Capítulo 7

Luego de superar aquella situación desagradable, los niños se encaminaron por un suelo áspero, de malezas y de toda planta con un aspecto grotesco e intimidante para cualquier terrícola. Las horas se convertían en minutos y los niños trataban de encontrar a alguien que no tuviera forma de criatura con sed de sangre humana. El camino por donde se movían los niños se iba volviendo soporífero. Los cerros eran diminutos montículos de flora autóctona. Y como una ilusión, cada vez que caminaban se veían en el mismo lugar y eso era algo que no emocionaba a los niños en su trayecto a la nada.

El sudor y las dolencias musculares tenían a maltraer a Adiel que pronto se echaría a descansar hasta en las espinas. Para Elisa, la única distracción que encontraba era hacer rutas con sus tenis polvorientos. Las quejas y las rezongas eran toda la conversación que podían tener en ese lugar. Adiel deseaba tener ruedas en vez de pies. Si encontraba algo parecido se lo quitaría de inmediato.

-Debí traer mi bicicleta... -dijo Adiel que ya tenía las mejillas coloradas-. Tengo los pies adoloridos.

-No hables camina. Guarda la saliva, hermanito.

Pero todos sus inconvenientes se tomaron un respiro cuando descubrieron vasijas de barro enterrados en la arena. Los niños se acercaron y descubrieron, con incredulidad, alimentos perecederos en un buen estado de conservación.

Dentro de las vasijas había dos tipos de carnes ya cocidas. En otras había leche, pan, queso y frutas diversas. Los niños no podían creer lo que veían. El hambre azotaba, pero Elisa era quisquillosa.

-Esto es raro... -dijo Elisa acercándose-. Hermanito, creo que no deberíamos tocar estos alimentos, porque...

Adiel ya se había comido una pierna de pollo e iba a atacar otra vasija con más alimentos apetitosos.

-¡Adiel..! -gritó Elisa, pero luego tuvo deseos de probar un poco de queso.

A solo unos metros, había una fisura en una gran peña que les daría sombra y, al mismo tiempo, sería un hogar rocoso para protegerse de las tempestades de la noche, a parte del hambre y la sed. El olor de la naturaleza era reconfortante y los niños parecían nómadas en este ambiente salvaje. Los dispositivos electrónicos no eran acordes al lugar.

Los niños dejaron las vasijas atrás y se acercaron a la cueva. Pero Adiel quiso llevarse algo para comer después. Pero cuando regresó la comida había desaparecido. Adiel continuó adelante olvidándose que había comido como nunca antes.

-No estoy segura si entrar ahí... -Elisa se mostró reacia, aunque su opinión de la cueva podía ablandarse fácilmente.

-Veremos... Si no hay algo con forma irregular creo que no debemos preocuparnos, ¿no? -replicó Adiel y empezó a caminar hacia la cueva.

-Y lo peor es que hace horas que mi paladar no prueba algo dulce.

-Elisa, hay que racionar tus dulces... Es nuestra única comida.

-Hum, lo pensaré después del primer bombón de vainilla...

-Tengo tanta hambre -suplicó Adiel.

-Oye, acabas de comer...

-Sí, pero tengo más hambre que hace unos momentos.

Ambos caminaron hacia la grieta oscura y se cercioraron de que en la entrada no hubiera insectos de más un centímetro. A pesar de lo rústico y rudimentario era un lugar acogedor y grande. Las hojas y ramas secas sirvieron para ablandar la tierra y poder dormir. Lo único que faltaba era la cena, pero no fue problema gracias a las golosinas que Elisa traía. Pero por ella sería capaz de vendérselo a su hermano en vez de invitarle.

-Elisa, invítame uno o dos bombones pequeños... -dijo Adiel extendiendo el brazo.

-No hay pequeños, todos son grandes.

-Bueno, dame tres...

-¿Y si te doy toda la bolsa mejor?

-¿En serio?

-Ni en mil sueños, hermanito.

-Pero... Está bien. Solo dame un bombón.

-La mitad. Tú dijiste que hay que racionar la comida.

-Pero, pero, pero... ¡Ya!

La fría noche convirtió el lugar hostil en uno más hostil y hasta peligroso. Los insectos que infestaban los troncos pútridos y de vegetación muerta salían a buscar algo más que alimento en descomposición: comida idónea de un tamaño semejante a su cuerpo de treinta centímetros de diámetro, y que se movían de forma escurridiza por los árboles. La noche, para estos extraños insectos, era como salir de prisión. Se tomaban mucha libertad como para caminar por las ramas: eran todo terreno.

En un pestañeo el cielo se aclaró y Elisa se levantó primero, llevada por la imperiosa necesidad de cumplir con las necesidades y luego rehidratarse con algo que se pareciera al agua. Al encontrarla, su estuchera descansó en una roca decentemente limpia mientras que ella bebía a cuenta gotas el agua de un arroyo pequeño.

Unos minutos después, Adiel se levantó perturbado por un zumbido que había estremecido sus oídos. Ni el despertador solía hacer que abriera los ojos por la mañana, pero sí un disonante zumbido semejante al aleteo de una cigarra. Pero estando en otro planeta, los insectos podrían reaccionar de forma distinta según el tamaño de las mismas.

El muchacho se dio la vuelta y, escondido en la oscuridad, el zumbido horrísono se incrementó, espantando a la oscuridad y al muchacho que sintió que su cuerpo pesaba el doble al tratar de levantarse, llevando el miedo que pesaba más que el temple. De forma repentina, una criatura de una tamaño semejante a un arbusto, con alas y mandíbulas de mosca salió disparado hacia afuera casi rozando su brazo. El muchacho pudo sentir el roce de la piel vellosa y áspera de la criatura.

Adiel tropezó más de una vez por el miedo que lo estaba devorando, así que se escabulló por cualquier parte en busca de su hermana.

-¡Elisa, Elisa! -gritó Adiel con todas sus fuerzas, pero apenas su voz se hacía oír.

Afortunadamente, vio a su hermana curiosamente frente a un árbol.

-¡Elisa, corre! ¡He visto insectos gigantes!

-¿¡Qué!? -Elisa cogió su estuchera con estupefacción y corrió.

Los niños salieron de la zona infestada de insectos. Más tarde, las criaturas voladoras regresaron a su refugio luego de merendar.

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