Capítulo 6
El grotesco animal acuático parecía volver de la muerte con pequeños espasmos visibles solo con unos binoculares. Sus alargados dientes le robaban protagonismo a su cuerpo desproporcionado y escamoso. A pesar de haber perecido, todavía le quedaba estómago para unos peces o tal vez para un ser humano. Estando muerto era más atemorizante. Su sola presencia en la arena malograba y afeaba el hermoso oasis que los niños habían encontrado.
Elisa, apretando su estuchera de cocodrilo a más no poder, se fue alejando cada vez más del riachuelo que ya no era tan sabroso: su color verdoso infundía miedo. Pero Adiel, a solo un metro de la criatura muerta, esperaba atento e inerte algún movimiento del occiso para poder sacarle una foto sin que tuviera que salir huyendo al primer atisbo de horror. El camino desnivelado estaba expedito para correr en caso de que otra criatura acuática saliera del riachuelo a cenar.
—Adiel, ¿¡qué haces?!? ¡Es peligroso! —Elisa trataba de disuadirlo para que se alejara de la criatura inerte.
—Elisa, ya está muerto… Además, me dieron ganas de sacarle una foto.
—¡No, Adiel! ¡Vámonos!
—¡Ya, está bien, solo que...! —Adiel miró al pez nuevamente.
—¡Ay! —rezongó Elisa e hizo una mueca.
Adiel le dio una última ojeada al animal fallecido. Luego, se dio la vuelta, pero en vez de caminar terminó tropezando solo y cayendo de bruces. Su hermana ya le llevaba la delantera. A los pocos segundos, el agua comenzó a moverse otra vez. Adiel se percató de aquello y se levantó con zozobra, y corrió despavorido como cuando oía el timbre de entrada al colegio.
—¡Otro monstruo, Elisa! —gritó Adiel asombrado por la pasividad de su hermana.
—Sí, un monstruo con forma de piedra.
—¿¡Fuiste tú!?
—Claro, es que no te movías. Yo quería otra piedra más grande, pero no encontré. Ahora Vámonos.
—¡De verdad me asusté! —Adiel se llevó la mano al pecho.
—Sí, tienes las mejillas rojas.
Finalmente, Adiel y Elisa dejaron atrás al monstruo acuático al amparo de la podredumbre. Era como si aquella criatura les hubiera dado la bienvenida a Falmok y el oasis se había teñido de muerte: ya no era un lugar paradisíaco. Aunque el hambre se hiciera notar, comer monstruos marinos era algo ilógico y asqueroso para los niños. La primera impresión no fue de la mejor y no esperaban encontrar algo peor.
Los niños siguieron sus instintos y caminaron un largo tramo en línea recta hacia el suroeste: más tierra rojiza y pedregosa, y sol abrumador era un verdugo silencioso y la una frondosa vegetación solo atestiguaba el hastio de los niños. Ahora encontrar comida era la única motivación para seguir que tenían los niños. Si la fuerza no los abandonaba padecerían las molestias de la caminata por una hora más. Luego, Adiel comenzaría a vaciar la estuchera de su hermana, si es que salía airoso sin recibir una paliza monumental.
Cuando Adiel ya estaba por sacar la lengua por una incontrolable sed, vio algo que debía haber visto hace un par de horas. No era un oasis o el edén, pero sí un lugar donde obtendrían sombra y, tal vez, fruta madura. Una cantidad exuberante de plantas silvestres daban paso a una gran arboleda que suponía ser un lugar inofensivo para cualquier ser vivo. Los niños habían superado otro escollo bastante azaroso, y sus piernas ya comenzaban a quejarse y acalambrarse.
—Oye, descansemos, ¿sí? —dijo Elisa buscando una piedra para sentarse.
—¡Ya te iba a pedir eso! —replicó Adiel palpando su pecho y resollando de cansancio.
—Esa piedra se ve perfecta para mí —dijo su hermana con plena satisfacción.
Una agotada Elisa se movió hacia una piedra enorme y aplanada. Algo que era tan aburrido en el pasado, ahora le parecía una maravilla. Pero, para su sorpresa, su asiento de piedra se hallaba impregnada de una sustancia semitransparente y de color verde olivo. Su apariencia era muy viscosa y desagradable: cualquier ser vivo que se apoyara terminaría viviendo ahí el resto de su vida.
—Ni en mil años me siento ahí... Se ve muy feo. Ya me quitó el apetito —protestó Elisa y buscó otro lugar con la mirada.
—Yo sí me sentaría si estuviera más cansado y dependiera de la piedra para vivir.
Adiel encontró un tronco veteado y escamoso, pero cómodo para su espalda: al apoyarse en él se lamentaba el no haber traído su consola de videojuegos portátil. De pronto, comenzó a sentir molestias en el dorso. De inmediato, se le unió una comezón impresionante donde solo una mano elástica podría llegar hasta esa región de su cuerpo. Pedazos de tronco cayeron a la tierra y Adiel los usó como abanicos.
En cambio, Elisa encontró otra piedra más pequeña y menos cómoda. Sin mucha satisfacción se sentó ahí antes de que perdiera las ganas de sentarse. Cogió su móvil para conectarse a internet, pero con la señal muerta Elisa se aburrió muy rápido. El móvil no registraba la hora ni la fecha. Para Elisa, su teléfono era inservible sin internet.
Pasaron unos minutos y algo retumbó en la tierra: era como si alguien estuviera trabajando con una trituradora. Algo no humano subyacía debajo de la corteza terrestre. Adiel se percató y su nerviosismo se reactivó. No había necesidad de acercar las orejas para oír los crujidos. Elisa, pensó que era parte de su infinita imaginación, ya que era muy imaginativa. Ella yacía muy tranquila, aunque se abriera la misma tierra. En cambio, el corazón de Adiel comenzó a tamborilear, presintiendo algo similar a sus pesadillas.
—Elisa... Elisa...
Su hermana parecía tener audífonos cuando se ensimismaba con el teléfono. Cabizbaja, con la quijada apoyada en su palma y de piernas cruzadas esperaba encontrarle utilidad a su teléfono sin internet.
—Elisa, Eli...
—¿¡Qué!? —respondió su hermana con rezonga, regalándole unos cuantos segundos de atención.
—Creo que este lugar no es para nosotros... No estamos solos.
—Hermanito, querido, no te escucho nada.
—¡Acércate y escucha!
—Hum, ¿es tu estómago?
—No... Es... Espera, si no hay señal, ¿qué buscas tanto en tu teléfono?
—Música de Linkin Park.
Los crujidos se hicieron inevitables. Elisa apagó el teléfono y lo oyó. Al instante, dejó caer el móvil a la tierra y esta se horrorizó. Era como si estuviera a punto de brotar algo escamoso del subsuelo. Al poco rato, pequeñas larvas iniciaron su ascenso a la superficie, y conforme salían, aumentaban su tamaño. Uno a uno fueron saliendo de forma vivaracha: uno peor en aspecto que otro. Sin que se dieran cuenta, el lugar fue abarrotándose de organismos extraños que se hacinaban en la tierra.
Elisa elevó la cabeza y se dio cuenta que dos parásitos se acercaban de forma ondulante.
—¡No... Adiel! Dime que no son lo que estoy pensando ahora...
—Las larvas no parecen amigables.
—¡Ay, no me digas eso! ¡Me quiero morir!
—¿Serán inofensivas?
Adiel y Elisa corrieron hacia un enorme árbol, pero se vieron acorralados ante la proliferación de los parásitos que salían en tromba. La humedad formaba parte de su hábitat. Aquel árbol voluminoso era una sentencia de muerte. Los parásitos parecían danzar conforme se acercaban.
—¡Nooo! ¿¡Qué vamos a hacer, hermano!?
Adiel negó con la cabeza.
—No sé… No quiero morir aún.
—¡Ay, Dios!
Dos parásitos movedizos, de aspecto segmentado, se introdujeron debajo de la tierra.
—¡Aghgggggh! —gritó Elisa y cerró los ojos.
Adiel hizo una mueca de asco y vociferó con todas sus fuerzas.
—¡No! ¿¡Por qué vienen acá!? —Elisa tiritó.
Se sintió una presencia fantasmagórica, algo que pasó inadvertido por los niños. El cielo se oscureció al poco rato.
Extrañamente, el grito de Elisa provocó un extraño adormecimiento permanente en los parásitos. Ya no se movían vivarachamente como hace unos minutos. Sus movimientos eran torpes y erráticos. Era como si hubieran envejecido en solo unos minutos. En ese estado ya no eran un peligro para los niños. Poco después, se retiraron, serpenteando en la tierra hasta desaparecer.
—¿Qué sucedió? —preguntó Elisa pasmada.
—Los vencimos... ¿No? —replicó Adiel tratando de apaciguar su corazón.
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