Fantasma Azul
Recorrí con la yema de los dedos tu nombre grabado en nuestro banco de madera. Ese en el que nos sentábamos todos los domingos a esperar el tren que nos llevaba hasta Morón. No es que la plaza en la que nos reuníamos los fines de semana con los chicos fuera especialmente bonita, pero se había vuelto una costumbre que solo nos atrevíamos a romper en casos de fuerza mayor. Esa fue la primera vez que sentí tu ausencia, pero no me dolió y, en definitiva, no entendí la magnitud de lo que significaba. No, en ese momento solo supuse que tu tía te había castigado... otra vez.
Viajé sola ese día y, por algún motivo, el camino me pareció más largo de lo que recordaba. Quizás porque no había llevado nada para leer o porque simplemente conversar con vos hacía que el viaje fuera mucho más ameno. Debo confesar que en ese momento te culpé, apenas un poquito, lo siento.
El rítmico traqueteo del tren sobre las vías me fue adormeciendo y me sobresalté cuando alguien carraspeó a mi lado. Por la ventana solo se veían las típicas casas pintadas de un color añejo y algún que otro transeúnte que se aventuraba a salir bajo el sol de la tarde.
—Disculpe —articulé aún adormilada y le cedí mi asiento a una mujer vestida de verde.
Una vez en la estación de Morón, la brisa fresca de finales de verano me recibió y me desperecé mientras la locomotora color ámbar se alejaba hacia el infinito. Observé mi reloj y las agujas indicaban que faltaban quince para las tres. Si me daba prisa, llegaría elegantemente tarde.
Caminé las calles que separaban la estación de la plaza y me pregunté qué tan graves serían los problemas en los que te habías metido esta vez. Quizás podría pasar luego por tu casa, aunque, conociendo a tu tía, sería mejor esperar al lunes y preguntarte en la escuela por qué no te habían dejado salir.
Te conocía bien y, aunque nunca lo dijeras en voz alta, sabía que cuando en tu casa se ponían tan estrictos era cuando extrañabas más que nunca a tu madre. Ella era mucho más permisiva, incluso te había dejado venir a estudiar a Buenos Aires, aunque eso significaba trabajar doble turno atendiendo a turistas en un bar de mala muerte en Entre Ríos. También sabía que cada peso que ganabas trabajando en casa se lo mandabas para ayudarla a ella y a tus hermanos. No me importaba sacrificar un poco de mi paga semanal, de vez en cuando, en nuestras salidas. Valía la pena verte sonreír.
En la plaza me encontré con Claudia y su novio de turno. Mi amiga era una de esas chicas ricas de los setenta que se vestían como hippies para parecer rebeldes. Los saludé con un beso en la mejilla. El chico se presentó, pero por más que lo intente no logro recordar su nombre.
Guille, Carla y los demás llegaron poco después y pasamos la tarde debajo de un viejo árbol. Tu nombre estuvo muy presente y también tu ausencia, a la que resté importancia, pero solo de palabra.
En casa me concentré en tratar de ignorar los gritos de mi madre por haber llegado después de la hora pactada, por lo que casi no tuve tiempo de pensarte. No fue hasta la hora de la cena, cuando estuvimos reunidos alrededor de la fuente de ñoquis con salsa bolognesa, cuando tu nombre volvió a pasear por mis pensamientos y el culpable de eso fue mi tío.
—¡Qué raro que Luis te haya traído tan tarde a casa! —comentó sirviéndose una generosa porción.
—No vino —me limité a responder.
—No me extrañaría que estuviera castigado otra vez —comentó con saña mi hermano y lo miré entrecerrando los ojos.
—No es eso. No pudo venir y ya... —dije sintiendo que tenía que defender tu honor, aunque muy en el fondo yo sospechara lo mismo que él.
—Espero que mañana pueda pasar por casa después de la escuela. Tenemos que terminar esos planos antes del jueves —comentó mi tío, que siempre que su trabajo de arquitecto lo sobrepasaba, recurría a tus habilidades artísticas.
Todos los que te conocíamos estábamos convencidos de que tu talento estaba para mucho más que para hacer algunos planos, pero por el momento los cuadros no pagaban la renta y mi tío estaba más que feliz de poder ayudar a mejorar tu situación económica.
—¿Puede venir Luis a comer? —pregunté mirando a mi madre que ya no fruncía el ceño y parecía haber olvidado lo decepcionada que estaba porque yo hubiera llegado tres minutos tarde.
—Decile que va a haber milanesas —aceptó.
Mi hermano soltó un bufido y yo le regalé mi mejor y más falsa sonrisa.
A la mañana siguiente, perdí un tren solo por esperarte y preparé un buen discurso para hacerte sentir culpable si habías ido a la escuela sin mí. Me pregunté si acaso habría hecho algo para que te enfadaras conmigo.
Dos días sin verte. Ni siquiera habías ido a la escuela. Eso solo podía significar que estabas enfermo y eso es lo que le dije al profesor de Matemáticas cuando me preguntó por qué no habías asistido a la entrega de trabajos prácticos que teníamos pautada desde principio del curso.
—¿No venía a comer Luis? —preguntó mi madre cuando entré a casa cerrando la puerta con rabia. No sé por qué, pero estaba enojada. Pensé que si esperabas que mintiera por tu ausencia, por lo menos me podrías haber avisado. Estaba más que enojada y, una vez más, lamento eso.
—No se sentía bien. No vendrá —respondí conteniendo la rabia.
—Seguro que tiene resaca —aventuró mi hermano con malicia, tirado en el sofá con su uniforme de colegio privado.
Eran las ventajas que tenía por no ser tan listo como para entrar en la escuela pública. Por su causa mi mamá y mi tío tenían que sacrificar lo que no tenían. Yo tenía que conformarme con lo que sobraba... No tuve ganas de discutir y me encerré en mi cuarto para escuchar un disco de una de esas bandas por las que mi madre consideraba que acabaría en el infierno.
Aquel martes la estación estaba llena de gente, pero yo la sentí vacía. La rabia se hizo a un lado para que la preocupación pudiera reemplazarla y, sin dudas, era mucho peor.
—¿Hoy no vino Luis? —me preguntaron alumnos y profesores, como si ser tu mejor amiga me diera alguna especie de superpoder para saber todo lo que hacías.
—No —respondí, una y otra vez, sin entrar en detalles... No los tenía.
Asumí sin mucha convicción que estabas enfermo y que pronto volverías. En parte porque tenía examen de Literatura y en parte porque esperaba que si te habías ido a Entre Ríos a visitar a tu familia, me lo hubieras dicho. Algunas veces eras demasiado reservado...
El sábado no pude aguantar más la incertidumbre y decidí pedirle prestado el teléfono a la vecina. Claudia era la única de mi grupo de amigos que tenía teléfono, básicamente porque había nacido en una familia con recursos y su padre se codeaba con gente importante... con políticos y militares.
—¿Todo bien? —preguntó Claudia al escuchar mi voz.
—Sí —mentí, quizás porque es lo que todo el mundo espera que alguien responda a una pregunta como esa.
Mi vecina no había abandonado su sala y no me atrevía a hablar con completa libertad.
—¿Cómo está Luis? —interrogó y sentí como si se me encogiera el corazón.
—Hace más de una semana que no sé nada de él. ¿Sabés algo? —respondí con sinceridad, por primera vez después de tantos días.
—¿Cómo voy a saber algo yo si es tu... tu amigo? —continuó y sentí que estaba a la defensiva.
—También es tu amigo, ¿no? —retruqué.
—Sí, pero bueno... Ustedes están siempre juntos... por la escuela... o el trabajo. ¡Qué sé yo!
—Bueno, no lo veo desde hace un montón y... estoy preocupada —dije casi con un hilo de voz, pero al pronunciarlo la realidad me golpeó con fuerza y una pequeña herida comenzó a formarse en mi pecho.
—¿Puedo ir para allá y vamos juntas a su casa? —sugirió, aunque el timbre de su voz denotaba que no quería hacerlo.
—Sí, dale. Te paso a buscar por la estación. ¿Te parece? —pregunté, porque no tener noticias tuyas me comenzaba a carcomer por dentro.
—Está bien... Esperá que le pregunto a mi mamá —dijo y me dejó esperando en la línea por unos minutos que se hicieron más largos al observar el ceño fruncido de mi vecina cuyo único pasatiempo era escuchar conversaciones ajenas, pero no dudaba en cobrarse el favor de prestar el teléfono en cuanto pudiera.
—Perdón, hoy tengo que ir a ver a mi abuela, pero mañana a la tarde podemos ir... Seguramente los chicos van a poder vivir un día sin nosotras —comentó Claudia en voz baja al otro lado del teléfono.
—Bueno... Nos vemos mañana —dije y colgué sintiendo que se me formaba un nudo en la garganta.
Le agradecí a mi vecina y volví a mi casa. La música no evitaba que las horas pasaran más lentas que nunca y estuve a punto de agradecerle a mi hermano cuando empezó a molestarme.
—Estoy tratando de estudiar. ¿No tenés nada mejor que hacer que escuchar todo el día a estos cuatro flacos a los que parece que una vaca les lamió el pelo? —gritó desde el otro lado de la puerta.
—¡No! ¡A mí no me cuesta tanto todo como a vos! —grité y sonreí apenas al escuchar sus pasos por el pasillo.
Mi triunfo duró poco y me gané una reprimenda por parte de mi madre. Mi hermano la había ido a buscar y casi tuve que rogar para que no me castigara. No me podían castigar. Si no averiguaba pronto qué te había pasado, acabaría por volverme loca.
Esa noche te soñé. No era la primera vez que soñaba con vos, pero no fue como las demás. En general, si visitabas mis sueños, lo hacías de forma divertida o, en el peor de los casos, para hacerme sentir avergonzada. Sin embargo, esta vez fue distinto... Fue mucho peor.
Me encontraba debajo de un árbol, pero no era un árbol frondoso y alegre, como el nuestro de la plaza de Morón. Es difícil describirlo con palabras, pero al recordarlo no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas.
—Estamos aquí debajo —me dijiste en el sueño y aunque te busqué no pude hallarte.
Me desperté envuelta en sudor frío con el presentimiento o más bien con la certeza de que algo malo te había sucedido. Abracé mi almohada y apreté los ojos muy fuerte hasta que un rayo de sol recién amanecido despejó las sombras de mi habitación y disipó un poco el miedo de mi alma.
Después del almuerzo caminé hacia la estación, haciendo el mismo camino que tantas veces habíamos hecho juntos. Me senté en nuestro banco sintiendo la frente tensa y el estómago anudado. Alguien había escrito en azul, sobre los surcos de tu nombre, una leyenda que rezaba la letra de una banda de rock y, aunque yo amaba la música, lo interpreté como un insulto. Me llevé a los labios la yema del pulgar y froté la tinta hasta hacerme daño. No había conseguido borrarlo del todo, pero al menos ya nada se leía sobre tu nombre. Todavía había vestigios, como si un fantasma azul intentara cubrir tu nombre, pero me di por satisfecha.
El ferrocarril apareció a lo lejos y a medida que se acercaba se hacía más grande. Suspiré aliviada cuando distinguí a Claudia caminando en el andén entre la multitud. Me levanté y avancé hacia ella a grandes zancadas. No era algo típico de mí, pero sentí que necesitaba abrazarla y no fue necesario decir nada para que ella me rodeara también con sus brazos. Era uno de esos momentos en los que no se sabe muy bien qué es lo que sucede, pero se tiene la certeza de que todo está completamente mal.
Me embargó cierta sensación de remordimiento, porque aunque vivieras a menos de cinco calles de mi casa, había necesitado que Claudia viniera desde Morón para ir a verte. Puedo imaginarte poniendo los ojos en blanco o negando con la cabeza y mordiéndote el labio inferior, si te hubieras enterado. En mi defensa, creo que una parte de mí sabía lo que ocurría y estaba posponiendo ese momento lo máximo posible.
Mientras caminábamos, ninguna habló. Bueno, creo que Claudia intentó sacar algún tema de conversación, pero yo no estaba de ánimos para decir nada.
—Esta es su casa —dije y esperé que fuera mi amiga la que golpeara la puerta.
Permanecí varios segundos observando la poca pintura azul que conservaba el viejo portal y di un paso atrás cuando el pestillo giró.
—¿Qué quieren chicas? —nos preguntó tu tía y aunque mantenía la puerta entrecerrada me pareció que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Está Luis? —pregunté rápido porque tuve la sensación de que si me demoraba un segundo nos diría que nos fuéramos de allí.
—No —dijo y efectivamente tuve que colocar la mano para evitar que se cerrara la puerta.
—¿Dónde está? —insistí.
—No sé. Se habrá ido a Entre Ríos —sugirió y, aunque era una mujer muy seria, su voz se escuchó quebrada.
—¿Cómo que no sabe? Él no se iría sin avisar... Tenemos que ir a la policía —dije intentando no alzar la voz que me salió más aguda de lo normal.
Busqué apoyo en la mirada de Claudia, pero sus ojos verdes estaban enrojecidos y observaba el asfalto como si nunca lo hubiera visto.
—No... Déjenlo así....
—¿Por qué? —pregunté sintiendo que el suelo desaparecía bajo mis pies.
—Porque si van con la policía, van a desaparecer ustedes también.
No sé si me dijo algo más ni si hablamos con Claudia sobre lo que había pasado. Solo recuerdo que me encerré en mi cuarto por primera vez consciente de tanto dolor y tanta muerte. Me pregunté una y mil veces por qué tenía que pasarte algo así... Si siempre me hacías reír, si no te metías en política. Y si a veces metías la pata, solo era para ayudar... Si eras tan inocente que hacías cruces de sal en la noche para proteger a tu familia del lobizón. Hasta ese momento pensaba que solo podían pasarle ese tipo de cosas a los malos... los locos o a los desconocidos y no a los chicos como nosotros... Pero, bueno, yo no sabía o no quería ver lo que pasaba. Nadie tenía que desaparecer en ese momento... ni ahora... ni tiene que pasar algo así, nunca más.
Dedicado a Luis y a los treinta mil desaparecidos durante la última dictadura militar argentina.
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