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Rian es el tipo de pasajero que más odio, el que va con solo un equipaje de mano ligero y una chaqueta colgada del hombro. Mientras yo forcejeo empujando hacia el mostrador de facturación un carro con las tres maletas, él se dedica a mirar su móvil e ignorarme completamente. Al menos las ha colocado él ahí, todo caballeroso.

Me prometo a mí misma que en cuanto consiga la licencia de piloto, aprenderé a preparar un equipaje ligero, pero ese día no va a ser hoy. Llevo dos años sin haber ido a casa y he tenido que comprar regalos para toda la familia, incluyendo padres, tíos y tías, sobrinos, bebés y adolescentes, vecinos, el perro de los vecinos... en fin. Me hace ilusión ir por Navidad y por nada en el mundo me perdería el aniversario de oro de la boda de mis abuelos.

Cuando me libro del equipaje paso por el lado de Rian y espero que me siga hacia el control de seguridad. Después de unos metros me doy cuenta de que lo he perdido. Me giro y me alzo sobre las puntas de los pies para ver por encima de la multitud. No me oiría si le grito, por lo que tengo que volver sobre mis pasos.

―¿Qué estás haciendo? Ya es tarde ―le insto.

Alza la cabeza de golpe de su móvil y me mira desconcertado, pero enseguida se recupera y coge el asa de su maleta.

―¿Y de quién es la culpa? Para alguien que quiere llegar a ser piloto de avión eres una pésima pasajera.

Lo sé, pero no me sienta nada bien que me lo diga él.

―Recuérdame que nunca te lleve en uno de mis vuelos ―replicó, antes de apresurarme y dejarlo atrás.

No hablamos hasta que llegamos a la puerta de embarque y tenemos que esperar unos minutos más.

―Tu hermano quiere saber si de verdad vas a subir al avión. Me ha dado permiso para atarte y llevarte a rastras si cambias de idea en el último momento.

Suelto un bufido y sacudo la cabeza. Maldito Devlin. Sé que se refiere a que me he negado a volver a Irlanda en los últimos dos años, porque he priorizado los estudios por encima de las fiestas familiares. Lo que quiero conseguir no se obtiene fácilmente. Hace falta esfuerzo, sacrificio y trabajar en lugar de coger vacaciones. La mayoría de los gastos corren de un fondo que mis padres abrieron cuando era pequeña y que engordó con regalos de los familiares. Pero las lecciones de vuelo son carísimas, sin añadir el material de estudio, el alquiler y la comida. No he tenido tiempo de visitarlos porque tengo planeado hacerlo mucho cuando pilote aviones y solicite la ruta a Dublín.

―Dile que si necesita saber algo puede hablar directamente conmigo. Ha pasado la época cuando tú hacías de mensajero entre nosotros ―aviso a Rian.

Él sacude la cabeza y se ríe.

―Parece que él no opina lo mismo.

―¿Por qué no se lo explicas?

―¿El qué exactamente? ―me pregunta.

―Que hemos cambiado, que ni tú ni yo somos unos críos ―declaro, y él me estudia con curiosidad. Tanta que noto que se me calientan las mejillas.

Inclina su rostro hacia mí para observarme con minuciosa atención.

―Suenas casi americana. ―Me da un toquecito en la nariz con la punta del dedo, como si aún fuera una niña y después chasquea la lengua decepcionado.

Mis padres y yo nos mudamos a Boston cuando yo tenía dieciséis años, aunque Devlin decidió quedarse en Dublín, y es cierto que he perdido gran parte de mi acento irlandés. Sin embargo, Rian no ha captado nada de los yankees. Por su forma de hablar cualquiera diría que nunca ha salido de Malahide. Eso me recuerda algo que me dijo Devlin sobre Rian.

―¿Por qué volviste a mitad de curso a Irlanda el año pasado? ―aprovecho para investigar.

La expresión burlona de su rostro desaparece al escuchar mi pregunta.

―¿Y por qué no?

Frunzo el ceño ante la evasiva.

―¿Esa es tu respuesta? ―me burlo.

―Tenía morriña.

No me trago su excusa y la expresión de mi cara lo demuestra.

―Uno no deja la carrera a medias por tener morriña.

Suspira y mira para otro lado, y entonces quiero saberlo aún más.

―Ahora tengo curiosidad ―repito sus palabras de antes―. Si está relacionado con un cadáver, te ayudo a deshacerte del cuerpo. Puedo levantar mucho peso.

Él me mira de arriba a abajo con cierta diversión y sé que está pensando que no tengo pinta de poder levantar ni el peso de mi equipaje de mano.

Llaman a nuestro vuelo y se salva de responder. Nos levantamos, nos ponemos a la cola y enseñamos nuestros pasaportes a la chica del mostrador, quien además escanea nuestros billetes en la pantalla del teléfono y nos desea un vuelo agradable en un acento muy familiar.

Suspiro pensando que en unas horas voy a estar en casa y rodeada de irlandeses en lugar de americanos. Me gusta vivir en Estados Unidos pero muchas veces echo de menos la forma de ser de los europeos. Incluso tras años en ese país, aun me parecen unos excéntricos.

A través del cristal de la rampa que une la terminal con nuestro avión, veo la clase de aeronave que es.

―Vamos en un Airbus 330 ―celebro con entusiasmo―. Más pequeño que un Boeing 777 pero con mucho mejor alcance.

Rian alza las cejas.

―No tengo ni idea de lo que estás hablando.

―¿Y si te digo que vamos a viajar sobre dos motores Rolls Royce?

―Eso me impresiona más ―admite.

Recorremos el pasillo hasta nuestros asientos asignados y Rian coloca nuestros equipajes de mano en el compartimento de arriba con tan poco esfuerzo que me dan ganas de contratarle como asistente personal. Normalmente siempre tengo que hacer varios intentos hasta que mis delgados brazos consiguen levantar los supuestos diez kilos (en realidad siempre llevo más) por encima de mi cabeza.

―No está tan mal viajar contigo ―bromeo a modo de agradecimiento, mientras me acomodo en el asiento central. Hay un unicornio rosa con crines de color turquesa tirado en el asiento a mi derecha pero no veo rastro de su dueña.

―Toda esta cortesía no es gratis ―responde él, sentándose y abriendo las piernas para que las rodillas no le choquen con el asiento delantero. Su altura también tiene sus desventajas. Dobla el abrigo con cuidado y lo coloca sobre su regazo como si el viaje durara media hora en lugar de siete―. Tendrás que darme la mitad de tu cena y todas las chocolatinas que lleguen a tus manos.

Abro la boca para decirle lo ruin que me parece pero nos interrumpe el ocupante del asiento contiguo al mío. Es un niño de unos siete años cuyos padres están al otro lado del pasillo.

―¿Queréis cambiar los asientos? ―les pregunto, en vista de que están separados.

―Oh, no, no., no te preocupes ―me responden al unísono y de forma efusiva.

―Creo que quieren un descanso ―susurra Rian, y trato de no reír.

Me cubro las piernas con la manta que nos obsequia la aerolínea y aprovecho esos instantes antes del despegue para responder mensajes en mi móvil. Hay dos de mi madre con fotos de unos juguetes Montessori de madera, preguntándome si me parecen adecuados para Katherin o Paul. También promete prepararme estofado para cuando llegue. Tengo varios mensajes de amigas en un grupo deseándome un buen viaje y Niahm, mi mejor amiga de la infancia me pregunta a qué hora vamos a vernos en St. Stephens Green el lunes. Ignoro el mensaje de Jace preguntándome si quiero pasarme por su apartamento esa noche. Es lo que se conoce como un booty call pero como ni siquiera estoy en Boston y no tenemos la clase de relación en la que le interese saber de mis andanzas, no me molesto en explicarle que estoy de viaje. De hecho, hacía dos semanas que no nos veíamos y ninguno de los dos ha echado de menos al otro. No obstante, viene bien tener a alguien con quien liberar estrés cuando apetece.

Cuando termino, apago mi móvil, lo guardo en mi bolso de mano y le echo un vistazo a Rian. Está tecleando en su propio teléfono, sin duda respondiendo mensajes también. Ignoro la acuciante punzada de curiosidad y me abstengo de ojear su pantalla. Tuvo una novia a los diecisiete años, una relación algo turbulenta donde se peleaban y rompían a cada dos por tres, pero a pesar de la incompatibilidad siempre volvía a ella. Rian adoraba a Kate. Realmente, todos la deseaban en Malahide, hasta Devlin aunque nunca haya querido reconocerlo. Es muy guapa y divertida, la clase de persona que se lleva toda la atención de la sala.

Desde Kate, no he vuelto a saber de ninguna chica especial para Rian, no sé si porque cree que todas las relaciones tienen una dinámica así de tóxica y no quiere repetir o porque no ha vuelto a encontrar a ninguna que le haga sentir lo mismo que ella.

Tal vez sí que tiene a alguien en Providence, me planteo, por la forma tan intensa con la que mira la pantalla y teclea, y yo no me he enterado porque no somos amigos.

Rian no apaga el móvil hasta que un azafato se lo pide y me da la impresión de que ha dejado una discusión a medias, pero por la expresión de su rostro, no me atrevo a preguntarle. De todos modos, no es que me interese. Planeo intentar dormir la mayor parte del vuelo o soñar con estar en casa por Navidad.

Me da un poco de miedo sacar mi novela delante de él porque aún tengo el recuerdo de la expresión maliciosa en sus ojos al entregármela, pero no pienso renunciar a mi placer solo por temor a que se burle. Me enfrasco en la lectura, aunque intento controlar las muecas que sé que hago cuando leo.

Rian me ofrece solo unos momentos de tranquilidad.

―¿Por donde vas? ―pregunta poco después, inclinándose y tratando de leer la página que tengo abierta.

Cierro el libro de golpe.

―Te lo presto cuando lo acabe, si tanto te interesa ―ofrezco.

―No hace falta ―dice en un susurro―. Pero tengo curiosidad. ¿Ella ya le ha perdonado los errores del pasado al protagonista? ¿Se reconoce a sí misma que se siente atraída por él? ¿Todavía tiene miedo al futuro?

―Para alguien que no lee este tipo de libros parece que los conoces en detalle ―replica.

―Ah, es que todos son la misma historia. Solo cambian los nombres de los protas―se burla.

―¿Crees que soy tonta por leer eso?

―¿Qué? ¡No! Sinead, ni por un segundo he pensado eso. Mientras el placer de uno no haga daño a los demás, no importa de qué se trate, hay que disfrutarlo.

Me tranquilizo cuando veo que es sincero. Pero él sigue.

―De todas las partes con páginas dobladas en El Pirata y la Doncella , ¿cuál es tu escena favorita? ―me interroga entonces.

―Otra vez con eso.

―¿La de la taverna?

―No la recuerdo.

Se carcajea de forma malévola, sin creerse ni por un momento lo que digo.

―¿La del carruaje?

Suelto un bufido.

―¿Es que te lo has leído entero?

―Solo las partes que te gustan. Vamos, suéltalo. ¿Cuál es tu favorita?

Chasqueo la lengua y miro hacia los padres del niño, segura de que van a echarnos la bronca por la conversación tan inapropiada que estamos teniendo.

―La del camarote ―confieso al fin, de mala gana.

―Ajá, ya veo.

―¿Y a tí? ―le devuelvo.

Se ríe y niega con la cabeza renuente.

―Oh, vamos. Yo me he confesado ―protesto.

Rian se deja caer en la silla y se acomoda, con la mirada pérdida en un punto fijo.

―No importa la que me gusta a mí, solo la que te gusta a tí.

―¿Y eso por qué? ―Tengo la sensación de que me estoy perdiendo algo, y no me quiero perder nada porque ese es mi tema favorito después de los aviones.

Él solo cierra los ojos y sonríe. Me gusta esa sonrisita que creo que oculta algo... taimado. Y quiero descubrir lo que es. 

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