Capítulo 29

Toda la ira de la bestia había devastado media ciudad. En solo segundos había causado más destrozos de edificaciones. Un dios podía construir y destruir antes de realizar un pestañeo. Los gigantes se vieron empequeñecidos por el tamaño de la bestia Séragon que alcanzaba los dieciocho metros de alto y su peso resquebrajaba el suelo. Por lo que los T-Jacks sucumbieron antes las embestidas de la bestia y terminaron noqueados.

La bestia había causado tanto destrozo que empezaba a aburrirse: no tenía rival. Pero le faltaba resolver un asunto de suma importancia: los niños yacían a más de un kilómetro, rodeados de la nada. La bestia los localizó en un instante. 

—¡Ya los tengo! —gritó La bestia y empezó a correr, haciendo temblar la tierra. 

—¡Aghgggggh! —gritó Adiel apretando su estuchera.

Adiel bajó la cabeza y se acurrucó en su lugar consumido por el nerviosismo y el terror por una inminente muerte.

La bestia Séragon llegó a ellos en un instante, levantando escombros por los aires. Su antiguo vasallo ya había conocido la muerte. Los niños evitaron verlo, se agacharon y se taparon las cabezas. 

A solo unos metros de los niños, la criatura estaba a punto de cumplir de acabar con ellos.

—¿Tienen algo que decir antes de morir? —dijo la bestia enojada.

Los niños lo miraron con temor, pero Adiel fue el que se levantó timorato y temblando de pies a cabeza. Le clavó la mirada a la bestia de ojos rojizos y tragó saliva. De repente, comenzó a temblar y a mascullar.

—¡No puedes matarnos porque nosotros no somos la comida! —Adiel gritó y miró con un ojo cerrado.

Séragon se sintió confundido y el silencio fue lo único que hubo en ese instante. La bestia apenas había escuchado las palabras de Adiel. Nada había provocado en él.

Adiel volvió insistir.

—Solo somos unos niños… La pelea es desigual —Lo último que dijo fue un susurro.

—¡Yo soy un dios! —contraatacó la bestia con gran enojo y moviendo sus patas.

Adiel tragó saliva y lo volvió a intentar, casi sin voz. Su hermana miraba de reojo e intervino:

—¡Eso no te da derecho a acabar con nosotros! —Elisa desvió la mirada.

La bestia respondió de inmediato. 

—¡Soy más fuerte que ustedes!

Un enfurecido Séragon dejó caer una de las cabezas y los niños fueron lanzados al suelo por el peso del golpe.

Adiel y Elisa se levantaron adoloridos, pero con la esperanza intacta.

—¡Eso tampoco es una justificación! —gritó Elisa con las mejillas cubiertas de tierra y raspones.

La bestia sabía dónde atacar y así que continuó.

—¡No soy un ser humano como ustedes! —La bestia acercó sus cabezas.

En ese momento, Adiel sintió deseos de desistir. Cerró los ojos y continuó. 

—¡Puedes ser un dios compasivo!

—A mí no me enseñaron eso —La bestia estaba lista para terminar la faena.

Con la última bocanada de aire, un maltrecho Adiel dijo: 

—¡Nunca es tarde para cambiar!

—Yo soy malvado..

—Ahora ya no —dijo Elisa levantándose.

—Eres un dios bueno… —dijo Adiel.

—Eres un dios bueno —repitió Elisa.

La bestia sintió como cada frase menguaba su ira. Sus palabras no eran rivales contra las de los niños. Ni toda la fuerza del mundo era capaz de vencer a los niños. Séragon sabía que no ganaría esta batalla. Su tamaño se redujo y su enojo también.

Los segundos pasaron y solo se confirmaba su derrota por primera vez en millones de años. Él seguía de pie, pero ya estaba derrotado. Su fuerza y su ira no pudieron contra la entereza y valentía de los niños. Los Neumanos murmuraron, como presagiando la caída de un dios. 

La bestia volvió a ser Séragon y, finalmente, confirmó su estrepitosa caída en una hondonada pedregosa. De inmediato, los gritos de victoria retumbaron en toda la ciudad. Los Neumanos con vida se levantaron, junto a los T-Jacks. 

—¡Adiel, lo vencimos! —dijo Elisa con júbilo. 

—Creo que me quedé afónico... 

En medio de los escombros de su propio hogar, yacía Séragon bañado en polvo y fragmentos de concreto. El dios de Falmok pasó de ser una bestia descontrolada a solo ser un ser indefenso, listo para una gran bofetada. Séragon quedó expuesto y herido en su orgullo. El miedo tomaba el lugar de la ira y le quitaba todo rastro de divinidad.

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