También un comedor con mesa de algarrobo, separado de la cocina por una isla. El living amplio daba a una puerta doble de entrada, hecha de madera con vidrios rugosos de color ámbar. Contaba con un hermoso y antiguo hogar del año mil seiscientos (seguramente con su carga de energía). La escalera del vestíbulo llevaba al piso superior, que era de madera y estaba cubierto por alfombra. En cuanto lo pisabas, empezaba a crujir. En ese piso de techos altos se hallaban nuestros cuartos. Tenía olor a libros viejos y a madera barnizada. Subíamos descalzos para no ensuciar la alfombra sobre la que nos tirábamos a jugar o a hacer la tarea. Era confortable y un buen refugio durante el invierno, pero se convertía en un horno durante el verano.
Recién habíamos terminado de cenar. Todavía no sabíamos la noticia. Yo me había ido a jugar a mi cuarto, mientras que mi hermana Valeria, que tenía once años más o menos, se había ido a sentar al living, aburrida de escuchar la conversación de los mayores. De pronto, como si fuera lo más normal del mundo, vio a mi bisabuela, que no vivía ni estaba en casa, pasar caminando con el bastón de un cuarto a otro. Se levantó tranquila y fue a contárselo a mi mamá.
Como éramos muy pequeños, mi hermana y yo no fuimos al velatorio. Mi mamá se había enfermado y tampoco había podido asistir por lo que se sentía muy culpable. Mientras mi hermana y yo dormíamos, mi hermano Adrián, que nos lleva doce años, conversaba con mi mamá en el comedor. Él sí había podido ir al velatorio, en representación de mi vieja, y tomaba un té con ella mientras hablaban del tema. El comedor de esa casa tenía techo de madera y varias ventanas corredizas que permitían ver todo el patio y el jardín. Mi hermano estaba de espaldas a las ventanas, mientras que mi vieja estaba de frente a ellas. Adrián dio unos sorbos de té. Hacía frío, tenía sueño pero quería seguir haciéndole compañía a mi mamá en ese momento triste y sacarle charla. De pronto notó que ella no lo escuchaba y miraba hacia el patio. Él se giró automáticamente. Lo que vio, según sus palabras fue lo siguiente: "Había un manto traslúcido. Tenía forma humana, pero no del todo. Era como una luz, que flotó por el patio y despareció antes de llegar al comedor."
Giró hacia mi mamá, con los ojos abiertos y el corazón en la boca.
—Tranquilo —dijo mamá e hizo una pausa, sin apartar la mirada del patio—. Era la abuela, vino a saludarme. La estaba esperando.
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