10
Fiona es una de las pocas amigas de infancia con la que aún me relaciono, aunque no hablamos más de tres veces por año. Tengo con ella ese tipo de amistad duradera, que no se debilita con el paso del tiempo porque nuestras expectativas no cambian. Basta con escuchar la voz de la otra en una videollamada para que recuperemos el tiempo perdido y nos sintamos tan cercanas como siempre.
―¡Aquí estás! ―chilla cuando me ve esperando parada contra el puente del parque de St. Stephens y corre para envolverme en un abrazo.
Fiona es más bajita que yo, con el rostro redondo e iluminado como el sol y la típica melena pelirroja irlandesa, que ahora lleva rapada en un lado de la cabeza. Sus padres tienen una inmobiliaria en Dublín y ella estudia diseño de interiores. Es una persona siempre en movimiento, directa y con un corazón más grande que el Atlántico, a la que adoro con locura.
―¿Ese con el que acabo de cruzarme era Rian O'Niell? ―interroga en cuanto nos separamos.
La cojo por el codo para dirigirla hacia uno de los bancos que hay frente al cenador blanco.
―Compartimos gastos de coche para venir ―le explico―. Él también quería hacer unas compras.
―¿Desde cuándo Rian se preocupa por esas cosas? Si hubo una época que le mandaban al instituto con chofer.
Me río porque lo recuerdo. Su padre no es rico de herencia, como la mayoría de las familias que viven en Malahide. Cuando se enriqueció con la destilería lo suficiente como para entrar en el círculo de los pijos no sabía qué hacer para destacar y demostrar que lo merecía entrar. O al menos, eso decían las malas lenguas. Ser new money en un mundo donde la mayoría de la opulencia viene de cuna, no es fácil. El propio Rian tuvo que enfrentar prejuicios de primeras. Lo superó rápido gracias a su personalidad arrolladora y su físico agraciado, junto con las buenas migas que hizo con mi hermano, al que prácticamente se puede considerar el rey de los pijazos junto con Kate.
Encojo los hombros, porque sé menos que Fiona. Solo tengo algunas piezas del puzle. El cambio de residencia de Trevor, la estancia temporal de Rian en Malahide el año pasado y su reciente interés por ahorrar costes, son algunas de ellas.
―Estuvimos en el mismo vuelo. Llegamos a hablar y quedamos así. No le des vueltas ―digo.
―Mmm... ―No me hace caso y gira la cabeza para ver si consigue encontrar a Rian entre la multitud. Me esfuerzo para no hacer el mismo gesto y tiro de su mano―. La verdad es que echo de menos el viejo grupo.
―¿Qué grupo? ―me carcajeo―. Nosotras siempre éramos marginadas. Si coincidimos con ellos era por accidente o porque mis padres obligaban a Devlin a incluirme. ¿No te acuerdas que pasábamos las noches en mi casa o en la tuya planeando venganzas?
Después de media hora de ponernos al día con los detalles de nuestras carreras y de reírnos de algunos recuerdos del pasado, decidimos ir al centro comercial que hay en la esquila al salir del parque. Más que nada porque ha empezado a lloviznar, aunque la mayoría de los dublineses ni se percatan de ese detalle.
Miramos algunas tiendas, yo sin mucho interés porque ya hice las compras navideñas en Boston y Fiona con el agobio de quien aún tiene una lista de parientes a los que comprar obsequios.
Dentro del complejo me asalta una ola de calor. Me quito la bufanda y me desabono la chaqueta. Por los altavoces se escucha música navideña y la gente va entrando con las manos vacías y saliendo llenos de bolsas y paquetes. Es encantador pero a la vez agobiante.
―¿Recuerdas cuando creíamos que éramos brujas y leíamos las cartas de tarot para ver qué nos deparaba el futuro? ―Fiona se ríe con una expresión de añoranza en el rostro.
―Bueno, a mí el tarot me prometió el cielo ―defiendo―. Y ya voy por la mitad del camino.
―Y a mí, que mi alma gemela está a la vuelta de la esquina. Debe ser a la vuelta de la esquina de la residencia de Malahide, donde vive el señor Murphy, que tiene doscientos años.
―Pero ahora está viudo ―le digo―. Quizá sea tu oportunidad.
Fiona me da un codazo. Nos adentramos en una tienda de decoraciones y ella empieza a hablarme de las tendencias naturalistas y de cómo respetar el Feng Shui en organizar la casa.
Su entusiasmo es contagioso. No le digo que no creo que tenga una casa en un futuro próximo, ya que viajaré mucho y pasaré más noches en hoteles que los empleados de estos.
Después le cuento sobre los artículos de Murmullos de Malahide. Ella no los recibe porque ahora vive en Dublin 6 west y parece que la hacker de MM solo envía su gaceta social a los teléfonos que se encuentren en el radio del pueblo.
―Qué pena que mis abuelos hayan vendido la casa de Malahide. Volvería unos días solo para no perderme todo ese drama ―me asegura―. Bueno, menos en la parte que habla de tí, claro.
Me encojo de hombros.
―En el último mensaje no salí tan mal parada. Es cierto que me llamó meteorito, que es como lo más feo de los cielos, pero al menos me hizo parecer una chica guay.
―Es que lo eres, y los pijos de Malahide se están dando cuenta por fín ―me alaba, chocando su hombro contra el mío.
En ese momento diviso los pijamas navideños de Dunnes Store y me acuerdo de que aún no tengo regalo para Rian.
―¿Qué podría regalarle a Rian O'Neill? ―pregunto de forma casual.
―Ahh... y hay un pijo en particular que parece haber abierto los ojos respecto a tí, incluso más que los demás ―insinúa con un tonito de esos a los que solo se puede responder poniendo los ojos en blanco.
―No tengo idea de qué le puede gustar ni si regalarle algo sobrepasa los límites de nuestra reciente amistad ―dudo―. Pero arregló mi cuarto en Boston y siento que no estaría demás tener algo para él en Navidad. Al fin y al cabo, la celebraremos juntos.
Por la expresión de Fiona sé que va a soltar muchas tonterías de carrerilla por la boca y no me decepciona:
―Yo creo que deberías comprar un lazo rojo grande y atartelo alrededor de la cintura ―comienza con teatralidad―. "Hola, Rian, tu regalo estas Navidades son soy. Tómame."
―Deja eso... ―la censuro.
Ella se muerde el labio.
―Oh, vamos Sinead. Es el maldito Rian O'Neill. ¿Cómo puedes entrar en un coche con él a solas sin fantasear con perderos por algún camino solitario?
―¿Un lugar dónde asesinarle y esconder su cadáver? ―finjo interpretar―. Claro que he fantaseado con eso.
―Muy bien, chica. Si quieres engañarte a tí misma no voy a ser yo quien te ponga la zancadilla. Quiero ver cómo aguantas dos semanas en presencia de ese bombón, quien ha madurado y ahora te trata como se debe, sin comertelo ―declara efusivamente.
¿Por qué le da a todo el mundo publicitar a Rian O'Neill? Ni que necesitara ayuda para imaginarme desnuda con él o apreciar todas sus putas cualidades.
―Si vas a decir algo como que Rian es un gusano que se ha transformado en mariposa, no lo hagas. Mi prima ya lo ha hecho por tí ―me lamento en tono ominoso.
―Me gusta esa metáfora. Chica lista, tu prima.
―Los niños del día de hoy están demasiado espabilados ―me quejo.
Cuando nos cansamos de vagar almorzamos en uno de mis pubs favoritos de King Street, aunque descubro que le han cambiado el nombre durante mi ausencia y eso se siente un poco como una traición. Después de la comida, entramos en una tienda de ropa. No me hace falta nada pero Fiona me convence de probarme un vestido, que me iría bien para alguna de las fiestas que empezarán en un par de días. Pasaremos el día de Navidad en el castillo de Malahide y allí habrá más etiquetas que en la alfombra roja de Hollywood.
De un vestido pasamos a cuatro y Fiona selecciona unos cuantos también para sí misma. Entramos en los probadores y mientras lucho por deshacerme de las capas de ropa, la escucho decir a través de la pared que nos separa que se ha equivocado de talla y que va a salir para buscar la adecuada.
Mientras me quito el jersey me debato entre si probar primero un vestido verde agua, largo hasta los tobillos o uno blanco, con un cuello de cisne y falda acampanada. Me río cuando los estudio en el espejo de cuerpo entero por el contraste que hacen con mis dos trenzas de boxeadora. Me las ha hecho Fiona en el parque porque estaba harta de tirarme del pelo todo el tiempo, que es lo que pasa cuando lo dejo suelto y llevo abrigo, gorro y bufanda.
La cortina del probador se mueve y creo que es Fiona, que quiere enseñarme algo más. Pero el que asoma la cabeza es Rian.
―¿Estás decente? ―pregunta, tapándose los ojos con una mano.
Casi suelto un chillido y me cubro con los vestidos, haciendome la idiota, porque llevo una camiseta de manga corta puesta.
―¿Qué haces aquí?
Rian entra del todo y corre la cortina, encerrándose dentro. Le brillan los ojos mientras me recorre con la mirada.
―¿Coletitas, Sinead? ―Se muerde el labio interior y siento el efecto en mi piel, que se me pone de gallina―. Eso es muy...
―¡No lo digas! ―espeto, cubriéndole la boca con la palma de mi mano.
―Inflanthil ―murmura entre mis dedos.
Resoplo y me alejo de él. No sé si me siento aliviada o herida porque no ha dicho sexy, como había imaginado.
―¿Qué haces aquí? ―repito, susurrando para que no se nos escuche fuera.
―He acabado las compras ―responde, también en un murmullo―. ¿Por qué susurramos?
―Porque estás en mi probador ―chillo en voz baja.
―¿Y qué? ―La posición de su cuerpo cambia. Se relaja y tira lentamente de su bufanda mientras me mira de un modo que me calienta por dentro.
―Rian, ¿qué estás haciendo? ―Me pego a la pared, abrazando el vestido verde, como si fuera un escudo.
Él lanza la bufanda sobre un banquito y empieza a quitarse la chaqueta.
―El verde hace que parezcas una leprechaun malvada ―dice.
―Eso es... ¿bueno? ―pregunto en voz baja. Noto la garganta reseca. Tengo una botella de agua en el bolso, que está colgado en la pared, al lado de Rian y tendría que acercarme para alcanzarla. Algo me dice que haría mejor en mantener la distancia porque él tiene un plan y me pica la curiosidad.
Le observo mientras deja la segunda prenda y tira del cuello de su jersey.
Arqueo una ceja en respuesta a su mirada interrogante.
―Es algo bueno―concede―. El blanco te daría una imagen demasiado virginal. Aunque podemos interpretar también ese papel, si es lo que deseas.
El pecho se me hincha por el aire que retengo.
―Son para la fiesta de Navidad ―le explico.
Asiente y se quita el jersey con un movimiento rápido. No me corto a la hora de inspeccionar la piel que queda al descubierto cuando levanta los brazos. Veo las hendiduras de los músculos bajo los huesos de sus caderas y se me antoja que recorrerlos con mis manos debe ser el subidón más erótico que he probado en mi vida. Así debería haberse sentido un caballero de la época de Jane Austen cuando vislumbraba el tobillo de una dama.
Sacudo la cabeza para volver a mis sentidos. Estoy a punto de desmayarme en un cubículo de dos metros cuadrados porque he visto un trozo del abdomen de Rian, cuando en el pasado lo he visto en calzoncillos miles de veces.
Pero el modo en qué me mira ahora es diferente. No me ve como la molesta hermana de Devlin sino como a mí misma. Me mira como si le gustara mucho lo que ve. Qué bien se le da actuar.
Cuando se queda en la camiseta de manga corta, sencilla, de color blanco, tira de la hebilla de sus vaqueros para alzarlos y da un paso hacia mí.
No me muevo, pero agarro el vestido con tanta fuerza que me temo que tendré que pagarlo porque lo estoy arruinando con mis dedos.
Rian coge una de mis trenzas y juega con la punta.
―Me encanta que lo hayas dejado crecer ―susurra―. Suelto debe cubrirte la espalda.
Asiento en silencio. Entonces él desengancha la goma que mantiene la trenza y empieza a deshacerla.
―No puedes probar este vestido con la pinta de una colegiala. No podrás formarte una buena imagen.
―¿Y has venido a ayudarme? ―inquiero sin aliento. Soy tan obvia.
―Entre otras cosas ―dice.
―¿Qué otras cosas? ―Me extraña encontrarme con el valor para preguntarlo.
Rian acaba con la primera trenza y empieza con la segunda. Me hace un gesto para que me separe de la pared y se posiciona a mi espalda. A través del espejo, veo su cabeza agachada, mientras está concentrado en mi cabello. Sus hombros anchos superan los míos también en altura. Debería ser imposible porque no estamos en contacto, pero creo que noto el latido de su corazón, una cadencia firme que me recuerda al trote de un caballo.
Cuando finaliza mete los dedos en mi pelo y lo revuelve para separar bien las hebras. Coloca unos mechones alrededor de mi cara y se inclina hasta que sus labios llegan a mi oreja.
―Espectacular ―murmura y creo que se me para el corazón.
Cierro los ojos un momento. Solo un momentito, en el cual me parece advertir que su aliento acaricia mi piel. Mi cabeza se ladea un poco hacia la de él por cuenta propia. Es algo tan natural que no puedo evitar.
―¿Qué puedo hacer para que Devin me permita ser tu acompañante? ―pregunta, y da un paso hacia un lado.
Mi hombro está contra su pecho.
―¿Matarlo? ―le sugiero.
―Se puede considerar ―comenta, en voz impasible.
Es increíble cómo cambia de actuación, de un momento a otro.
Me aparta el cabello del lado donde está, dejando mi cuello al descubierto y abraza mi cintura por delante. Ahora sí que nuestros cuerpos están unidos y que cierro los ojos porque soy incapaz de mantenerlos abiertos.
―No me queda una onza de autocontrol en el cuerpo ―comienza y reconozco la cita de uno de los libros que le he enviado. Mi cuerpo se estremece por la risa nerviosa―Sht... ―susurra―. No lo estropees.
―Mmm, la verdad es que pensaba que solo tú actuarías ―reconozco―. Supongo que yo también tengo que hacer mi papel, ¿verdad?
―No debería ser muy difícil. ―Chasquea la lengua y veo en el espejo que hace una mueca circunspecta―. Estás entrenada para mantener la mente fría y manejar un avión que pesa media tonelada a diez mil metros de altura, incluso en mitad de una tormenta.
Y ahí es exactamente donde me encuentro. A diez mil metros de altura en mitad de una tormenta. La que hay en sus ojos azules. La que se desata dentro de mi pecho cuando lo tengo cerca y oigo su voz diciendo esas cosas.
Su mano presiona mi abdomen. Es tan grande que la punta de sus dedos llega a mi esternón.
―Veamos si este es el vestido indicado ―propone.
No sé qué ve él cuando nos mira en el espejo. Pero yo me veo llevando el vestido verde, con el pelo suelto a la espalda, recogido en la coronilla con horquillas de flores y hojas. Me veo en los brazos de Rian. Él viste un esmoquin con una camisa blanca y un paño en el bolsillo de la chaqueta del mismo color que mi vestido. Nuestros pies no tocan el suelo cuando damos vueltas por el inmenso salón, aunque no logro imaginar la música. El salón está decorado con flores de Pascua, abetos naturales en jarrones y millones de luces que se reflejan en nuestras miradas conectadas. Resplandecemos.
―Sinead, ¿has acabado?
La voz de Fiona me despierta de golpe.
Me giro entre los brazos de Rian, que en vez de soltarme me estrecha más.
―¡Enseguida! ―chillo. Mi voz suena sofocada, como si en lugar de probándome ropa, estuviera en mitad de una clase de spinning.
―¿Cuál has escogido?
Veo con horror los dedos de Fiona a punto de abrir la cortina y suelto un grito.
―¡Espera! Dame un segundo ―ruego, sujetándola con mi mano libre.
Empujo a Rian al rincón que no queda visible desde la entrada del probador y lo cubro con el resto de prendas. Salgo con el verde en las manos, consciente de que voy a pagar una pasta por un vestido que ni siquiera sé si me entra.
―Este ―digo―. Tenías razón. Probarmelo ha sido toda una aventura.
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