Viaje a Baraka
Lo verdaderamente difícil empieza ahora.
Hortensia Mayo.
Aunque La Ciudad de la Luna es una base subterránea, su entrada principal está dotada de una enorme claraboya que emerge del suelo, llamada «El Mirador», desde la que se puede disfrutar de una bella panorámica de la superficie exterior. Allí también es posible contemplar otro maravilloso espectáculo: la Tierra.
La Tierra vista desde la Luna es asombrosa. Es una esfera azul brillante, veteada por nubes blancas, siempre en movimiento, siempre distintas. Es apasionante observar la evolución de los hielos de los polos variando su tamaño y los cambios de la vegetación de los continentes en función de las estaciones del año. Durante la noche terrestre se ven las luces de las ciudades, la mayoría ubicadas en el hemisferio sur. Las zonas al norte no están descontaminadas, siguen afectadas por la radiación, y casi no tienen población. Los océanos de agua líquida, oscuros y misteriosos, albergan a miles y miles de especies vivas. No me acostumbro a mirarla. A pesar de mi edad todavía me estremece la contemplación de este planeta.
Uno de los recuerdos más queridos de mi niñez fue la primera vez que visité «El Mirador». Fui con mi padre durante la noche lunar, cuando no hay radiación. Era fantástico el ambiente bullicioso que allí nos rodeaba. Los astrónomos aficionados —y algunas parejas de enamorados— solían visitar de noche «El Mirador» para contemplar la Tierra.
—Eso es el mar Mediterráneo —recuerdo que mi padre me susurraba mientras yo observaba por nuestro pequeño telescopio—. Un enorme mar de agua líquida. Allí se desarrollaron grandes civilizaciones en la antigüedad...
—Papá, la Tierra no es como la Luna —decía yo sin dejar de contemplarla por el ocular.
—Eso es. La Tierra es un astro excepcional. Único. Allí viven, sin demasiadas dificultades, 30.000 millones de personas, porque permite su supervivencia de forma natural. La Tierra es un planeta habitable. El único de nuestro sistema planetario.
—¿La Luna no lo es? —pregunté perplejo—. Vivimos en la Luna.
—No es posible sobrevivir en la superficie exterior. Vivimos recluidos en esta colonia artificial llamada La Ciudad de la Luna. La Tierra, en cambio, es extraordinaria... —dijo antes de dar un largo suspiro sin dejar de admirarla—. Es habitable. También los mares internos de las lunas de hielo en Júpiter y Saturno lo son, aunque no son tan hermosos como este planeta azul.
—¿Y por qué es habitable? —yo no paraba de preguntar.
—Es habitable porque tiene agua líquida. Mares y océanos enormes de agua líquida, donde la Vida tal como la conocemos prospera fácilmente.
—¿Y para la Vida tal como no la conocemos?
—No la conocemos, y no lo sabemos.
Mucho tiempo ha pasado desde que mi padre dijo esas palabras en mi primera visita a «El Mirador». Por supuesto, la tecnología no ha dejado de avanzar y actualmente se han desarrollado microorganismos que medran —no sin muchas dificultades— en los mares de hidrocarburos de Titán, seres con una bioquímica muy distinta de la nuestra. Quizás hoy podríamos decir que esta luna de Saturno también es habitable.
—Papá, ¿Baraka podría ser habitable como la Tierra?
—Podría ser, pero no lo sabemos todavía con certeza. Quizás algún día las sondas que enviamos nos permitirán conocer la naturaleza real de ese misterioso exoplaneta.
—¡Centellas! —exclamé entusiasmado—. ¿Esas sondas son como las naves espaciales del holocine?
Mi padre me miró con aire divertido.
—Mateo, olvídate de los holocines —me contestó sonriente—. Son meras historias de ficción y fantasía que no se parecen a la realidad. ¿No leíste tu hololibro sobre Baraka?
Semanas después, cuando en la clase de Tecnología el profesor nos explicó cómo funcionaban realmente las diminutas sondas que se enviaban a las estrellas, no me sorprendí lo más mínimo. Lo había leído en mi hololibro y ya lo sabía. Pero mis compañeros de clase experimentaron una profunda perplejidad.
El profesor era un MAESTRO 3.0. Ya no se fabrican. Era el típico robot al que no era recomendable hacerle demasiadas preguntas si querías obtener unas buenas calificaciones. Así que una vez terminada la clase los alumnos más inquietos nos juntamos en secreto para analizar la cuestión. Era un tema delicado. Yo sabía que el profesor tenía razón y así se lo expliqué a mis compañeros, pero nadie me creyó.
Mi amigo Chimo Peña defendía de forma vehemente el planteamiento contrario. Él era una persona con cualidades. Nacido en la Tierra había llegado en un transbordador iónico a la Luna. Él, que era el único que había navegado por el espacio, sostenía que esas naves enanas, diminutas y sin tripulación que describía el profesor no tenían ningún sentido.
Chimo era un dibujante extraordinario. Sabía muy bien cómo dibujar las naves interestelares que aparecían en el holocine. Todos adorábamos sus diseños representando esas astronaves imposibles que superaban la velocidad de la luz, de miles de toneladas y cientos de tripulantes, con un centro de mando desde el cual un intrépido comandante daba las órdenes al resto de la tripulación, con su sala de máquinas y sus motores de fantasía, su unidad médica y sus laboratorios de investigación, sus camarotes, su escudo defensivo y sus terribles armas de guerra...
—¿Cómo puede una nave interestelar caber en la palma de la mano? —argumentaba—. Eso no tiene ningún sentido.
Ya en casa volví a releer mi hololibro sobre Baraka. El MAESTRO 3.0 y mi padre tenían razón, como siempre. Se habían enviado cientos de sondas a las estrellas, pero ningún humano había viajado nunca en esas sondas diminutas. Nunca.
Las primeras sondas habían sido enviadas hacía muchos años. En los tiempos de Hortensia Mayo la sociedad no se conformó con las holoimágenes de Baraka obtenidas con los telescopios espaciales de la Edad Robótica. Querían viajar hasta allí, visitar aquel planeta fabuloso; pero, para eso, había que cruzar ese enorme desierto de vacío que nos separa llamado Espacio Interestelar.
La doctora Hortensia Mayo organizó y coordinó un equipo de trabajo en la universidad para abordar el problema. Fue estudiado desde muchos puntos de vista, analizando todas las tecnologías disponibles.
Aunque coordinaba el equipo, Hortensia era experta en Biología. Sabía bien cómo sembrar la Vida en los mundos del hielo, pero este desafío superaba sus conocimientos. No podía liderar un equipo de físicos e ingenieros encargado de descubrir cómo viajar a las estrellas. Realmente al frente del equipo estaba el ingeniero Íñigo D'Arcangelo, un argentino con gran experiencia en este campo.
Íñigo había estado trabajando en la AEA (Agencia Espacial Americana), donde llegó a ser director del astillero «América». Situado en la órbita baja de la Tierra, era el más grande jamás creado. Allí se construían los enormes transportes iónicos que viajaban hacia el sistema solar externo. Por sus mesas de diseño habían pasado todo tipo de naves, desde el más sencillo transbordador iónico que hacía la ruta Tierra-Luna hasta los enormes transportes pesados de miles de toneladas que trasladaban lentamente las infraestructuras a los mundos de hielo, y sin olvidar los veloces interplanetarios de pasajeros.
Por ese motivo, cuando el prestigioso ingeniero naval Íñigo D'Arcangelo decidió abandonar su flamante cargo de director para ir a la Luna «con Hortensia», como él decía, muchos no lo entendieron. Algunos pensaron que estaba cometiendo el mayor error de su vida. Se equivocaban.
Íñigo tenía nuevas ideas, algunas revolucionarias. Él planteaba el problema en términos simples. Para llegar a las estrellas había que construir una nave capaz de viajar a velocidades muy elevadas, comparables a la de la velocidad de la luz en el vacío. Alcanzar un 10 % de esa velocidad suponía acelerar la nave a nada menos que 30.000 km/s. Los mejores motores iónicos eran insuficientes. Los más avanzados habían sido construidos por la AEA, que expulsaban el plasma ionizado apenas a una velocidad de 500 km/s. Incluso con una adecuada relación de masas y diseñando una nave con diversas etapas los motores eran claramente deficientes. Se necesitaban conseguir velocidades de expulsión mucho mayores, es decir, mejorar el impulso específico de los motores.
Había otras tecnologías. Los motores de fusión eran un concepto que parecía ser la clave porque teóricamente podían construirse con escapes de más de 2.000 km/s. No es que fuera mucho, estaba en el límite, pero si se mejorase la técnica podría ser el camino... El planteamiento solo tenía un inconveniente: el coste de investigación y desarrollo entonces era demasiado elevado. Nadie tenía presupuesto para algo así.
Pero Íñigo era creativo y propuso un planteamiento novedoso que podría permitir la siembra en los planetas de otras estrellas. Era el momento de acometer su construcción.
La propuesta supuso el asentamiento de los fundamentos de la tecnología de los viajes interestelares tal como hoy los conocemos: una flotilla de cientos de pequeñísimas minisondas independientes, dotadas con una pequeña vela y sin motor. Eran puestas en órbita baja en la Tierra y, cuando pasaban por el punto adecuado, unos potentes haces de luz láser disparados desde la Tierra las impulsaban a velocidades muy elevadas, llegando a superar el 10 % de la velocidad de la luz.
Sin embargo, estos primeros diseños de sondas adolecían de defectos. El más importante es que eran demasiado pesadas, de más de un gramo. En el futuro, la miniaturización y la reducción de peso permitirían alcanzar velocidades mucho más elevadas.
Los científicos de la Luna recibieron el importante apoyo de los ingenieros de la AEA (Agencia Espacial Americana) de la Tierra. Los acuerdos alcanzados durante la negociación del proyecto determinaron la repartición de tareas. Íñigo D'Arcangelo y su equipo en la Universidad de La Ciudad de la Luna se encargarían del diseño y desarrollo de las minisondas, junto con su lanzamiento desde la Luna hacia la órbita baja de la Tierra. La AEA, por su parte, construiría el Centro de Control de Sondas Interestelares, con los potentes sistemas láser basados en la Tierra, así como se encargaría del seguimiento y control de las minisondas. Cuando las minisondas lanzadas desde la Luna pasaban por la órbita de la Tierra, serían impulsadas por los haces de luz láser, lanzándolas a enormes velocidades.
El desarrollo del Centro de Control de Sondas Interestelares por la AEA fue una tarea colosal, y muy costosa, que La Ciudad de la Luna no habría tenido capacidad para acometer. Se buscó el sitio más adecuado de la Tierra para construirla: el Polo Sur, pensando que un lugar tan frío, con una atmósfera tan limpia, era ideal para lanzar los haces láser sin demasiadas interferencias. Por desgracia, eso limitó el lanzamiento de las naves hacia las estrellas del sur del firmamento, hecho que entonces no pareció preocuparle a nadie —en plena fiebre por Baraka en Alfa Centauri B, que es visible muy al sur—, pero que, con el tiempo, cuando el objetivo eran otras estrellas, fue fuente de problemas.
Los primeros ensayos se iniciaron enseguida. Hubo decenas de pruebas con la nueva tecnología, la mayoría catastróficas, porque no se dominaba la técnica de enfocar los haces láser sobre las minisondas sin destruirlas. La clave del éxito vino por la utilización de nanomateriales resistentes a altas temperaturas. Tras muchos ensayos y esfuerzo, en un ambiente de febril actividad, la primera flota de minisondas fue lanzada hacia Baraka en el año 2722. A los pocos años se perdió el contacto y parecieron haber fallado. Entendamos que eran proyectos al límite de la tecnología del momento. La fiabilidad era reducida y los errores algo habitual.
Sin embargo, el análisis de unas débiles señales con mucho ruido recibidas en Sudáfrica en el año 2764, 42 años después del lanzamiento, revelaron la primera holoimagen de la llegada de una sonda a un sistema planetario extrasolar.
Aquellas holoimágenes de baja resolución enviadas por una de las minisondas eran apenas visibles. Sea como fuere, Baraka ya era algo más que un tenue puntito azul pálido en el cielo. Se adivinaban toscamente sus nubes y sus tormentas, sus mares y sus continentes, sus cordilleras y sus ríos, sus polos helados y sus abrasadores desiertos.
Baraka era un nuevo mundo.
Por desgracia, las minisondas del momento eran dispositivos rudimentarios, capaces de tomar holoimágenes y transmitirlas a la Tierra, pero poco más. No hubo respuesta a la pregunta que todo el mundo se hacía. Querían saber si el planeta era habitable y albergaba Vida, pero este fue un interrogante que quedó sin responder.
Nacían las primeras naves para viajar a otras estrellas, y el Espacio Interestelar —ese muro casi infranqueable— se rendía ante nosotros.
«Lo difícil empieza ahora», seguía recordándonos la doctora Hortensia Mayo.
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