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Intenté arreglarme lo mejor que pude antes de salir. Me puse un vestido marrón claro con estampados de flores y me recogí el pelo en un moño algo deshecho. Yo no tenía joyas, así que pensé en tomarlas prestadas de mi madre.
-Mamá-la llamé-, ¿podrías prestarme unos pendientes?
-¿Pendientes?-me miró extrañada-. Está bien.
Al rato volvió y me puso ella misma los pendientes.
-¿A dónde vas?-me preguntó después.
-Eh... Voy a tomar algo-respondí inocentemente.
-¿Con quién?-inquirió.
-Con el señor Pichon, el pianista.
Mi madre se asombró aún más.
-¿Y eso? No me habías dicho nada.
-Nos conocimos el otro día. Vino a la floristería-expliqué.
-Me parece genial, pero ten cuidado. El señor Pichon es rico, y tú...
-Tampoco es tan rico, lo que pasa es que toca para las familias adineradas-me defendí-. Además, es buena gente. Se interesa por mis poemas, y a Philibert no le vendría mal tener a músicos cerca, visto que ya ni le pagáis las clases de piano y no puede aprender a pesar de su talento.
-Sabes muy bien que Philibert ya no estudia piano porque a todos los músicos únicamente les interesa el dinero y no el talento de sus alumnos.
-¡Lo que pasa es que a vosotros solo os interesa conservar esta casa y que Philibert trabaje en las minas al igual que su padre!
-¡Te estás ganando quedarte en casa y no salir!
Con esa última frase mi madre me cortó el rollo. Nuestras discusiones diarias siempre iban de lo mismo. La mala economía de la casa, que yo tuviese que trabajar de mañana a noche para poder reunir suficiente dinero junto a mi padre en las minas, y que mi hermano Philibert se negase a trabajar porque él lo que quería era estudiar piano, pero el dinero no llegaba. En el fondo sabía que la culpa no era nuestra, sino de la gente ricachona que se beneficiaba a costa de otros, pero yo necesitaba desahogarme en alguien cercano.
-Gracias por los pendientes-dije, y abandoné la casa.
Nada más salir, me olvidé de todo. Hacía un buen día: templado, sol y pocas nubes.
El café no estaba demasiado lejos. Estuve ahí en unos cinco minutos. El señor Pichon ya se encontraba sentado en una mesa.
Se levantó para saludarme y, para sorpresa mía, tomó mi mano y depositó un suave beso sobre ella. Me quedé muy sorprendida, pero intenté disimularlo sonriendo y saludando.
Cuando nos acomodamos, yo seguía un poco en shock por la acción del señor Pichon, pero tuve que tranquilizarme pensando que para él sería un acto habitual, ya que era de clase más alta que yo. Probablemente a él le habría tocado besar las manos de muchas chicas más, pero yo no estaba acostumbrada a ello.
Pedimos dos cafés y la camarera nos dejó a solas. Me puse nerviosa porque no sabía qué decir, pero el señor Pichon empezó a hablar.
-Hace buen día, ¿verdad?-comentó.
-Sí-aprobé, encogiéndome de hombros.
Pero al señor Pichon no debió de convencerle mi respuesta.
-¿No será usted de las personas que prefiere los días lluviosos, nublados y fríos?-preguntó.
-¡Para nada!-negué-. Aunque... No están tan mal si tienes compañía al lado.
-Cierto, lo malo es no tenerla-coincidió.
Sonreí y tamborilleé con los dedos sobre la mesa, sin saber qué decir.
-¿Toca algún instrumento?-me preguntó.
-No. Aunque tenemos un piano en casa, lo toca mi hermano.
-¿De verdad?-se mostró notablemente interesado-. ¿Y quién le enseña?
-Nadie. Antes asistía a clses de vez en cuando, pero hace tiempo que lo dejó.
-¿Y eso por qué?
-Pues... pedían demasiado dinero... ya sabe. Mi familia no es muy rica-traté de justificar.
-Ah... Bueno, es comprensible.
Noté cómo me sonrojaba. ¿Y si me rechazaba por no ser de familia rica? Bajé la mirada, tratando de disimular mi embarazo.
-Alisse, no pasa nada-dijo el señor Pichon.
Me alteré aún más. Me había llamado por mi nombre. Me atreví a mirarle y sentí una agradable sensación de confianza que me tranquilizó bastante.
-A lo mejor yo podría hacerle retomar las clases. No necesito dinero.
-Pero...
-Soy un revolucionario. El dinero no significa nada para mí-insistió.
-Lo hablaré con mi hermano-me dió tiempo a decir antes de que la camarera nos sirviese el café.
El señor Pichon removió la bebida con la cucharilla y tomó un sorbo. A mí lo que menos me importaba en ese momento era el café.
-Gracias-murmuré.
No sabía cómo agradacerle aquello. Era un gran detalle para mí que el señor Pichon se mostrase comprensivo con mi familia.
Me miró algo sorprendido por lo sincero que había sonado aquello y dejó la taza sobre la mesa.
-No tienes por qué darlas.
-Pensaba que hasta que no le enseñase los poemas no me podía tutear. Es lo que habíamos acordado-recordé.
El señor Pichon se encogió de hombros y sonrió.
-Supongo que me he adelantado. A propósito... ¿Cuándo me los hará leer?
-Si le parece después iremos a dar una vuelta al parque y se los enseño.
-Ya veo que usted no adelanta nada-observó, notablemente disgustado.
-Lo mejor se hace esperar-objeté y tomé un sorbo del café.
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