*1. Hogar, dulce hogar.

*Editado*

1. Hogar, dulce hogar.

El aeropuerto es ese lugar en el que se mezclan la alegría y la tristeza al mismo tiempo. Un sitio en el que algunas personas sufren una amarga despedida o la más dulces de las bienvenidas.

Por desgracia, hacía tiempo que ambas sensaciones habían perdido ese efecto esperado en mí. Pues con un padre militar, mi vida se basaba en volar de una base a otra. Pero no siempre había sido así.

Hubo un tiempo en el que mis padres se amaban, aquellos días en los que una esperanzada Sarah aguardaba ansiosa el regreso de su marido Richard Murs, mientras que se dedicaba a sus cuadros por completo. Fruto de aquel amor, que empezó en el verano más caluroso; que mi madre recordaba, nací yo.

Sin embargo, la historia de un amor de toda la vida llegó a su final. Atrás quedaron aquellas charlas, que mantuvieron hasta altas horas de la madrugada, sobre un futuro próximo. Aquellas conversaciones, propias de dos adolescentes que se habían enamorado por primera vez, carecían de sentido ahora. Tomando literalmente sus palabras, mi madre definía a mi padre como su primer amor. Aquel hombre por el que había perdido la cabeza y por el que había dejado a su familia en otro estado, para empezar una nueva vida en común en California. Y del cual, según ella, sólo había logrado obtener a cambio interminables esperas y noches en vela.

En uno de aquellos meses, en los que mi madre esperaba la llegada del joven soldado Murs, se dio cuenta de que ya había llegado a su límite. Comprendió, por fin, que no aguantaba más la frustración que le generaba quedarse en casa, a cargo de su pequeña hija de cinco años, ejerciendo el papel de la esposa perfecta. No, ella quería explorar el mundo con sus ojos, quería exponer sus obras ante la crítica ajena. Anhelaba el reconocimiento por su arduo trabajo. Además, no soportaba la angustia que le producía saber que, algún día, podían llamar a su puerta y que tendría que escuchar aquellas famosas palabras que vendrían acompañadas de una bandera doblada y una medalla.

Siete años después, Sarah había encontrado la estabilidad emocional y conyugal que buscaba gracias a Mark Carter. Un apuesto médico de cuarenta y dos años, que al igual que mi madre, había pasado por un divorcio y del que había quedado a cargo de su único hijo; Trent.

La relación que tenía con Mark era cordial, ya que sorprendentemente, siempre había permanecido junto a mi padre, hasta ahora. Aunque en los últimos cinco años, mi madre había insistido, innumerables veces, en que me fuera a vivir con ella y formara parte de su nueva familia. No se conformaba con que me quedase con ellos en las vacaciones.

En cuanto a mi hermanastro, ambos habíamos congeniado de manera singular, en los pocos meses en los que habíamos convivido, desde que nuestros padres habían contraído matrimonio. A pesar de que Trent me sacaba cuatro años, yo era la más madura de los dos. Además, poseía un estilo desaliñado y despreocupado que sacaba de quicio a Mark, constantemente. Pero que, a su vez, hacía que la mayoría de las chicas que conocía perdieran la cordura por él.

Quizás, la fuerte personalidad y disciplina que mi padre había inculcado en mí hacía mella en nuestra relación fraternal. Pero sin duda, debía agradecerle a Trent que hubiese compartido su gran pasión conmigo: el surf.

Por otro lado, se encontraban mi tío y mi primo. A los que siempre veía en navidades y acción de gracias. Mi madre y Mark solían llevarme a la casa de mi abuela para celebrar esas fechas tan señaladas del año, por su parte, Trent las pasaba con su madre biológica.

Desde pequeñita, siempre había tenido una gran conexión con Liam. Manteníamos el contacto vía e-mail o por teléfono, mientras que pasaba la mayor parte del año, en alguna de las distintas bases a las que destinaban a mi padre. Además en verano, mi primo venía a la casa de mi madre, alegando que en California se encontraban más chicas sexy que en todo el estado de Washington.

Cuando mi madre me contó que planeaba irse con Mark a la India a explorar nuevos horizontes, me vi obligada a tomar una decisión que suponía un gran cambio en mi vida. Él había aceptado unirse a una nueva campaña de médicos sin fronteras y ella, por su parte, había decidido capturar con su cámara instantáneas de aquel hermoso lugar y su gente.

Y aquel hecho, en gran parte, respondía al porqué me hallaba ahora mismo sentada y esperando a mi tío Josh en el aeropuerto. También, había llegado a la conclusión de que necesitaba parar en algún lugar del planeta, aferrarme a él e intentar echar raíces, por primera vez en mi vida. Y aquel sitio era Fallen Angels un pequeño pueblo situado en la costa del estado de Washington que, sin embargo, al estar cerca de las montañas también, poseía un clima bastante frío. Estaba habitado por aproximadamente dos mil personas, entre las que destacaban mi tío y mi primo. Además, allí se habían enamorado mis padres y mis abuelos maternos.

Desperté de mis recuerdos y sonreí cuando mi tío Josh apareció en mi campo de visión. Estaba agitado y su respiración era irregular, podía notarse de lejos que tenía mucha prisa. Llevaba puesto su uniforme de sheriff y, por la culpa que mostraba su mirada, podía intuir que se había olvidado por completo que debía recogerme hacía media hora.

Nos dimos un abrazo antes de que mi tío me ayudase a llevar el equipaje hasta su coche. Al contrario de lo que cabía esperarse de una chica de diecisiete años, mi vida podía empacarse dentro de una maleta, una mochila y un bolso de mano. En eso, se había resumido mi existencia desde que tenía cinco años y mis padres se habían separado.

Ahora, tenía la oportunidad de vivir en la vieja granja que, con tanto esfuerzo y sudor, le había costado comprar a mi abuelo. Estaba situada a las afueras del pueblo y, aunque, había vivido tiempos mejores, poseía la calidez de un auténtico hogar.

―Lo siento, Teddy―dijo.

Una vez que emprendimos el camino hacia mi nuevo hogar, mi tío continuó disculpándose:

―No pienses que se me había olvidado, todo lo contrario. Obligué a Liam a que lo apuntase en un post-it y lo pegase en el frigorífico.

Una ligera sonrisa tiró de mis labios, al imaginar la escena protagonizada por padre e hijo.

―Habría llegado a tiempo de no ser por la señora Adams. He intentado explicarle, varias veces, que cuando su estúpido gato se suba al árbol, tiene que llamar a los bomberos y no a la comisaría―explicó con enfado.

Liam me había hablado de la señora Adams o, mejor dicho, señorita. Mi primo estaba seguro de que ella sentía algún tipo de atracción por mi tío y que, por ese motivo, lo llamaba de manera constante para que salvase la vida de su pequeño, pero gordo, Bola de Nieve.

―No te preocupes. Me ha venido bien esperar un poco, así he podido estirar los músculos.

Mi tío chasqueó la lengua, sin creerse del todo aquella vaga excusa. Continuamos en nuestra dirección, mientras me explicaba, una y otra vez, lo terca que era la señorita Adams.

En cuanto le fue posible, estacionó el coche en una estación de servicios y bajó para comprarme unos dulces antes de repostar gasolina. Aproveché aquel momento para abrir la guantera, dejé de pensar en cuánto tiempo estaba tardando mi tío, para centrarme en los discos que había guardados en ese compartimento del coche. Había todo tipo de música, pero en su mayoría, destacaban discos de rap. Eminem y Drake hacían acto de presencia por todo lo alto. Allí se encontraba al menos la mitad de la discografía de ambos. Sonreí al recordar cómo mi primo había empezado con su pequeña adicción al rap hacía unos cuantos años. Liam tenía un pequeño complejo de rapero, o al menos yo solía decirle eso para hacerlo rabiar. A pesar de su personalidad dulce y apaciguadora, él solía picarme diciendo que yo estaba enamorada del mejor amigo de Trent y que por ese motivo, había empezado a practicar surf con mi hermanastro cada vez que podía.

La puerta del coche se abrió y mi tío volvió a ocupar su puesto, no sin antes echar un ligero vistazo a lo que tenía entre las manos.

―Liam no debería escuchar esa porquería, sólo hablan de drogas, sexo y peleas―musitó y por el tono en el que lo dijo supe que, en más de una ocasión, mi primo había escuchado aquellas mismas palabras.

―No puedes quejarte. Tienes un hijo universitario, que no ha repetido ni un solo curso y que seguramente tenga la mejor nota de toda la región―dije en su defensa.―Además, es buena persona.

Respiró profundo, tomó aire y se preparó para la discusión que se avecinaba en cuestión de décimas de segundo.

Josh era el jefe de policía de Fallen Angels y, aunque se trataba de uno de los pueblos más tranquilos del estado de Washington, mi tío se había convertido en un adicto al trabajo con el paso de los años. Estaba obsesionado con la disciplina y, supongo, que eso fue lo que hizo que él y mi padre fuesen mejores amigos antes de que pasasen a ser llamados cuñados civilmente.

Siempre había poseído éxito profesional, sin embargo, los Payne nunca habían tenido buena suerte en el amor y, al igual que mi madre, mi tío acabó perdiendo al amor de su vida a causa de la leucemia. Otro motivo más por el que Liam y yo nos complementábamos. Aunque compartíamos la misma historia familiar, mi primo lo había pasado mucho peor que yo, puesto que no podía mantener una conversación con su madre en otro lugar que no fuera el cementerio.

­―No me gustan sus amigos―replicó.―Cuando eran pequeños eran revoltosos como el resto de los niños, pero conforme han ido creciendo se han convertido en unos gamberros.

Podía notar la frustración que corría por su cuerpo y se adueñaba de su mente, sus nudillos estaban casi blancos de lo fuerte que se aferraba al volante. Intenté quitarle hierro al asunto y alegar a favor de Liam.

―Él siempre ha sido muy responsable, quizás, se esté rebelando un poco como hacen todos los chicos de su edad―dije.

―¿Rebelándose contra qué? ¿La sociedad? ¿El cambio climático? ¿Las guerras de Siria?―cuestionó de forma irónica.

Negué con la cabeza. Sí, Liam tenía una situación económica estable. Sí, tenía un techo en el que refugiarse. Y sin embargo, hay heridas en el alma que no pueden cicatrizar y curarse con dinero y estabilidad. Sabía lo que era sentir aquella amarga soledad y no encontrar la manera adecuada para expresarlo. Lo había vivido en primera persona, durante mi infancia, mientras mi padre trabajaba y mi madre exponía sus obras. Mi primo no había tenido mejor suerte que yo, había perdido a su figura materna y había tenido que aprender a valerse por sí solo, pues algunas noches su padre tenía que quedarse de guardia en la comisaría. Desde mi punto de vista, él quería captar la atención de su padre y demostrarle que quizás no tenía el mejor hijo del mundo, pero tampoco el peor.

―¿Ha hecho algo realmente grave?―pregunté.

―¿Te parece poco que vaya a fiestas y beba alcohol hasta quedar casi inconsciente siendo menor de edad?

―Admite que tú también saliste de fiesta en tu juventud y seguro que cometiste más errores―puntualicé con obviedad.

―Bueno, pero eran otros tiempos. Además, tengo el ejemplo perfecto con el que devaluar tu argumento.

―¿Cuál?

―Tú―pronunció mirándome durante un breve instante, antes de volver a centrar su atención a la carretera.

Aquel argumento iba a finalizar la discusión, si mi mente no era lo bastante rápida para contraatacar con astucia. Aunque me molestaba reconocerlo, mi vida social era nula. Era imposible tener la propia de una chica de mi edad, pese a que lo había intentado en numerosas ocasiones. Siempre que conseguía establecer una conexión especial con alguien, mi padre me anunciaba que debíamos partir de la base en la que nos hospedábamos para ir a otra. Hasta que llegó un día en el que dejé de intentarlo, pues había descubierto que era inútil malgastar mi energía en ellos. Hubo una vez, en la que coincidí, por segunda vez, con la hija de otro militar en la misma base. Supongo que ella, Liam y Trent eran lo más parecido que había tenido a lo que se consideraba tener amigos.

Así que, mientras que el resto de adolescentes del mundo se divertían y salían por ahí a explorar la vida, yo me dediqué por completo a la lectura, puesto que era la única manera en la que podía escapar de mi realidad y vivir diferentes aventuras e historias. Con el tiempo, las cosas mejoraron un poco, Trent me enseñó a hacer surf y a practicar deporte a modo de relajación. Por desgracia, lo primero sólo podía llevarlo a cabo cuando destinaban a mi padre a algún lugar con playa o cuando iba a visitar a mi madre a California.

―Buen punto―reconocí.―Pero tampoco es que Liam sea un camello o mate a gente.

La sonrisa que se formó en sus labios fue remplazada con presteza por una línea firme.

―Desde luego sé que fuma y no creo que sean sólo cigarrillos.

Aquello me había dejado muda. No sabía que Liam fumaba. Sin embargo, no era el único adolescente que lo hacía y, siempre y cuando, no se convirtiera en un adicto a otra droga peor, como la heroína o la cocaína, todo tenía solución. Había visto a varios soldados hacerlo y no había sabido de alguno que hubiera muerto por fumarse un porro, en alguna ocasión.

Josh pudo leer mi mirada porque se apresuró a decirme:

―Ni se te ocurra defenderlo más. En realidad, lo que más me preocupa es su amistad con Tomlinson y Malik. No sé qué les ha pasado a esos chicos que han cambiado tanto. Los he visto crecer frente a mis ojos, cada vez que acompañaban a Liam a casa o cuando venían a verlo―respondió concentrado en estacionar el coche enfrente de la granja.

―Lo único que puedo decirte es que cuanto más se lo prohíbas, más se irá con ellos y hará lo que tú no quieras.

La conversación murió en cuanto me apeé del coche y respiré el aire puro de aquel magnífico lugar. El bosque le otorgaba al pueblo aquella brisa fresca propia de septiembre y, la costa impregnaba el olor, mezclándolo con su sal. Así olía mi nuevo hogar. Probablemente, era el único al que había considerado como tal, en realidad.

Ni siquiera había terminado de subir uno de los escalones del porche, cuando los brazos de mi primo se envolvieron a mi alrededor, dándome lo que más deseaba; calor y cariño familiar.

No lo había vuelto a ver desde hacía desde junio, cuando ambos pasamos unas semanas de vacaciones en la casa de mi madre. Sólo habían transcurrido tres meses desde entonces, pero podía ver el cambio en Liam. Su cuerpo estaba más definido y tonificado y había adquirido unos músculos que no se encontraban antes allí. Además, había cortado su preciosa media melena castaña con flequillo. Pero a pesar de todos esos cambios físicos, sus ojos pardos seguían actuando como puertas abiertas de par en par a su dulce alma.

Me guió escaleras arriba hasta la primera planta de la casa, aunque la granja se conservaba bien, era notable como los escalones de madera crujían bajo nuestros pies. En la pared de la escalera, había algunas fotos familiares, en varias de ellas, aparecía la muy luminosa sonrisa de Liam.

Llegamos al rellano de la planta de arriba, el pasillo estaba iluminado por la luz que entraba a través de las ventanas que daban al patio trasero.

Abrió la puerta de la segunda habitación y un fuerte color rosa chocó contra mis córneas. Detestaba el rosa, bueno quizás no, pero lo que no soportaba era las connotaciones que llevaba consigo el hecho de que te gustase el rosa. No era una princesa, ni mucho menos una dama en apuros. La parte positiva de ser la hija de un marine era que sabía defenderme tanto verbal como físicamente. Mi padre me había enseñado a valerme por mí misma y a no esperar a que un hombre viniera a salvarme, pues él no estaría conmigo para siempre.

Aparte del color rosa chicle, mis sentidos también se vieron afectados por el fuerte olor a pintura que las paredes de la habitación desprendían.

―¿Habéis pintado hace poco?―pregunté inspeccionando el mobiliario.

Liam estaba detrás de mí esperando a que le otorgase mi visto bueno a la que sería a partir de aquel momento mi habitación.

―Papá se ha tomado muy en serio tu llegada.

―¿Rosa?―inquirí retóricamente, sin esperar su respuesta.

Mi primo sabía lo que opinaba del rosa.

Toqué la pared, queriendo saber si aún se encontraba húmeda.

―No me mires así. Traté de convencerlo de que escogiese el morado, pero se empeñó el rosa. Ya sabes cómo es―se justificó ante mi mirada acusatoria.

Se me hizo imposible soportar el olor, por lo que me llevé la mano a la nariz en un vago intento de protección ante aquel fuerte olor a pintura.

―Perdona, con los nervios se me ha olvidado abrir la ventana―se disculpó.

―No pasa nada. Si esta noche no logro concebir el sueño debido al colocón, iré a tu cuarto e invadiré tu espacio―musité maliciosamente.

―Quédate con mi cuarto si quieres, pero no le digas nada a mi padre. Sería capaz de castigarme y esta noche tengo una fiesta de despedida. No pienso perdérmela―dije con preocupación.

―Tranquilo. Estamos en el mismo bando, primo―sentencié sonriente.

Las facciones de mi primo se relajaron en ese instante y dieron paso a una sonrisa de complicidad, como aquellas que habíamos compartido en nuestra infancia, cada vez que planeábamos hacer una travesura de las nuestras.

El momento familiar culminó con la aparición de Josh en el umbral de la puerta:

―¿Te gusta, Teddy

―Claro, es genial.

Salvo por el rosa.


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