O3: Between White Walls.

Sana despertó con un sobresalto, sus ojos abriéndose de golpe al desconocido entorno que la rodeaba. Las paredes blancas y estériles, el olor a desinfectante, y la tenue luz de la mañana filtrándose a través de una ventana con barrotes le hicieron darse cuenta de inmediato: no estaba en su habitación.

Se sentó rápidamente en la cama, su corazón latiendo con fuerza mientras su mente intentaba procesar lo que había sucedido. Las imágenes de la noche anterior se mezclaban con la confusión y el miedo.

¿Cómo había llegado allí?

¿Qué le habían hecho?

Miró a su alrededor, buscando alguna señal familiar, algo que le diera un indicio de dónde estaba. Pero todo lo que encontró fueron camas ordenadas, una mesa con sillas de plástico y algunas personas caminando por el pasillo. Personas que, a su juicio, parecían... diferentes.

—¡No, no, no puede ser! —murmuró, sintiendo cómo la angustia comenzaba a apoderarse de ella. Recordó las palabras de su madre, el odio en los ojos de su tía, y la sensación de la jeringa perforando su piel. Se llevó una mano al brazo, frotando el área donde la habían inyectado.

Una enfermera entró en la habitación, su sonrisa era amable, pero para Sana solo significaba una cosa: estaba atrapada entre locos.

La castaña se levantó de la cama, su respiración se aceleraba con cada segundo que pasaba. —¿Dónde estoy? ¡Déjenme salir de aquí! —gritó, retrocediendo hasta chocar con la pared. La enfermera intentó calmarla, pero sus palabras eran un eco lejano en la mente de Sana.

Las otras pacientes en la sala comenzaron a mirar, algunas con curiosidad, otras con indiferencia. Sana se sintió aún más atrapada, como un animal acorralado.

No podía quedarse allí.

No con esas personas.

—Todo está bien, Sana. Estás a salvo. —dijo la enfermera con una voz tranquilizadora, avanzando lentamente hacia ella.

—¡No estoy loca! ¡No pertenezco aquí! —protestó Sana, sus ojos llenos de lágrimas de desesperación. Su mente buscaba una salida, cualquier cosa que la sacara de ese infierno.

Pero en el fondo, una pequeña voz le susurraba la verdad que no quería aceptar: estaba allí porque necesitaba ayuda. Y no había forma de escapar de eso.

— Nadie te hará daño aquí, estás en un lugar seguro. Soy Kim DaHyun y seré la enferma encargada de cuidarte. — Musito la pelinegra extendiendo sus brazos para tomar con delicadeza las manos de la nipona. —Tranquila.

Minatozaki no pudo evitar observar a la enfermera con desconfianza. Se preguntaba cómo alguien tan sonriente podría trabajar en un lugar como ese. — Seguro es una de esas que disfrutan torturando a los pacientes. — pensó mientras era guiada hacia una silla donde limpio sus lágrimas y suspiro para calmarse.

No iba a rebajarse al nivel de esos engendros.

Miró alrededor de la sala, notando a los otros pacientes. Algunos parecían absortos en sus propios mundos, otros charlaban en voz baja. Uno de ellos, una chica con el cabello desaliñado y una mirada perdida, la observo fijamente, haciéndola sentir incómoda. — Definitivamente no pertenezco aquí. — se dijo a sí misma, sintiendo una mezcla de miedo y repulsión.

La coreana se sentó frente a ella, manteniendo su tono tranquilo y sereno. —Entiendo que todo esto puede ser muy confuso y aterrador, Sana. Pero estás aquí porque necesitas ayuda. —dijo, apretando suavemente las manos de la castaña — Tienes un trastorno alimenticio y estamos aquí para ayudarte a recuperarte.

Minatozaki sacudió la cabeza con suavidad mientras una sonrisa sínica se dibujaba en sus labios y, liberaba sus manos de las de DaHyun. —No necesito ayuda. No tengo nada. —replicó — Esto es un error. No pertenezco a un manicomio.

DaHyun la miró con compasión. —Sé que es difícil aceptarlo, pero estar aquí es el primer paso para mejorar. No estamos aquí para juzgarte, sino para apoyarte en tu recuperación. Y recuerda que este es un hospital psiquiátrico, no un manicomio.

Sana apretó los puños, sintiendo la ira y la desesperación burbujear dentro de ella. —No estoy enferma. —insistió, sus palabras llenas de frustración— No soy como ellos.

DaHyun suspiró, sin perder su paciencia. —Sana, nunca a dije que estuvieras enferma. Tienes un trastorno y, sé que es difícil de aceptar, pero te prometo que te sentirás mejor con el tiempo. Aquí aprenderás a cuidar de ti misma.

—¿Cuidar de mí misma? Eso es algo que toda mi vida he hecho, enfermera mugrosa. Tenía un futuro y una vida asegurada, pero fue arruinada por una estúpida extranjera que envidiaba todo de mí. — una risa burlona se escapó de sus pálidos labios. — Y créeme que a mí no me engañas con tu carita de santa y tu sonrisa "perfecta", seguro eres una hija de puta como todos los malditos locos qué están aquí. — Minatozaki escupió levantándose abruptamente de la silla.

Mientras Sana caminaba por los pasillos, su mirada se posaba en cada paciente que encontraba. Observó a un hombre mayor sentado en una esquina, murmurando para sí mismo y haciendo movimientos repetitivos con las manos. — Debe estar completamente desquiciado. — pensó con desdén.

Pasó junto a una joven que se rascaba compulsivamente los brazos, dejando marcas rojas en su piel y que trataba de ser detenida por dos enfermeras. — ¿Qué mierda le pasa a esta gente? ¿No pueden controlarse? — se preguntó, desviando la mirada con desagrado.

Un poco más adelante, vio a una mujer de mediana edad que se balanceaba de un lado a otro, mientras sus ojos eran notablemente vidriosos y perdidos. La japonesa se estremeció. — Esto es un infierno. Están todos locos, tía Hanako tenía razón sobre los lugares como estos. — concluyó, apretando los dientes con frustración.

Sin embargo, al girar en otro pasillo, sus ojos se encontraron con una figura que le llamó la atención de inmediato. Era una chica, probablemente, unos años mayor que ella, tenía un hermoso cabello rubio brillante, ojos almendrados y expresivos, una figura curvilínea, y pecas. Parecía alguien medianamente decente entre toda la gentuza del lugar, sin dudar Sana se acercó a ella.

— Doncella, a usted no la había visto por estos lares. — dijo la mujer al darse cuenta de la presencia de Minatozaki. — Déjeme presentarme, mi nombre es Yoo JeongYeon soy líder de los caballeros blancos de la corte de mi amada princesa. He sido atrapada con un hechizo en este castillo por un malvado brujo qué me quiere lejos de mi amada. Sin embargo, nuestro amor es tan fuerte que a veces ella puede venir por un par de lunas para que estemos juntas. — JeongYeon hizo una reverencia, mientras la castaña se arrepentía con todas sus fuerzas de haber pensado que alguien en ese lugar estuviera cuerdo.

— Jeong, TzuYu te está buscando. — hablo una voz detrás de Sana. La antes mencionada asintió lentamente, antes de dar media vuelta y retirarse.
Minatozaki la observó hasta que la figura de la rubia desapareció detrás de una puerta pesada, y entonces suspiro de alivio al haberse deshecho de aquel fenómeno.

Sus orbes color miel enseguida se posaron en la dueña de la voz femenina que la había salvado; su cabello azabache caía suavemente hasta los hombros, enmarcando un rostro angelical. Un flequillo perfectamente recortado acentuaba sus ojos grisáceos que parecían ver a través de ella, y finalmente un lunar adornaba la punta de su nariz, dándole un aire casi mágico.

Era como ver un ángel recién bajado del mismo paraíso.

Por un minuto, la castaña se quedó hipnotizada, incapaz de apartar la mirada de aquella figura etérea, quien se mantuvo con una expresión neutral. —JeongYeon cree que está en un cuento medieval, por eso habla de esa manera. —explicó al notar la evidente confusión en la cara de Sana. — No te había visto antes, soy Park JiHyo, es un placer.

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