Palanca de la muerte
PALANCA DE LA MUERTE
*.*.*
Nunca me hubiera imaginado estar en esta situación anormal. En lo que parecía ser, un laboratorio clandestino abandonado, y delante de una incubadora que mantenía en cautiverio alguna clase de hombre.
Seguí observándolo con cautela, sintiendo que él hacía lo mismo conmigo en su inquietante y misterioso silencio detrás de una máscara completamente cubierta. De alguna forma me estaba viendo, pero no hallarle sentido a eso me perturbaba. No, me perturbaba más no saber qué era él, o si realmente era él y no ella. Tenía forma de hombre, pero con todas esas escamas en el cuerpo temía que terminara siendo una clase de animal mitad humano. Una bestia, un monstruo, una deformidad, una nueva creación entre dos especies.
Debía ser peligroso y sí así era, mejor que estuviera en la incubadora y no suelto.
Fuera lo que fuera, estaba claro que llevaba mucho tiempo aquí, y sí él o ella tenía vida, quería decir que todos los demás en incubadora también. Bajé la mirada a la pantalla en el cristal, además de los dígitos, llevaba un informe que no tardé en leer:
ExRo09, fase 3, etapa adulta—pronuncié con lentitud—, 26...
«Tiene 26 años.
Apartó su mano del cristal, irguiéndose con una imponencia que me dejó sin aliento.
— Así que eres un adulto.
No hizo ningún solo movimiento y sentir su mirada tan intensa y aterradora me hizo mirar al resto de las incubadoras. Todas tenía la misma pantalla, pero con distinta información. Tuve esa sensación familiar, ese sentimiento de deja vu de que ya antes había visto todo esto, pero era inquietante porque no lo recordaba.
El silenció se hizo en toda la sala, a excepción de esos, apenas, audibles pitidos detrás de mí. El sonido agudo podía identificarlo como el de los monitores de un hospital y pertenecía al de las pantallas en cada incubadora. Mostraban los signos vitales de ellos.
Además de eso, mostraban también esas seis numeraciones que palpitaban de amarillo. Se trataban de horas, minutos y segundos que retrocedían. Empecé a imaginar que nada bueno ocurriría una vez llegaran a cero, puesto que la primera incubadora estaba en esos números.
— No lo entiendo — suspiré con fastidio antes de acercarme al amplio computador frente a las incubadoras, y el cual se acomodaba sobre un escritorio.
Me incliné sobre el asiento y la encendí. Tomé el mouse revisando cada opción, tenía archivos titulados con la clasificación en cada incubadora, y más que inquirir en ellos, busqué de algún modo poder contactarme con alguien en alguna otra parte del laboratorio o con el exterior. Pero no habían ningún menú ni programa en el computador, ni acceso a ninguna sistema de emergencia. No entendía nada de lo que esta computadora contenía.
La dejé y me acerqué a los casilleros que se repartían junto a la escalerilla metálica, revisé cada uno de ellos buscando alguna tarjeta o algún código, pero lo único que hallé fueron batas largas, notas y cachivaches innecesarios, además de un botiquín. Por otro parte, lo que me dejó inquieta cuando cerré el ultimo casillero, fueron esos cascos metálicos que se repartían detrás de un exhibidor cristalino colgado en la pared. bajo la escala.
Apenas se notaban debido a la baja iluminación del laboratorio y la sombra que los escalones creaban, oscureciendo toda esa zona. Moví las piernas observando las diez mascaras que tenían cierto parecidos a las que llevaban puestas, estas tampoco tenía lentes y estaban completamente cerradas. Al lado de ellas, se hallaban unas cortas estanterías en las que se acomodaban unas cuantas cajas de dardos adormecedores y a su costado unos ganchos vacíos. Aposté que en ellos antes se colgaban las armas de los adormecedores, pero alguien más se las llevó.
¿Para qué? Esa era la cuestión, incluso las cajas de los dardos se hallaban abiertas, una que otra completamente vacías.
«Esto es una pérdida de tiempo.» Volví a revisar los pasillos una vez más, a lo largo de las horas seguí gritando en cada una de ellas y golpeando los ventanales con el extintor: el metal de las puertas rugía y retumbaba, pero no conseguía romper la maldita ventana. La rabia de no conseguir salir comenzó a arderme en la piel y con el hambre empeoraba mi humor.
— ¿Qué tengo que hacer para que se abran? —grité—. ¡Qué tengo que hacer!
Pateé una de ellas y me arrepentí de inmediato cuando la fuerza pinchó de dolor desde la punta del pie hasta el muslo.
— ¡Maldición! — rugí enfurecida, y me aparté sobándome la pierna, tratando de minimizar el dolor—. No puedo ser la única aquí, no puedo... no quiero.
Azoté el extintor en el suelo aturdiéndome con el sonido y sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano. Tenía que haber alguien más, alguien debía encontrarme, y no iba a rendirme, no lo haría jamás. Debía hallar una salida costará lo que costará.
Las horas acontecieron como mismísimo infierno y no supe en qué momento sucedió que me permití tomar un descanso sobre los escalones de la escalera. Pero lo cierto era que todavía me sentía muy cansada.
Hice aun lado la lata de coca-cola y el paquete de galletas que saqué después de romper con el extintor el vidrio de la expendedora en la oficina, y me levanté antes de acercarme apresuradamente a los corredizos. Para mi suerte, estaban en las mismas condiciones con las farolas parpadeando y sin nadie recorriéndolos al otro lado.
—No puedo ser la única— me repetí sintiendo el escozor en los ojos.
Pero empezaba a creer que sí, era la única, aquí no había nadie más.
Me obligué a apartar la vista y a seguir el recorrido, pero antes de llegar a la siguiente puerta y revisar su pasillo, retrocedí.
Fue un movimiento dudoso, el cual me detuvo cuando lancé una mirada de soslayo a las incubadoras. Algo no estaba en su lugar. Me convencí de que solo había sido mi imaginación, pero cuando volví a revisar, era todo lo contrario.
Sí, algo había cambiado.
Acerqué el paso observando cada una de las incubadoras, buscando ese trozo de rompecabezas que no encajaba. Se trataba de la segunda incubadora. El color del agua era otra, desagradable, devastadora a los ojos. Su color oscurecido en un intenso rojo, lo llevaba a tener el mismo aspecto que en la primera incubadora con de un trozo de pie, alzándose de la profundidad del agua.
Di otra mirada a su pantalla, notando que estaba en números ceros ¨trituración finalizada¨. Eso era lo que sucedía una vez se terminaba el conteo, los cuerpos eran triturados y ni idea de por qué. Sentí el pequeño escalofrío recorrerme la piel al revisar el reloj de las siguientes pantallas. A la tercera solo le restaban minutos para terminar en ceros, y el resto, estaban en menos de 10 horas.
Me concentré en la incubadora de Rojo 09. Su rostro subió con lentitud al tiempo en que el mío lo hizo. A él le faltaban 9 horas para ser triturado, «¿con qué?»
Me moví contra mi voluntad encaminándome en su dirección. De todos los cuerpos, ese era el único activo, despierto. Me tuvo en la mira conformé terminaba los centímetros para llegar a su incubadora. Había otra cosa que no encajaba, y esta vez era su cuerpo. Más de la mitad de su hombro musculoso parte de su ancho cuello estaban ilesos de escamas. Cada vez era más notoria su humanidad.
Debajo de todas esas escamas, había un cuerpo completamente humano. Pero las escamas no tenían sentido.
Dejé caer la mirada a la parte inferior de su cuerpo. Algo ahí llamó profundamente mi atención y no tardé en colocar las palmas de mis manos en el cristal para acercarme aún más. Un gran abanico de siete aletas puntiagudas con la forma de las aspas de una licuadora, cubrían la parte inferior de la pecera.
Eran aspas y con esas los trituraban.
—Tú también morirás—comenté. Su rostro bajó como si mirara las mimas aspas que yo. Sentí una clase de ironía ya que sus reacciones parecían responderme—. Ya lo sabes.
Empecé a retroceder, a punto estuve de seguir examinando cuando su asentimiento me dejó con las piernas congeladas, evitando que siguiera mi camino.
— ¿P- puedes entenderme? —pregunté volviendo a colocar mis manos en el cristal.
Estiró su brazo repentinamente y señaló hacia su derecha: hacía la enorme maquina detrás de las incubadoras. Me sentí más confundida, pero lo supe, él quería decirme algo. Me tomé un segundo para evaluarla y luego, volverlo a ver.
— ¿Qué quieres que haga?
Mi corazón se alborotó. Un tintineo y un sonido agudo cada vez más fuerte me apartaron enseguida. Busqué de dónde provenía, y al acercarme a cada incubadora, lo encontré. Me encimé sobre el cristal de la tercera. El abanico de aspas comenzaba a girar con rotunda fuerza, logrando que cada vez más el agua se batiera, y con esa misma presión, jalara el cuerpo en su interior.
El sonido aumentó, el cuerpo descendió y cuando estuvo lo suficientemente abajo, un crujir estalló hileras de sangre. Verlo sacudirse y que de su máscara emitieran burbujas, me dejó helada. Sus manos se abrieron, sus brazos se sacudieron y se aferró al cristal, tratando de impedir las aspas.
Un chillido se ahogó en la parte superior de mi garganta cuando las aspas los halaron más y la sangré brotó coloreando el agua con intensidad. Un bulto de piel y huesos despedazados se elevaron poco después, no pude seguir mirando y me sostuve el estómago cuando sentí que vomitaría de nuevo.
El sonido dejó de fluir, pero no lo hicieron los escalofríos estremeciéndome de horror. Tenía los pensamientos nublados, no sabía qué pensar, pero revisé nuevamente las pantallas, la tercera estaba en ceros y poco faltaba para que la cuarta también lo hiciera.
Estaban vivos y estaban siendo triturados vivos sin razón aparente. Eran personas, humanos. Humanos como yo, tenían conciencia.
Tuve ese inquietante deseo de sacarlos a todos. No sabía cómo lo haría, pero ahí estaba, golpeando la cuarta incubadora con mi puño. Esperaba que el cuerpo con el aspecto de un adulto reaccionara a mi sonido, así que golpeé reparando en su mascara, buscando que reaccionara a mí.
— ¡Ey! —grité, sabiendo que al igual que el de la novena incubadora, podía escucharme—. Despierta, vas a morir.
Estaba vivo también, eso mostraba su monitor. No podía dejarlos morir. No así, y sabiendo que no era la única persona atrapada en el laboratorio. Fui por el extintor. Esa clase de adrenalina combinado con el miedo de perder algo, llenó mi cuerpo de desesperación. Golpeé el cristal y tan solo lo hice, el sonido botó, vibró, pero el cristal no se rompió, ni siquiera se cuarteó un poco.
Volví a golpear, una y otra vez. Era el mismo material que las ventanillas de las puertas. Imposible de romperlas. Corrí de inmediato a la incubadora número nueve. Aquella mascara de oxígeno se movió, siguiéndome hasta que me acerqué lo suficiente.
— ¿Sabes cómo pararlo? —quise saber, exhalando la pregunta. Una parte de mi sentía que sería imposible, cuando estuvo por un largo silencio observándome. Pero entonces, volvió a señalar la máquina detrás—. ¿Es la que detiene la trituración?
Tardó en asentir y corrí a ella. Un par botones color azul y rojo se acomodaban en el centro de la máquina, pero en el suelo y junto a ella, una enorme palanca del mismo color rojo, y era todo. No había ninguna advertencia, ninguna indicación de lo que cada cosa era.
«Tal vez...» No lo pensé más y tomé la palanca, y con desesperación, halé de ella sintiendo un tirón en mi brazo izquierdo y...
—Sistema de trituración acelerado, activado.
Mi rostro, envuelto en perturbación salió disparado al computador de dónde provino la voz robótica. Quedé en trance con el nuevo sonido integrándose en las incubadoras. Esa inquietante actividad me envió a revisar la más cercana.
Dejé de respirar. El abanico de aspas estaba encendiéndose. Era igual en todas, hasta las aspas en la incubadora Rojo09. Cuando vi las pantallas, los dígitos, con una velocidad más voraz, retrocedían. Las horas se volvieron minutos y los minutos segundos. Y cada vez eran más los ceros.
Y lo supe.
Aceleré sus muertes.
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