Capítulo 28
En medio de la violencia desatada, la palabra piedad era un fantasma que se paseaba por el aire, La conflicto no se tomaba ni un descanso. Y el tiempo no existía cuando los intereses estaban en juego. Los dedos ya no alcanzaban para contabilizar la cantidad de caídos en ambos bandos. Nadie quería ceder y el aire se envenenaba por la hostilidad y la muerte: más tóxico que cualquier gas químico.
Las púas letales de los Rerpos causaron muchos estragos en la humanidad de los Neumanos. Los pedazos de carne volaban por los aires y convertían las calles en alfombras sanguinolentas que teñían todo a su paso y que eran testigos de un espectáculo macabro sin igual. No había necesidad de armas para provocar daño en el enemigo. Los Neumanos y compañía mantenían la fe de llevarse consigo la cabeza de Séragon.
Los Neumanos contratacaron y sus poderosos brazos causaron contusiones y laceraciones en áreas vitales de los súbditos. Entre dos, los brazos se convertían en sierras que decapitaban y, a la vez, jugaban con los Rerpos que parecían muñecos de ventrílocuo viendo como se acercaba su muerte.
Los gigantes hacían aún lado el miedo y descargaban toda su fuerza oculta en una gran cantidad de Rerpos. Con una pisada, hacían añicos a los Exay, pero estos seguían apareciendo y nunca se acababan. Los problemas pesaban más que antes para súbditos al ver a los Neumanos que parecían no claudicar.
Séragon miraba perplejo, desde su búnker, como su batallón de Rerpos eran barridos por las criaturas que él mismo había creado, y ahora se habían rebelado contra él.
—¡Por los dioses de Ogriz! ¿Qué pasa? —Miró con extrañeza el cruento espectáculo.
Séragon se dio la vuelta y casi todo su batallón se había esfumado en un tris.
—¿Qué? ¿Dónde está mi ejército?
—Están muertos —dijo su vasallo servil.
—No puede ser. Haría más criaturas, pero acabo de conocer la palabra pereza, así que no lo haré.
Séragon se deshizo de sus atavíos. Su figura robusta no era un motivo de asombro, pues cualquier criatura que había llegado a criticarlo, terminó bajo tierra. Su cabeza zoomorfa de reptil mostraba indicios de enojo. Su vasallo era consciente de los ataques de ira súbita de su amo, por lo que se alejó de él para no perder una extremidad.
—¡Ahora verán lo que puede hacer un dios!
Séragon cerró sus ojos mientras su cuerpo empezaba a sufrir una metamorfosis acelerada. Su tamaño aumentaba conforme su musculatura crecía. Su búnker empezó a sufrir las consecuencias. Su contextura ya no cabía en su refugio.
—¿¡Ay, qué es eso!? —dijo Elisa desde el recinto.
—¡Un terremoto! —replicó Adiel nervioso.
—¡Ay, no digas eso!
—¡Corramos, Elisa!
Los niños escaparon de la fábrica de humanos que, segundos después, fue historia y todo lo que fue una enorme mansión se fue derrumbando poco a poco.
Gracias al destrozo, Adiel y Elisa se abrieron paso por un pastizal empinado y, desde ahí, vieron la mansión convertida en escombros. El dios Séragon ya era la bestia Séragon que estremecía el suelo con sus movimientos. Su transformación dejó como resultado a una criatura que pedía más espacio por su dimensiones demenciales. Las cuatro patas sostenían su cuerpo escamoso y renegado. Tres cabezas de reptil se movían con violencia y la cola solo conocía la destrucción.
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