Capítulo 5

Los niños quedaron boquiabiertos al contemplar un lugar desconocido y, a simple vista, árido y desolado: no hacía falta pestañear porque el lugar era hipnotizante. Los niños no se movieron por largos minutos, sumidos en un mutismo sin precedentes. Tierra, grava y viento calmo era lo que había. Ningún rastro arbóreo saltaba a la vista. Aquí la Muerte se anticipaba a todo rastro de supervivencia. El silencio venía y se iba, y la hostilidad se hallaba escondida en algún rincón de la vasta planicie que, a primera vista, parecía agreste y peligrosa: un animal no aguantaría mucho viviendo por aquí. 

La aeronave era lo único que tenía cientos de años de diferencia con respecto al lugar. El aparato se había desmejorado con solo dos viajes: el deterioro era evidente por las señales de herrumbre. Era como si hubiera realizado mil viajes estrepitosos en poco tiempo. Era un hecho que ya no alzaría vuelo nunca más. El miedo empezaba a carcomer los ánimos de los niños y el calor subía de forma galopante. 

Las ráfagas de viento rompían el silencio de velorio en un ambiente casi muerto. El paraje no necesariamente podía ser un lugar para vacacionar, y la presencia de vida era ilusoria para los niños. Sus esperanzas de encontrar, aunque sea a un ser antropomorfo, se esfumaron muy rápido y ni siquiera habían abandonado la nave. Estaban lejos de casa y eso era ya devastador. 

—Adiel, dime que esto es un sueño, por favor —Elisa estrujó su estuchera. 

—Tendría que pellizcarte, Eli... 

—Hum, mejor no, hermanito. Creo que no estoy soñando. 

—No creo que sea buena idea quedarnos aquí... —dijo Adiel sintiéndose tembloroso. 

—¿A dónde iremos ahora ? —preguntó Elisa. 

—No se... Pero yo no me quedaría aquí. 

Adiel comenzó a bajar de la aeronave sintiendo un revoltijo en su mente. Su semblante ya no era el mismo. A unos centímetros, Adiel tanteó la arena y decidió arriesgarse a poner sus dos calzados deportivos. Nada extraño ocurrió, solo sus calzados quedaron impregnados de arena que se adhería a los contornos de sus tenis. 

—¡Elisa, baja! 

—¡Espera! ¡Dame tiempo y espacio! 

Elisa se acomodó y comenzó a bajar de la nave con lentitud: esperaba bajar con la misma tranquilidad con la que había subido cuando se hallaba en el parque. Cualquier inconveniente, estando a poco de tocar el suelo, la hubiera puesto nerviosa y lista para visitar el suelo y ganarse unos raspones. Pero no esperaba que la alarma de su teléfono vibrara en ese momento. Aquello no provocó otra cosa que un resbalón fortuito. Sus tenis rozaron el metal viejo y descendieron con dirección al suelo. Afortunadamente, su hermano pudo amortiguar su caída aparatosa. 

—¡Eli..., levántate! —gritó Adiel pidiendo clemencia para su cuerpo. 

Elisa se tomó la cabeza y el trasero por el descalabro que se había llevado y que el suelo terroso era testigo. Era como si Adiel no hubiera hecho nada y era el que se había llevado todo el peso de la caída. Aún así, el dolor se hizo presente ante la indolencia de Adiel. 

—¡Gracias, hermanito! Espero que mi teléfono no se haya estropeado. Sino me devuelves las gracias... 

—¡Ay, mi mano! —Adiel se quejó y frunció el ceño. 

—Solo era el despertador. Tarde por lo que veo —dijo Elisa haciendo caso omiso a los quejidos de su hermano. 

—¡Estamos lejos del parque! —vociferó Adiel maltrecho. 

—Ah, si, caminemos hacia allá... Creo que veo el parque. 

—¿En serio? 

—Sí... creo. 

—De todos modos, tenemos que caminar —concluyó Adiel desanimado.

Adiel se repuso y junto a Elisa se aclimataron a la superficie terrosa y pedregosa que abarcaba grandes dimensiones de planicie y maleza. Incipientes colinas de tierra se veían a lo lejos. La mezcolanza de arena y grava no era idónea para un calzado nuevo. El ruido seco de los pasos era todo el sonido que podían escuchar. 

Elisa ni siquiera miró hacia abajo. El desolador paisaje amilanaba hasta a sus calzados. No había visto gusanos y ya se sentía nerviosa. Tampoco quería decir algo porque el silencio fúnebre le había dicho demasiado. 

—Elisa, Elisa... —Su hermano masculló.

—¡Aghgggggh! —Su hermana pegó un grito y se contuvo antes de terminarlo. 

Adiel se crispó y dijo: 

—Creo que deberíamos... 

—¿Deberíamos qué? 

—Descansar... A no ser que... —divagó Adiel.

—No te escucho, hermanito. 

—Sigamos entonces, hermana... 

Adiel reemprendió su camino a paso de tortuga, mientras que Elisa, temerosa y apretando su estuchera, iba detrás de él con actitud quisquillosa. El camino áspero y seco parecía no tener fin. La aeronave se vislumbra ya muy lejos y la maleza ganó notoriedad conforme avanzaban.

Pasó media hora y ya se sentían agobiados y hastiados de caminar sin un rumbo fijo. La atmósfera adversa y el paisaje no ofrecían nada interesante a los ojos de los niños. Adiel fue el primero en quejarse, dando a entender que ya no quería caminar porque su valor se tambaleaba. Por su expresión de súplica, parecía pedir una ambulancia en vez de agua o comida. 

Cuando sus esperanzas se esfumaban como sus fuerzas y sus ánimos por seguir desgastando sus calzados, sus ojos vieron algo mucho mejor de lo que esperaban encontrar: en un ambiente de esa naturaleza, un poco de agua lodosa se convertía en un elixir. Los niños temían toparse con algún animal, pero lo que encontraron fue un oasis maravilloso y casi fantasioso. Parecía una ilusión que era capaz de matar las esperanzas de un alpinista sediento. 

—¿Agua? ¿Estoy imaginando bien? —preguntó Elisa con semblante risueño. 

—Ojalá que así sea... —Adiel quedó boquiabierto. 

Arena, un riachuelo y muchos árboles voluminosos se vislumbran ante los ojos de los niños. Aunque ellos se mostraban renuentes de lo que veían y no cantarían victoria antes de tiempo. La tierra áspera se terminaba cuando los pequeños arroyos tomaban protagonismo en el oasis taciturno y agradable.

—¡Esto es hermoso! —dijo Elisa y corrió hacia el agua. 

—¿Esto es... ? ¿Real? —se preguntó Adiel sintiendo deseos de tocar el agua. 

El agua fresca y el clima paradisíaco les hizo olvidar por unas horas que se hallaban lejos del parque, sin saber que en realidad se encontraban en otro planeta. El júbilo se apoderó de ellos y, por sus mentes, no cabía la posibilidad de que las circunstancias pudieran volverse adversas. 

Con las dos manos Adiel bebió otro sorbo de agua: dentro de poco, el riachuelo no lo iba a abastecer. Su sed se había salido de control y por poco se zambulle al agua. En cambio, Elisa, luego de refrescarse con parquedad, disfrutaba del ambiente agradable manipulando su teléfono móvil. 

La calma cesó como un motor en funcionamiento que se apaga súbitamente. 

—¡No hay señal! —dijo Elisa sosteniendo el móvil con asombro —. Creo que podré sobrevivir con música... 

—Elisa, Elisa, ¿no oíste algo extraño? —susurró Adiel empapado con agua. 

—No... ¿crees que haya alguien más aquí? 

—Si lo hay quisiera que fuera algo pequeño y sin dientes... 

De pronto, las aguas del riachuelo comenzaron a ponerse turbulentas y tempestuosas. El gorgoteo del agua se elevaba de forma galopante. La efervescencia del riachuelo era inusual y su movimiento casi inverosímil. La presión anómala del agua daba a entender que su naturaleza era maligna.

Los niños se sobresaltaron y se alejaron con pánico del agua. Retrocedieron temiendo por la presencia de algo extraño en sus profundidades. El vorágine de las aguas aumentaba a un ritmo acelerado. 

—¡Ay! ¿¡qué es eso!? —gritó Elisa y retrocedió. 

—¡No creo que sea un pez! 

De pronto, del agua emergió con violencia un ser extraño que se elevó cubriéndose de un torbellino de agua sucia. Segundos después, cayeron chispas de agua y el misterioso animal descendió a la tierra como una piedra, provocando un surco enorme. 

La extraña criatura pisciforme, se movía como una sanguijuela, batallando por exhalar su última bocanada de aire. Con altisonantes chasquidos, sus prominentes dientes, capaces de triturar el acero, dejaron de moverse y sus ojos permanecieron semiabiertos ante la Muerte que ya se lo había llevado. 

—Es una piraña... O un monstruo...  —exclamó Adiel.

—¿¡Qué!? ¡No me digas eso...! 

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