Capítulo 3
Pasado el zafarrancho que incluso pudo costarle la vida, Werner trató de sosegarse y rememoró la crítica situación que lo había puesto contra la espalda y la pared. Con el semblante similar a alguien que hubiese visto a la Muerte, miró su sillón y buscó paz en él. En su mente solo veía problemas que estaban a punto de resquebrajar su raciocinio. Su sillón ya se le había adelantado. Morir por una máquina no era equiparable a no ver más televisión y beber coñac en su sillón.
El anciano nunca pensó que acabaría viendo la posibilidad de poner el cerrojo a la puerta. Su arrugado corazón se lo había dicho a gritos. La lucha contra la máquina ya le había quitado diez años de vida. Un esfuerzo semejante acortaba su vida y pavimentaba el terreno hacia la Muerte. A pesar de todo, ni la Tercera Guerra Mundial ni una máquina habían podido acabar con él. Ahora su valor había pasado de acero a plástico. Él sabía que su arrugado cuerpo no estaba ya para una lucha encarnizada contra una máquina.
Resoplando por el trajín, se levantó de su sillón y caminó renqueando rumbo a la ventana. Solo dos metros lo separaba de su sillón, pero en ese estado tan debilitado necesitaba ruedas para caminar un corto trecho. Flexionó su brazo de manguera para mover el pestillo y darle seguridad a la casa. Ese sonido estridulado del metal ajustándose le dio tranquilidad y regresó más encorvado a su sillón.
Werner acomodó sus posaderas y cogió algo tan reconfortante para sus manos: su control remoto con aderezo de polvillo. Ya había perdido la cuenta de las veces que había recogido su control del piso. Parecía que el anciano había nacido con un control en la mano. De inmediato, hizo zapping buscando una película. El anciano quería olvidarse del descontrol y griterío que había afuera. Era consciente de que no iba a encontrarse con algo agradable, y más si los perros ajenos moraban sueltos y hambrientos.
Los segundos se convirtieron en minutos y si seguía cambiando canales iba a romper un récord presionado el botón de "siguiente canal". Pero de forma súbita, Don Werner sintió un dolor incipiente que se encaramaba por su espalda. Luego, sus músculos entumecidos se unieron al dolor y, por ende, su mano se detuvo y acabó viendo un reality show.
—¡Pero qué mierda es eso! ¡Dios mío! ¡llévame, por favor! ¿¡Qué esperas!?
A medida que pasaban los segundos, Werner sentía que iba a estallar como una granada. Increíblemente llegó al primer minuto sin gritar. El programa lo entontecía: era como ingerir comida rápida sin preocuparse del colesterol.
Werner no aguantó más y dio rienda suelta a su chabacanería. Una tras otra fueron cayendo las groserías hacia el armatoste que llamaba televisión. Estando fuera del horario de protección al menor, sus insultos obscenos fueron subiendo de volumen. Era más que seguro que ahora ganaría cien canas más por semejante espectáculo soez, capaz de despertar a un koala.
Mientras se explayaba en su recital iracundo, su pecho le pedía a gritos que parara. Pero Werner lo ignoró y siguió con su repertorio hasta que su vetusto corazón le dijo basta y, con una última bocanada de aire, cesaron sus latidos y Werner se fue al infierno.
Con la televisión encendida, su cuerpo se puso tieso. Mientras sus músculos se relajaban comenzó a sufrir los rigores de la Muerte: un proceso donde los gusanos estaban invitados. Sus últimas funciones vitales acabaron y el aroma a muerto comenzó a gobernar el vestíbulo, junto al programa que acababa de conocer y que no vería nunca más.
Las horas seguían su curso, indiferentes a la muerte que habían sido testigos. La luz de la bombilla parpadeaba, como dando un aviso de que pronto también moriría. Afuera, la oscuridad aún cubría media ciudad, pero no apagaba el desorden. El cielo estrellado tenía nubarrones y el amanecer parecía lejano.
Una tranquilidad tenebrosa se respiraba a lo largo y ancho de la casa. Esa atmósfera fue efímera y se rompió cuando un sonido constante y desagradable tomaba protagonismo. Las ventanas eran los voceros que anunciaban que algo no estaba bien. Se oía un ruido a maquinaria pesada.
En la habitación de los niños la tranquilidad nunca llegó. Adiel abrió los ojos antes de sufrir otra pesadilla o amistarse con el trastorno del sueño. Al primer sonido sintió una corazonada. Era algo tan grande que era capaz de provocar un desastre de gran envergadura o, mejor aún, el de postergar sus clases. Su hermana aún seguía durmiendo. No había necesidad de despertarla, aunque con todo el ruido que hacía al moverse era seguro que rompería su ensoñación de golpe.
El muchacho cerró la puerta de su habitación con delicadeza, esperando no estropear el lindo sueño de su hermana. El sonido proveniente de abajo, había acaparado su atención, tanto que, en primera instancia, había ignorado a su abuelo que ya empezaba a descomponerse y a ponerse en su punto para las moscas. El hedor le ganó al ruido y, a un metro del sillón, notó a su abuelo pudriéndose en medio de un festival de gusanos que hizo que hiciera una mueca. Sus manos fueron directo a su nariz para evitar el vómito. El olor era penetrante y capaz de mandarlo junto al abuelo al más allá.
Ver al abuelo muerto y, a la vez, sentir que algo grande se acercaba, hizo que se quedara inerte sin saber qué sentimiento exteriorizar. Pocos segundos después, Adiel reaccionó a tiempo dejando el cadáver de su abuelo a merced de las moscas y fue hacia la puerta, ya que el sonido se oía al oeste. La abrió y su rostro de horror no le dio tiempo de asimilar qué se acercaba a la casa. Gigante era la palabra que acaparaba su mente. Un camión de minería había perdido el rumbo y venía hacia ellos, pasando por encima de cualquier construcción y edificación.
Con los nervios sometiéndolo, Adiel corrió hacia su habitación a despertar a su hermana de su sueño placentero.
—¡Elisa, despierta! ¡Vámonos!
—Ay... ¿qué sucede?
—Si te lo digo... ya estaremos muertos.
—Ay, no me digas eso.
—El abuelo también murió...
—¡No me digas eso!
Afuera, el camión minero de grandes dimensiones ocupaba casi dos carriles. Su llantas de dos metros pasaban rasantes por las fachadas de las casas, dejándoles de recuerdo unas enormes grietas y un daño considerable en las estructuras. La altura de su cargador, con una capacidad de quinientas toneladas, deshacía a placer el cableado del alumbrado público. La bestia con ruedas estaba operada, desde la cabina, por un M2100 desactualizado. El camión Caterpillar había desviado, intencionalmente, su rumbo del principal yacimiento minero hacia la ciudad.
Junto a aquello, las máquinas se unían al festín del horror. Ya habían provocado más muertes que un virus letal. Los M2100 eran los autorizados en crear muerte y pavor. Un simple error humano había transformado a las máquinas en seres agresivos dispuestos a acabar con todos.
Adiel y Elisa tomaron lo más valioso e importante de la habitación y bajaron al vestíbulo. Don Werner ya era historia y Elisa apenas pudo sentir algo por su abuelo, ya que el camión apuraba el paso. Adiel bajó las escaleras, pero su hermana se dio la vuelta y regresó a la casa.
—¡Mi estuchera! —gritó Elisa regresando a la puerta.
—¡Elisa!
—¡Espera...! —gritó Elisa sin nada que la detuviera.
Su hermana se agachó para recoger su estuchera y se dio la vuelta.
—¡Elisa, Elisa! —gritó Adiel desaforado.
A solo unos metros de que llegara el camión, Ella abandonó la casa y el vehículo gigantesco hizo acto de presencia a los pocos segundos.
Los niños cruzaron al frente y, desde ahí, vieron como la casa de la familia era devorada, junto a las máquinas, por los enormes neumáticos que no tenían piedad de cualquier vivienda que se les ponía enfrente. Y, aún así, el camión seguía abriéndose paso por encima de la hilera de casas que parecían de cartón, ante la colosal máquina que solo dejaba destrucción y desconsuelo a su paso.
La gente que había huido de sus casas veía horrorizada el destrozo que aún no acababa. Los restaurantes de comida rápida eran las próximas víctimas. Un error humano, que pudo prevenirse, había hecho añicos todo el esfuerzo que la gente había puesto en la construcción de sus hogares.
Elisa comenzó a sollozar al ver el desastre que difícilmente podía ser el producto de una pesadilla. Aunque si hubiera sido un sueño este no se parecía en nada a las habituales pesadillas con gusanos gigantes.
—¡Hemos perdido al abuelo y también la casa! —dijo Elisa desconsolada, tomándose la boca.
—Y yo quiero ver a mi madre... —dijo Adiel sintiendo que la tristeza se acercaba.
Había mucha aflicción en el ambiente, por lo que los niños se alejaron del zafarrancho para evitar que se contagiaran de aquello. Sin rumbo fijo y llevados por la necesidad de encontrar refugio, llegaron al parque principal "El Mariscal" que bajo el amparo de una gran arboleda se escondía un lugar lleno de sosiego.
Elisa se sentó en una banca sosteniendo su estuchera de cocodrilo como un objeto invaluable. En cambio, Adiel se encontraba cabizbajo esperando que su madre apareciera por unos arbustos.
El parque era un lugar parsimonioso, rozando el silencio sepulcral, y la gente sumida en la psicosis se mantenía alejada de ese ambiente. La brisa y las hojas eran la única compañía de los niños. La afluencia de gente por las inmediaciones había disminuido y las máquinas se habían convertido en los nuevos delincuentes de la ciudad. La Muerte se respiraba en cada rincón de la ciudad.
A los pocos minutos, un olor a quemado despertó la curiosidad de Adiel. Con la mirada buscó el origen y, como un sabueso hambriento, se abstrajo ante una extraña humareda que se filtraba por un sendero entre un montón de árboles tupidos. El muchacho se levantó de la banca llevado por una estela de humo que parecía no extinguirse con facilidad.
—¿A dónde vas? —dijo Elisa que revisaba su estuchera.
—Se siente algo... Está cerca de aquí.
Adiel halló más de lo que esperaba. Sus ojos no daban crédito a lo que veía.
La espesa humareda provenía de una fisura enorme de una aeronave desproporcionada que se había precipitado aparatosamente cerca del parque. La escena creaba un millón de preguntas para Adiel y para cualquier persona. Lo extraño se hallaba en la forma irregular de la nave, que daba a entender que era producto de un experimento fallido por parte de la empresa Tesoca. Su tamaño era semejante al de un vehículo de carga. Poseía cuatro alas prominentes que se hallaban de forma perpendicular, y dos de ellas terminaron enterradas en la tierra.
A poca distancia, dos cuerpos disformes yacían carbonizados y desmembrados en la maleza. Los restos de la aeronave habían ornamentado las áreas verdes del parque. El humo era lo único que seguía vivo y paseándose por el lugar.
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