14: Scars.

JiHyo y Sana se mantuvieron abrazadas durante lo que pareció una eternidad, sumidas en la calidez compartida de sus cuerpos. La oscuridad de la noche había dado paso a la tenue luz del amanecer, que comenzaba a colarse por las cortinas y bañaba la habitación en un suave resplandor dorado. En el silencio que se había instalado entre ellas, ninguna de las dos habló, disfrutando de la tranquilidad del momento.

Finalmente, la azabache rompió el silencio con su voz que apenas era un susurro. —Shiba, hay algo que necesito contarte — dijo, su tono era serio, lleno de una carga emocional que Minatozaki no había escuchado antes en ella.

La castaña levantó la cabeza del pecho de JiHyo, mirándola con curiosidad y una pizca de preocupación. La intensidad en los ojos grises de la azabache le indicaba que lo que estaba a punto de escuchar sería significativo, quizás incluso doloroso.

—Puedes contarme lo que sea, Hyo — respondió Sana con ternura, tomando la mano de JiHyo y apretándola con suavidad.

JiHyo respiró hondo, como si intentara reunir fuerzas para enfrentar sus propios demonios. Su mirada se perdió en el techo, como si sus pensamientos la transportaran a otro tiempo y lugar.

—Mi familia... —empezó con voz tensa— No es la típica familia feliz que ves en las películas. Mi padre siempre me odió... por ser mujer.

Las palabras de JiHyo golpearon a Sana como una ráfaga de viento helado. —¿Por qué? —preguntó suavemente, sin querer interrumpir el flujo de recuerdos de JiHyo, pero deseando comprender.

—Porque él siempre quiso un hijo —continuó la más alta con su voz teñida de amargura— Alguien que pudiera heredar su negocio, alguien que pudiera ser su orgullo. Pero en lugar de eso, me tuvo a mí... y nunca me lo perdonó.

Los recuerdos comenzaron a arremolinarse en la mente de JiHyo, arrastrándola de vuelta a su infancia, a aquellos días llenos de dolor y soledad.

Era una tarde cualquiera en la casa de los Park. JiHyo, apenas una niña de diez años estaba acurrucada en una esquina de su habitación, abrazando con fuerza a su osito de peluche, un regalo de su tía SeJeong. Afuera, los gritos de su padre se mezclaban con el llanto desesperado de su madre. Sabía que su nombre pronto sería mencionado, y su estómago se encogía de anticipación.

—¡JiHyo! —El rugido de su padre resonó por toda la casa, como un trueno que presagia tormenta— ¡Baja ahora mismo!

Con el corazón desbocado, la pequeña JiHyo emergió de su escondite. Sabía que no podía retrasarse; eso solo empeoraría las cosas. Descendió las escaleras con pasos temblorosos, buscando a su madre, que estaba en la cocina, limpiándose las lágrimas, incapaz de protegerla.

Al entrar en la sala, su padre la miró con desdén, como si su mera existencia fuera un insulto a todo lo que él valoraba.

—¿Qué has hecho hoy, eh? —escupió con desprecio— ¿Te has comportado como una buena para nada, como siempre?

JiHyo bajó la mirada, sin atreverse a contestar. Sabía que cualquier cosa que dijera solo lo enfurecería más.

—¡Mírame cuando te hablo! —gritó su padre, y antes de que pudiera reaccionar, sintió el ardor de una bofetada en la mejilla. El impacto la hizo tambalear, pero se mantuvo en pie, conteniendo las lágrimas.

—No eres más que una decepción —continuó su padre con su voz cargada de veneno— Ojalá hubieras sido un hijo, alguien que valiera la pena. Pero en lugar de eso, solo eres una carga, una desgracia para esta familia.

Las palabras de su padre se clavaron en su corazón como cuchillos afilados, dejando cicatrices que nunca desaparecerían. La violencia y el abuso se volvieron constantes, y JiHyo se convirtió en el blanco de la ira y frustración de su padre. La sacó de la escuela cuando apenas estaba en secundaria, asegurando que no necesitaba educación, que su única función sería obedecer y estar a su servicio.

Pero había un pequeño oasis en su infierno personal, un lugar de paz. Su tía SeJeong, la hermana de su madre, era su refugio, la única que le mostraba cariño y comprensión. Cada vez que lograba escapar para visitarla, sentía que podía respirar de nuevo, aunque solo fuera por unas horas.

Su tía le enseñó a reír, a soñar y a creer que había más en la vida que el odio de su padre. Sin embargo, esa luz se apagó cuando su padre le prohibió volver a ver a su tía, alegando que la estaba corrompiendo con ideas peligrosas.

Fue ese día, cuando le arrancaron su único consuelo, que algo en JiHyo se rompió. La rabia acumulada estalló, y en un arranque de furia, golpeó a su padre con una fuerza que ni ella sabía que tenía. Lo dejó casi inconsciente, sangrando en el suelo mientras ella se derrumbaba y sus gritos resonando por toda la casa.

Después de eso, el juicio fue rápido. Alegaron que tenía problemas de ira y que era peligrosa, decidiendo que lo mejor era internarla en un hospital psiquiátrico. Su padre se mostró encantado con la decisión, ya no tendría que soportar su presencia. Su madre, siempre sumisa, no dijo nada. Y su tía... nunca supo lo que había pasado. Desde entonces, JiHyo no había vuelto a verla.

Sana escuchó en silencio, con lágrimas rodando por sus mejillas, sintiendo cada palabra de JiHyo como una puñalada en su propio corazón. No podía imaginar el dolor y la soledad que había soportado la azabache durante todos esos años.

—Hyo... —susurró con su voz temblorosa— No sé qué decir. Lo siento tanto...

JiHyo sacudió la cabeza, tratando de sonreír, aunque era una sonrisa triste, llena de resignación.

—No necesitas decir nada, Nay. Solo... necesitaba que lo supieras. Tú también has pasado por mucho, y quería que supieras que no estás sola en esto. Todos llevamos nuestras propias cicatrices.

Minatozaki la miró a los ojos, viendo la fortaleza en la mirada de JiHyo, una fortaleza que la hacía admirarla aún más. Se acercó y, sin decir más, la abrazó con fuerza, deseando que su abrazo pudiera aliviar un poco del dolor que la azabache llevaba en su corazón.

—Gracias por confiar en mí, Hyo —murmuró, susurrando las palabras contra el cuello de JiHyo— Siempre estaré aquí para ti, así como tú has estado para mí.

En ese momento, ambas se dieron cuenta de que, a pesar del dolor y las dificultades, habían encontrado en la otra algo que habían estado buscando durante mucho tiempo: un refugio, un lugar seguro donde podían ser ellas mismas, sin miedo al juicio o al rechazo.

El hospital psiquiátrico, que había sido un símbolo de su fracaso, se estaba convirtiendo en un lugar de sanación, no solo por los tratamientos, sino por la conexión que habían formado.

Juntas, sabían que podrían enfrentar cualquier cosa que la vida les arrojara.

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