La casa de la playa
Cuando Iliana compró la casa de la colina, fue una cosa de impulso. Sucedió cuando daba aquella vuelta sin rumbo alrededor de la isla, el paisaje le embelesó y justo cuando dio la curva en la carretera vio la hermosa casa tipo hacienda y luego el letrero de se vende.
El dinero no fue problema, claro que el precio fue una ganga. La mujer se partía el lomo de día y de noche trabajando en el hospital y sin más deudas que su auto, la joven doctora, soltera y sin obligaciones, no titubeó en cerrar el trato en tiempo récord. Ya en dos semanas la casona era de ella.
Removía las gafas de sol de su rostro y abrió los cristales al recorrer la entrada a su nueva residencia. Flanqueada por uvas playeras y palmeras, la elegante residencia se erguía, solemne. Estacionó el vehículo frente al pórtico principal y sacó del baúl una pesada maleta. —Gracias a Dios que esta era la última. Pagar una compañía de mudanza fue lo mejor que hice—, se dijo mientras sonreía y caminaba hacia las escaleras. Una vez colocó la maleta en el piso del balcón caminó hacia lateral que miraba a la playa. A la distancia, en mar abierto, se dibujaba la silueta de tres veleros y sobre el horizonte el sol pintaba los cielos de naranja en su descenso. —Hoy veo el atardecer bajo el palmar— esbozó otra sonrisa, esta vez de total satisfacción y se dio vuelta para entrar a su nuevo hogar.
En la cocina se apresuró a descorchar una botella de vino y pronta se lo sirvió en una copa. Saboreó el primer sorbo y contempló la belleza rústica del interior de la casa. —No se como nadie antes te había visto. Tuve suerte al encontrarte. Aquí veré atardeceres hasta que llegue mi propio ocaso... ahora, ¿dónde puse la hamaca?— copa y botella en mano se dirigió a la sala donde había dejado la hamaca que pensaba colgar entre dos palmas cerca de la playa.
En la cocina un ruido le hizo detener el paso. Fue el sacacorchos que había caído al suelo. —debí dejarlo muy en la orilla del gabinete. Mira que este me lo regaló papi— luego de recoger el utensilio, salió de la casa hacia la playa. Sería su primer atardecer, el primero de muchos en la casa de sus sueños.
Recostada en la hamaca vio el sol caer, hasta desdibujarse tras la línea purpúrea del horizonte. Ya oscurecía y el arrullo de las olas le recordó que aún debía invertir en algo de seguridad. —alumbrado solar en la vereda, alambre para reforzar el cercado y sí, necesito un perro... o un marido. Lo que llegue primero— soltó una carcajada y sólo cargando su copa, regresaba a la casa.
Bajo la ducha con agua caliente estuvo un rato. Ya soltaba la carga no solo de una semana fuerte de trabajo, pero del ajetreo de la compra de la casona.
Con toda calma se secó con la toalla y salió del baño. Un tenue parpadeo en las luces del cuarto le hizo fruncir el ceño. Aunque después del huracán María los apagones eran ocasionales, no descartó que la celeridad en cerrar el trato, no permitiera una más profunda inspección de la estructura. Sin darle más pensamiento a aquello que solo fue pasajero, se puso la pijama y celular en mano se recostó en la cama y navegando por los mundos de las redes sociales se quedó dormida.
El frío en la habitación la despertó pasada la media noche. Las cortinas se batían con la brisa del mar y las persianas sonaban chocando con la pared abiertas de par en par. Rápidamente, corrió a cerrar la ventana, acallando el murmullo de las olas y la arena. Ya se disponía a recostarse encantada con aquel repentino olor a flores que inundó la habitación, a su parecer traído por la brisa, pero la detuvo un extraño ruido, como de roedores en la pared. Respiró profundo algo molesta. —¡Ratones! Eso me faltaba— y prendió la lámpara sobre su mesa de noche.
—Esta es mi casa— aquel susurro tras su hombro erizó toda la piel de su cuerpo y sintió su corazón detenerse por un segundo. Tragó hondo. Se alejó un poco de su cama y miró hacia todos lados. Solo estaba ella. Ni siquiera vio los ratones. La luz de la lámpara parpadeó una, dos... tres veces. —Esta es mi casa— aquella voz femenina, quebrada y molesta repetía... esta vez no en un susurro. Aquello era una aseveración.
La lámpara se apagó totalmente. Caminando de espaldas, Iliana retrocedió hasta su cama. Apenas podía respirar presa del terror. No estaba sola. Empuñó un bolígrafo que agarró de la mesita de noche y recogiendo toda la voz que pudo perdida entre miedo, impotencia y angustia preguntó, —¿Quién está allí?
—¡Esta es mi casa!— gritó aquello.
La luz de la lámpara prendió y fue cuando Iliana la vio. Parada frente a ella, una anciana. Sus ojos vacíos , oscuros la miraban fijos, amenazantes. Sendas filas de dientes amarillos menudos y filosos se mostraban bajo uno labios finos y desgastados que curvaban una maligna sonrisa. Sus huesudos pies le viraban sobre el suelo.
Un grito se ahogaba en la garganta de Iliana, cuando el demonio se abalanzó sobre ella.
—¡Esta es mi casa!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top