3. ¿Quién cambió el canal?

Era un nuevo amanecer en Perla Norte. La radiante estrella solar brillaba en su máximo esplendor como era costumbre en la calurosa ciudad. Sus rayos eran tan directos como intensos, difíciles de soportar, incluso para objetos protectores; la ventana de la casa 7-18 era uno de ellos. Luchaba por mantenerlos alejados, pero lograron traspasarla con tal brutalidad que ni la misma cortina le impidió el paso. Al final, los sofocantes rayos solares impactaron directo en un rostro suave y delicado, pertenecía a una mujer de tez blanca que comenzaba a jadear.

Gabriela entreabrió los párpados unos instantes y dio un giro al lado contrario. Aun así, fue inevitable el aumento de temperatura en la mitad de su rostro, el sol continuaba su juego tortuoso.

Un suspiro profundo fue lo único que se escuchó en la habitación. La mujer dio unas cuantas vueltas antes de estirarse. Expulsó entre bostezos las ganas que la incitaban a seguir durmiendo. Cuando observó hacia la derecha, notó el puesto de su acompañante vacío; David no estaba, el ajetreo del día anterior la hizo caer tan cansada a la cama que no se dio cuenta en qué momento su esposo salió a trabajar.

En cuanto se dispuso a levantarse, cubrió su cuerpo con la bata de dormir, luego pasó las manos con suavidad sobre su cabeza hasta palpar su caótica cabellera. La amarró en una cola de cabello. En su cabeza resonó de inmediato un solo pensamiento: tinto. Le era indispensable para comenzar el día con el pie derecho; de lo contrario, comenzarían los dolores de cabeza y estaría indispuesta.

Se dirigió a la cocina a tomar el tan deseado café de la mañana, mas se detuvo con sorpresa al encontrar algo inusual sobre la mesa del comedor. Lo que vio allí la conmovió en gran manera: el desayuno estaba listo, junto a una pequeña nota.

Deseosa por saber lo que decía, la acercó a sus ojos verdes:

«Para la mujer que me hace ver estrellas:

Tuve que salir temprano a trabajar,

pero eso no me impidió consentirte un poco.

P.D. Lo de anoche estuvo magnífico.

Te ama,

David».

El rostro se le iluminó con la sonrisa propia de una enamorada, de esas que delataban a cualquiera a simple vista. Con las mejillas sonrojadas, tomó de la taza de café. Leyó la nota en más de una ocasión. Una vez. Dos veces. Tres veces, y hasta más. El detalle le pareció lo más dulce del mundo. Era el motivo perfecto para comenzar la jornada con la mejor actitud. Nada le dañaría el día, o al menos eso creía.

Gabriela giró la llave de la ducha y, a través de ella, emergieron las gotas de agua que viajaron por todo su cuerpo. Las sintió recorrerla como suaves caricias que le palparon la piel. Una vez se enjabonó por completo, pasó el jabón por su rostro con masajes suaves, después se lavó para retirarlo.

«Refrescante». Era lo único que podía opinar del agua. El calor afuera era agobiante. Solo así se sintió relajada y ligera como la corriente. Después, tomó el tarro de champú y vertió el líquido en sus manos. Se lo esparció con círculos lentos que le masajearon el cuero cabelludo. Al terminar, giró la llave para lavarlo, pero, a diferencia de la vez anterior, con cada gota que le hacía contacto en la piel, sentía cómo la temperatura aumentaba con brusquedad. Llegó un momento donde se tornó insoportable, hasta el punto de quemarla.

Lanzó un grito en respuesta.

La única solución que coordinó en ese instante fue cerrar la llave con rapidez. La ducha entera se hallaba llena de vapor, como si hubiera estado en un pozo de aguas termales.

Cuando la bruma fue menor, se acercó al espejo. Su tez blanca había desaparecido. Ahora la ocupaba un color rojizo. Si antes sus cachetes se sonrojaron por el amor, ahora se hallaban rojos por la irritación. Se sentía como agujas clavándosele sin piedad una y otra vez.

Respiró hondo. Debía controlar el dolor, y con tal pensamiento, marchó de regreso a la habitación.

Luego de terminar de arreglarse, Gabriela se dedicó una larga mirada en el espejo. Se detalló de pies a cabeza y se aseguró de no dejar pasar ninguna parte sin ser chequeada. Había logrado disminuir un poco el color rojo en su rostro con cremas hidratantes, el ardor era menor, pero, aun así, eran visibles los rastros de ligeras quemaduras.

La última mirada en el espejo significó que estaba lista para las labores del día.

Lo primero que hizo fue dirigirse al patio y tomar la manguera verde que se hallaba enredada en uno de los estantes. Después atravesó toda la casa. Llegó al jardín, que con su apariencia verdosa y primaveral le otorgaba un toque fresco a la vivienda. Allí, conectó la manguera a la boquilla de la llave y regó las plantas una a una. El primer afortunado en recibir el líquido vital fue el gran árbol de limones, luego pasó a las demás flores que brotaban de la jardinera.

Mientras el agua bañaba las plantas, su vista se paseó entre las demás casas del conjunto, no había ni una sola que no tuviera zona verde. Para Gabriela, todos los jardines eran abundantes y muy bien cuidados, algo que la motivó a mantener el suyo igual de florido. Por su mente también divagó la idea de conocer alguna vecina, hacerse su amiga; de lo contrario, sus tardes serían aburridas y se resumirían en ver televisión. Vivir en un conjunto le ofrecía la oportunidad que le negaba el apartamento anterior, al estar encerrados en lo alto de la torre.

Estuvo atenta a las personas que pasaban por la calle. La primera mujer que se acercó venía tomada de la mano con un niño. Ella parecía tener unos años más que Gabriela, pero no por eso dejó de ser amistosa. Era la oportunidad que estaba esperando.

—Hola, buenos días —dijo con voz dulce.

La mujer ni siquiera le respondió. En cambio, movió a su hijo a la dirección contraria de la calle y apresuró el paso.

Wow, qué grosera —comentó por lo bajo, extrañada por la actitud de la señora.

—Nunca te acerques a esa mujer ni a su casa, ¿me entiendes? —La escuchó susurrarle al niño a lo lejos.

Gabriela no comprendió el porqué de ese comportamiento tan inusual. Era la primera persona en el conjunto con la que intentaba crear un vínculo amistoso; el resultado no fue como esperaba, en cambio, terminó ofendida por ello. Pero se prometió desde temprano que nada le arruinaría el día, no lo logró el agua hirviendo de la ducha, y ni siquiera una mujer amargada lo conseguiría. No iba a permitir que el detalle de David pasara a segundo plano, mucho menos daría cabida a la ira.

Tomó aire y exhaló. Una vez. Dos veces. Tres veces.

Serena, apartó la vista de la calle y miró a la casa del lado. Sus ojos viajaron a través de ella con fascinación. Se mostró maravillada por el jardín florido que tenía, pero lo que más le llamó la atención fue que por todas partes era cubierta por un gran matorral de hojas con fruto de uvas. No lo detalló en la primera visita ni tampoco cuando se mudaron, la emoción por ocupar la nueva casa fue mucho más grande que la intención de fijarse en detalles.

Movida por la curiosidad, cerró la llave y dejó la manguera a un lado. Se acercó a ojear más de cerca la frondosa planta. Se extendía por arriba como si fuera el techo del jardín y desprendía brazos por todos lados, algunos incluso traspasaban hasta su hogar. Luego, el fruto se convirtió en su centro de atención. Algunas uvas eran verdes y pequeñas; aunque otras, grandes, jugosas y moradas, listas para comer. Se antojó de tomar una, sin embargo, al acercarse lo suficiente, su mirada chocó con la de una señora que regaba las plantas.

Gabriela se sobresaltó con sorpresa. No la vio antes, ni siquiera la escuchó replicar cuando la mujer la ignoró. Era de estatura baja. Llevaba un sombrero enorme que le ocultaba gran parte del rostro, pero del que se le lograba ver por los lados la cabellera poblada por canas; bajo él, una reluciente camándula en el cuello. Se mantenía silenciosa, inmutable, casi como una estatua. Lo único que se le movía era la mano con la que sostenía la regadera. De momento, subió la cabeza y miró a Gabriela directo a los ojos.

—Hola, jovencita —saludó de repente, refugiada tras las rejas—. Es la nueva arrendada, ¿cierto?

—Así es —respondió con una sonrisa amistosa—. Me llamo Gabriela, un placer conocerla, vecina.

—Mi nombre es Carlota, también es un placer. —Mostró los dientes al sonreír.

Carlota subió y bajó la cabeza en su solo movimiento, con eso le bastó para detallarla.

—¿Puedo tomar unas uvas? —preguntó Gabriela, las observaba con antojo.

—No se lo recomiendo —dijo con seriedad.

La respuesta la estremeció.

—Está bien. Lamento moles...

—Están recién fumigadas, no crea que es para no regalarle —aclaró Carlota—. Lo hago para que los animales no me dañen la mata ni los ladrones de uvas se las lleven.

—¿Ladrones de uvas? —quiso saber.

—Los niños —expresó con atisbos de rencor.

—No he visto muchos por esta cuadra.

—Esos engendros del mal son unos vándalos, siempre buscan la manera de robarse los ramilletes de uvas más gordos. —Dejó la regadera a un lado—. Espéreme aquí, le traeré unos que tengo adentro.

—Oh, qué amable. Gracias. —Le sonrió.

La señora dio media vuelta y se internó en la casa. A Gabriela le pareció bastante extraña la actitud de la mujer, sin embargo, era un comienzo; no uno muy memorable, pero, al fin y al cabo, la primera persona en mostrar un poco de hospitalidad.

Esperó con paciencia por las deseosas frutas. Mientras los minutos pasaban, algunas personas más atravesaron la calle sin siquiera voltear a mirarla. Empezaba a sentirse incómoda, por suerte, Carlota apareció. Traía consigo tres ramilletes de uvas grandes y moradas. Se las entregó a la joven con una sonrisa que le iluminó su rostro un tanto arrugado.

—Muchas gracias, doña Carlota —dijo Gabriela, encantada.

—No es nada, considérelo el regalo de bienvenida. —Volvió a tomar la regadera y siguió con su labor.

—Es usted muy amable, doña Carlota, no tanto como algunos en este conjunto.

—Ciertamente. No muchos aquí lo son —respondió, aún inexpresiva—. Menos cuando se trata de esa casa... —susurró, más para sí que para Gabriela.

—¿Disculpe? —Gabriela arqueó una ceja—. ¿Dijo algo? No logré entender.

Carlota amplió los ojos y disimuló su comentario con una risa forzada y sin gracia.

—Oh, no es nada, cosas de abuelas. Estaba pensando en qué voy a hacer de almuerzo. —Mostró de nuevo sus dientes viejos con una sonrisa.

—¡Cierto!, el almuerzo —recordó Gabriela—. Será mejor que comience a montarlo. Mi esposo regresará pronto del trabajo. Muchas gracias por las uvas, vecina. Luego seguimos hablando.

Carlota le respondió con un movimiento de mano y continuó en lo suyo.

Tan pronto como Gabriela puso un pie adentro, un ruido proveniente de su habitación la sobresaltó, sacándola de sus pensamientos; era la alarma que le recordaba hacer el almuerzo, justo a tiempo. Se dirigió al cuarto a desactivarla, luego fue a la cocina y dejó allí los ramilletes de uvas que le regaló Carlota.

Llegado el mediodía, la pareja compartía la hora del almuerzo. La mañana había transcurrido con tranquilidad para Gabriela.

David disfrutaba del delicioso plato que preparó su esposa, tanto trabajo por la mañana lo dejó hambriento, cosa que demostró mientras devoraba el sancocho, del que sobresalían trozos de cilantro, yuca, papa y mazorca, junto a las presas de carne de res; a su derecha se hallaba un plato de arroz, con aguacate y ensalada de cebolla y tomate.

Gabriela, por su parte, solo lo observaba con sorpresa.

—Detente un poco, cariño —comentó—. A ese paso terminarás comiéndote también el plato, y no creo que la vajilla sea una dieta saludable.

Él respondió con una mirada culpable, y en ella se esbozó una sonrisa divertida.

—Lo siento, tienes razón. Esta mañana estuve muy concentrado trabajando en un caso nuevo. No tuve tiempo ni de bajar a merendar algo. ¿Puedes creer que hay un barrio al que le están cobrando el servicio de luz, y ni siquiera tienen alumbrado eléctrico?

—¿Qué? —inquirió, atónita—. ¡Qué descaro, pobre gente!

—La peor parte es que los recibos llegan como si fueran de estrato ocho. Les quieren cobrar más de lo que ganan, y ni se benefician del servicio público. Pero bueno, basta de hablar de trabajo, ¿qué tal tu primera mañana? ¿Ya te uniste al club de chismosas de la cuadra?

—¡David! —Lo palmeó en reclamo.

—Ya, solo bromeo. —Rio—. ¿Hiciste amigas?

—No realmente —contestó con desánimo—. Te sorprenderá saber que estamos en medio de amargados. La gente pasaba por la casa y no volteaban a mirarme, ni siquiera para despreciarme, era como si no estuviera. Me sentí como una pared. En mis tiempos se decía buenos días, y eso que sigo siendo joven y bella.

—¿Tan así? —Levantó una ceja, dudoso.

—¡Te lo juro! La única persona que... extrañamente, resultó siendo amable, fue la vecina del lado, incluso me regaló uvas. Dijo que lo considerara el regalo de bienvenida.

—¿Ves? No todo es tan malo. Es más... —Levantó el vaso de jugo—. Salud por la vecina del lado.

Gabriela rio de repente.

—Salud. —Brindó—. Y que sigan llegando más uvas.

—Que así sea. —Bebió del vaso—. Por cierto, había olvidado recordarte que más tarde vendrán a instalar la parabólica, sé que no puedes vivir sin televisión.

—Qué bien me conoce, señor. —Le guiñó el ojo—. Yo también olvidaba decirte algo. Tienes que revisar la llave de la ducha, esta mañana soltó agua caliente de la nada y me quemó un poco el rostro. Mira. —Acercó la cabeza para que la examinara.

David amplió los ojos con sorpresa y dejó de beber del vaso.

—Cómo es que no lo noté —se cuestionó—. Lo siento. ¿Estás bien? ¿Te duele o algo? ¿Necesitas que te traiga algo?

—No te preocupes, estoy bien —respondió con total serenidad—. Me he estado aplicando crema toda la mañana, eso ha mantenido calmado el ardor. Quizá por eso no lo notaste de entrada. Solo revísala cuando puedas, ¿sí?

—Cuando vuelva del trabajo me encargaré de la ducha. Quiero salir de ese caso lo más pronto posible.

—Está bien. Ve con toda, cariño. Defiende a esas pobres personas y no permitas que los sigan pisoteando de esa forma.

Ella lo tomó de la mano, y ambos se dedicaron una sonrisa cariñosa. Ella era para él una diosa; pero él, para ella un héroe, no como esos personajes extraordinarios que disfrutaban ver en acción en el cine, o como los del Escuadrón de Héroes, que tanto le encantaba a David, sino uno cotidiano, de carne y hueso, que con sus acciones hacía del mundo un lugar mejor para los inocentes. 

David ya había regresado de nuevo al trabajo y, una vez más, Gabriela estaba sola en casa. Antes de salir, su esposo le prometió desembalar juntos las cajas restantes, así que no prestó atención a las que se encontraban acumuladas en el rincón de la sala. En ese momento, solo esperaba que los de la parabólica llegaran a instalar el servicio, era su medio preferido para distraerse de las obligaciones del hogar.

Tres golpes fuertes y pausados retumbaron en la casa. Gabriela se levantó del sofá y movió la cortina de la ventana. Desde esa posición observó lo que pasaba: afuera esperaban dos hombres de uniforme y, tras ellos, una camioneta con una escalera en la parte trasera.

—¡Al fin! —exclamó con emoción, y corrió a abrir la puerta.

—Buenas tardes. ¿Aquí solicitaron servicio de cable?

—Así es —confirmó mientras les abría las rejas blancas con una de las llaves del manojo—. Sigan, por favor.

Los hombres ingresaron y, luego de varios minutos haciendo ruido en el techo y en la sala, anexo al papeleo que Gabriela tuvo que firmar, se detuvieron a probar si su instalación fue exitosa.

—Todo listo —afirmó uno de ellos mientras pasaba los canales con el control del televisor—. Salen todos los canales que incluye el paquete. Aquí tiene la lista. —Se la entregó en la mano—. Para cualquier reclamo, recuerde comunicarse con atención al cliente.

Gabriela asintió y les agradeció por el servicio.

Una vez se fueron, observó la hora que marcaba el reloj:

«4:00 p.m.», justo a tiempo para el programa de comedia que tanto le gustaba.

Se apresuró en prender la tele y sentó a disfrutar, hundiéndose en la comodidad del sillón. Cuando el aburrimiento atacaba, los ratos de ocio eran el mejor medio para huir de la realidad y sentirse plena en su utopía.

Pasaron dos horas en las que Gabriela sacó máximo provecho a su pasatiempo favorito. El espectáculo internacional de comedia, que transmitían desde hacía una semana, ya había finalizado, por lo que ahora reía a carcajadas con una comedia romántica.

En la pantalla, un hombre de físico marcado tocó a la puerta del apartamento de enfrente para pedirle a la rubia que vivía allí que le diera refugio y así no tener que darle la cara a una de sus amantes. Era una de sus escenas favoritas de la película porque marcaba el primer encuentro entre los protagonistas, sin embargo, no pudo seguir disfrutando de «Contando a mis ex» como quería. Fue interrumpida por un brusco y repentino cambio en el canal.

Gabriela, con un gesto que confirmó su sorpresa, pasó la vista al control a su lado. Lo vio fijo. Ella no había sido.

El corazón se le aceleró de inmediato, estaba sola. No era normal que eso sucediera.

Respiró profundo.

Así, logró despejar su mente y desechar cualquier idea paranoica, no se consideraba de las personas que se alteraban tan rápido ante las eventualidades.

Un poco más tranquila, tomó el control y volvió a colocar la película.

Transcurrieron unos minutos de normalidad, cuando, después de otra fuerte carcajada, el canal se volvió a cambiar por segunda vez a la transmisión de un partido de fútbol. Gabriela frunció el ceño. El televisor estaba dando problemas desde la primera noche y no entendía por qué; en el antiguo apartamento siempre funcionó de forma adecuada.

De nuevo, tomó el control y lo regresó a la comedia romántica, pero el canal se cambió una vez más, aunque esa vez no se mantuvo allí, siguió cambiando una y otra vez sin detenerse.

El corazón se le volvió a acelerar, esa vez con frenesí. Comenzó a temblar del miedo. Y como si no fuera suficiente, también un ruido se manifestó cerca. Eran risas, como de niña pequeña. Provenían del jardín. Su mente no lograba distinguir si era real o una mala pasada que le estaban jugando. El miedo la inclinó por la primera opción y le provocó un frío en la espalda que le estremeció todo el cuerpo.

Las risas volvieron a retumbar, como un eco que filtró las paredes. Se estremeció.

El televisor no paraba de canalear por sí mismo. No encontraba una razón lógica. Solo pensó en huir, hasta que distinguió con mayor claridad las risas en el jardín. Era un sonido inocente, sí, pero jocoso. Lo identificó muy bien. En ese momento, le dio la razón a Carlota cuando se refirió a ellos como «vándalos, engendros del mal».

Con la cabeza fría, los temblores se desvanecieron y desechó cualquier indicio de miedo de su mente.

Caminó hacia al jardín, furiosa. Y, tal como lo sospechó, al llegar allí encontró a dos niñas escondidas tras uno de los materos. Parecían de unos seis años. No sabía cómo entraron, pero, sin duda, le irritó que lo hicieran de esa forma, y más a jugarle bromas pesadas.

—¿Qué hacen aquí? —inquirió, molesta.

Las risas se cortaron en seco, y las niñas salieron de su escondite de inmediato e inclinaron sus rostros con achante.

—Lo sentimos, señorita —habló una de las niñas, con voz dulce—. Solo queríamos jugar.

—¿Y por qué juegan en las casas de los vecinos? Eso no está bien. ¿Acaso su mamá nunca se los enseñó?

—Por favor, no le diga a nuestra mamá —pidió la otra niña, temerosa.

—Por supuesto que le voy a decir. Me asustaron mucho —admitió, con la mano sobre el corazón, donde aún sentía las vigorosas pulsaciones—. No sé cómo cambiaron los canales, pero, sin duda, eso estuvo muy mal de su parte.

Las niñas cruzaron sus miradas por inercia y luego las regresaron a Gabriela. Negaron en un movimiento coordinado. La naturalidad e inocencia con la que reaccionaron demostraba que no había mentira en su acción.

—Nosotras no hicimos eso, señorita —declaró la más alta.

—Sé que fueron ustedes. No me lo nieguen porque eso sí no se los voy a permitir.

—Acabábamos de entrar, en serio —replicó la otra.

—¡Niñas! —gritó una mujer desde la calle, roja de la cólera, en su mano llevaba una chancla—. ¿Qué hacen ahí?

Las hermanas se estremecieron al verla y se abrazaron con fuerza, refugiadas a espaldas de Gabriela. Rompieron la regla de oro de su madre: no entrar a la 7-18. Incluso Gabriela se sorprendió de la mujer, corría hacia ellas como un toro en medio de una embestida. Temía el castigo que les pudiera dar, pero, por otra parte, deseaba que aprendieran la lección, solo que sin violencia.

Cordial, le abrió la reja para que entrara. La mujer dudó en pasar, mas se arriesgó por sus hijas.

—Hola, vecina —habló la mujer, trataba de contener la ira—. Qué pena con usted. ¿Le hicieron algún daño?

—Hola, vecina. No en realidad —respondió Gabriela con voz serena, buscando apelar a la calma. Las niñas se hallaban aterradas de solo pensar en lo que su madre les haría—. Estaba hablando con ellas. Me dieron fue un gran susto cambiando los canales de mi televisor, por un momento llegué a creer que eran fantasmas —comentó entre risas—. Qué alivio saber que no era eso.

Lo que era un chiste para Gabriela, para la mujer fue motivo de silencio. No hubo expresión para lo que dijo, solo simuló una sonrisa falsa.

—Pido disculpas por las molestias que le hayan causado mis hijas. Niñas, pídanle perdón a la señorita.

—Perdón, señorita —dijeron al unísono, con el rostro cabizbajo.

—Está bien, disculpas aceptadas, corazones. Solo espero que no vuelva a pasar, ¿está bien? —Ellas asintieron con pucheros—. Señora, si quiere pase y se toma alguito, tengo galletas para compartir con usted y con las niñas.

—No, gracias —cortó en seco—. Así está bien, ya nos vamos. Que tenga buen resto de tarde.

Gabriela solo asintió en silencio. O las personas del conjunto tenían serios problemas para entablar relaciones sociales o había algo mal en ella. No entendía por qué tanto rechazo, sobre todo, no toleraba que fueran tan groseros.

No quiso mortificarse más con el tema. Se limitó a cerrar la reja y regresar al televisor, donde pudo terminar de ver la película en sorprendente paz. No hubo cambios en los canales ni ruidos extraños en la casa ni niñas escondidas en el jardín, solo risas de su parte por las escenas en las que se involucraban los personajes, sumado a la memorable actuación de Chris Evans y Anna Faris.

La madrugada alcanzaba un punto alto. Las penumbras se desplazaron poco a poco desde su escondite y cubrieron el interior de la casa. Allí todo marchaba en normalidad, solo era audible el ruido de las manecillas del reloj, un tic tac intenso, temeroso. Llegar a las «2:29 a.m.» indicaba un presagio agonizante que horrorizaba al mismo minutero y segundero, por eso, al marcar la hora, no sonó más.

El seguro de la puerta de vidrio del patio se giró con lentitud, hasta que no hubo más bloqueo. Entonces, el viento agitó con fuerza, y el marco chocó una y otra vez con la cerradura en grupos sonoros constantes.

Uno.

Dos.

Tres.

La secuencia se repetía.

Uno. Dos. Tres; golpes que se traducían en un inquietante: ¡clac! ¡Clac! ¡Clac!

La secuencia retumbó por toda la casa. Al final, se tornó insoportable. Gabriela se levantó de la cama, irritada.

Observó la hora. Al igual que el día anterior, despertaba en la madrugada.

Bufó.

«Genial, otra vez», pensó.

Por más que trató de mantenerse positiva, su día fue fatal, y despertar en medio de la madrugada fue el cierre con broche de oro. Al menos, se alegraba de que David durmiera profundo cual bebé, verlo tan exhausto la hizo pensar en el caso en el que trabajó todo el día; de seguro, un éxito.

Al salir de la habitación, descubrió el motivo de su desvelo: la puerta del patio chocaba una y otra vez con el encuadre. Negó con la cabeza mientras avanzaba hacia ella. Bastó ponerle el seguro para que dejara de moverse. Se giró de nuevo hacia el cuarto, el sueño le pedía a gritos regresar a la cama.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top