Naranga, el planeta de Epsilon Eridani

Cada planeta es distinto, cada mundo diferente.
Juan Fernández.

El doctor Tremontini había confeccionado «su» Catálogo de exoplanetas habitables. Para ello, partiendo de los planetas extrasolares conocidos más cercanos al sistema solar, había procedido a observarlos con el gran telescopio para analizar con detalle sus atmósferas. Después, había seleccionado los más interesantes para albergar la Vida, los más prometedores. Su objetivo no era otro que demostrar que en ninguno de ellos se había desarrollado la Vida evolucionada. Algunos de los exoplanetas de su catálogo eran extraordinarios. Tal era el potencial exobiológico de algunos de ellos que Tremontini solicitó de manera oficial a Jacinto Cortado el apoyo de un sembrador, quizás buscando ayuda, quizás no.

Jacinto no se fiaba: podía ser otro de los sucios trucos del temible exobiólogo. Ya nos la había jugado anteriormente cuando le hizo creer a los europanos que Nueva Europa tenía alguna posibilidad de ser sembrado. Nuestro fracaso en la siembra nos había dejado en una situación difícil. Solo gracias a los continuos éxitos de João en Baraka estábamos siendo capaces de calmar a los apasionados cefalópodos.

Yo entonces estaba muy ocupado en otros proyectos y João Pinto no abandonaba su trabajo en Baraka, así que Jacinto consideró que había que reforzar el equipo con un sembrador adicional que colaborase con Tremontini. Quizá también el doctor Cortado quiso buscar otro sembrador con el que el exobiólogo trabajase más a gusto. Era de dominio público que sus relaciones conmigo estaban atravesando un momento difícil.

Sea como fuere, el rectorado decidió nombrar un nuevo Sembrador del Espacio Profundo. El doctor Néstor Gutiérrez había sido uno de los mejores alumnos de João Pinto. Era una persona poco corriente que había obtenido con facilidad el doctorado en siembra planetaria. Su tesis Cambio climático en la Tierra durante la Edad del Ocaso nos había impresionado a todos, incluyendo al exigente doctor João Pinto. Era admirable leer su precisa descripción del inusitadamente prolongado invierno producido por el polvo en suspensión levantado en la alta atmósfera por los desastres radiactivos de la Edad del Ocaso, con resultados muy dañinos para la biosfera y que interrumpió por unos años el proceso de calentamiento global. Otro aspecto que hizo bien conocido al doctor Néstor Gutiérrez fue su proverbial buena suerte. Nadie sabía cómo, pero todo siempre le salía bien. Néstor el Afortunado, le llamaban.

A diferencia del resto de nosotros, Néstor vivía en la Tierra, y no era una persona muy aficionada a visitar la Luna. Siempre pensé que era el típico habitante terrestre. Muchos de ellos no quieren venir a la Luna, no soportan los espacios cerrados y, pasado un tiempo, se sienten mal. Recuerdo la historia de un geólogo chileno de la Tierra que nos visitó para ampliar sus estudios en siembra planetaria. Sentía una especie de ansiedad, algo así como una rara claustrofobia. Estaba siempre triste, hablaba poco, y solo lo hacía para lamentarse de lo mucho que echaba de menos a su familia. Al cabo de unos días su situación se agudizó, entrando en una especie de depresión profunda. Le ofrecimos un traje espacial para que caminase por la superficie de la Luna, pensando que eso podía animarle. Le gustó mucho dar el paseo lunar, se sentía libre, saltaba, corría y mejoró su estado de ánimo. El problema vino cuando llevaba un par de horas y ya se le agotaba el oxígeno, porque empezó a decir que no volvía a la seguridad de La Ciudad de la Luna, que se quedaba allí en la superficie... Costó mucho que regresase, hubo que meterlo a la fuerza sujetado por seis hombres. Una vez que conseguimos que se calmase, después de soltar muchas patadas, golpes y numerosos insultos, lo llevamos al médico. Nos dijo que era un caso típico de una enfermedad denominada mamparitis y que teníamos que haberlo traído antes, en cuanto aparecieron los primeros síntomas, porque ya estaba en la fase más aguda. En los casos más extremos pueden llegar a cometer imprudencias, incluso el suicidio. Era una amenaza para la base. Son personas que pueden cometer actos peligrosos y no era prudente tenerlo aquí. Conseguimos enviarlo de vuelta a la Tierra, donde se curó enseguida.

En la Luna es fácil reconocer a los que vienen de la Tierra. Son muy llamativos porque tienen la cara hinchada, es decir, los fluidos corporales tardan en adaptarse a la menor gravedad de la Luna y se trasladan a las zonas superiores de sus cuerpos, como los brazos y, sobre todo, la cabeza. Son algo cómicos. Andan como dando saltos porque tienen un exceso de masa muscular en las piernas. Es verdad que al cabo de unos meses de estancia suelen mejorar, sus músculos empiezan a atrofiarse y ya no llaman tanto la atención. Aquí es famosa la expresión: «Cuidado y con tranquilidad, ¡ni que fueras de la Tierra!».

***

El equipo del exobiólogo Guido Tremontini, el nuevo director del gran telescopio, había analizado cientos y cientos de exoplanetas cercanos al sistema solar. Su objetivo era seleccionar los más prometedores de su catálogo para mostrar que —tal como él aseguraba— no albergaban Vida evolucionada.

Uno de los planetas más llamativos del catálogo de Tremontini era conocido desde la Edad Robótica. Aunque era un antiguo descubrimiento realizado por la India, eso no era obstáculo para que pomposamente Tremontini lo denominase «mi planeta».

El exoplaneta orbitaba alrededor de la famosa estrella Epsilon Eridani: una maravillosa estrella solo un poco más pequeña que el Sol. Por supuesto, nada de enanas rojas ni enanas marrones. Tremontini solo trabajaba con estrellas decentes. También podía decirse que era una estrella joven. De hecho, bien podía afirmarse que la estrella acababa de nacer, porque tenía menos de 800 millones de años. Nuestro querido Sol, comparado con esta estrella, parecía mucho más longevo con más de 4.500 millones de años.

En el sistema planetario de esta estrella joven eran conocidos desde la Edad Arcaica sus enormes cinturones de asteroides, y un gigante gaseoso llamado Gilgamesh, grande como Júpiter, a unas 3 UA (3 unidades astronómicas, es decir, 3 veces más lejos de su estrella de lo que la Tierra está del Sol). Sin embargo, lo interesante había sido descubierto durante la Edad Robótica por los indios, con el magnífico hallazgo del telescopio espacial Ramanujan: un exoplaneta más pequeño, terrestre, a 0,7 UA, que era el que llamaba la atención de Tremontini.

Cuando los indios enfocaron sus telescopios hacia este exoplaneta pudieron observar un pequeño punto de intenso color naranja. Tal fue el interés que suscitó que le pusieron un nombre curioso: Nāraṅgī (नारंगी), en recuerdo de esa fruta llamada naranja, tan popular en la Tierra, pero que aquí en la Luna es muy escasa. Esta expresión india, relacionada etimológicamente con la nuestra, en el curso de los años evolucionó al que es el nombre actual del exoplaneta: Naranga.

Cuando Guido Tremontini enfocó el Gran Telescopio de la Luna a este sorprendente planeta descubrió un mundo anaranjado, extraño y misterioso. Parecía estar solo un poco más frío que la Tierra. El análisis revelaba una atmósfera dominada por el dióxido de carbono, en la que había otros componentes más, quizás nitrógeno, y, con toda seguridad, metano y otros compuestos orgánicos más complejos. También se detectó algo de agua, pero no parecía haber oxígeno. No había oxígeno. Lo más llamativo de este extraño mundo era que el metano presente en la atmósfera creaba una cubierta impenetrable, una especie de nube de muy pequeñas partículas anaranjadas que no permitía observar la superficie del planeta. Exteriormente, era muy parecido a Titán, la luna de Saturno, con esa maldita tolina que tantos problemas había producido en las bases humanas.

Naranga, el misterioso planeta de Epsilon Eridani.

Impresionado por las noticias sobre el interesante exoplaneta, Jacinto Cortado, el rector de la Universidad de La Ciudad de la Luna, nos convocó a Néstor, João y a mí a una reunión informal en su despacho para analizar los datos obtenidos. La verdad es que, con los medios disponibles, no era necesario que nos presentáramos en persona, pero estaba de moda fomentar el contacto humano y era parte de la etiqueta de las reuniones asistir físicamente cuando no había impedimentos importantes. Néstor, que vivía en la Tierra, fue el único que apareció de forma virtual. Él (mejor dicho, su holograma) nos puso al tanto de los últimos descubrimientos de Tremontini sobre el sorprendente planeta Naranga. Su exposición fue minuciosa. Una vez finalizada iniciamos un debate dirigido por el propio rector Jacinto Cortado:

—¿Puede haber Vida en un planeta tan extraño, sin oxígeno, dominado por una atmósfera reductora? —le preguntó Jacinto— ¿Podemos sembrarlo?

—Es difícil saberlo —respondió el holograma de Néstor—. Podría llevarnos muchos años de trabajo responder a estas preguntas. Había muchas dudas sobre la posibilidad de existencia de Vida, pero era claro que nadie debería sembrar en un planeta así. Sería temerario hacerlo, porque la Vida podría estar naciendo y abriéndose camino. Sin embargo —continuó Néstor—, la existencia de Vida podría ser la explicación más sencilla para entender la presencia de metano y otros compuestos orgánicos en la atmósfera.

—Entonces, deberíamos analizar qué pasa allí —comentó Jacinto Cortado.

—No será fácil —tomó la palabra Néstor—. La cubierta óptica formada por materia orgánica en suspensión en la atmósfera no deja pasar la luz y es un problema para estudiarlo. Me recuerda a Titán. No es fácil observar la superficie del planeta, estando escondida bajo una capa de aerosoles. Es verdad que Guido ha encontrado bandas en el infrarrojo en las que la cubierta es transparente, y podemos admirar la superficie. Parece haber zonas que recuerdan a los mares, incluso... —Néstor paró de hablar un segundo para respirar.

—Incluso, ¿qué? —preguntó el rector impaciente.

—Incluso se ha creído detectar en Naranga el reflejo de la luz de Epsilon Eridani sobre una superficie especular...

—El destello del reflejo de la luz de la estrella sobre el mar de Naranga —concluyó Jacinto.

—Efectivamente. Por otra parte, esa nube de aerosoles tiene cosas buenas: las capas altas de la atmósfera bien pudieran estar haciendo como la capa de ozono de nuestra Tierra, que nos protege de los nocivos rayos ultravioletas del Sol...

—Entiendo. ¿Cuál es su opinión sobre la cuestión, doctor Pinto? —le preguntó Jacinto a João. —¿Podría haber Vida en Naranga?

—La Vida es caprichosa, nunca se sabe. Algunas veces tiene todo lo necesario, y hay que darle un pequeño empujoncito para hacerla florecer; otras, aparece donde nadie podría imaginarlo —João elevó las cejas—. Coincido en que el metano y el resto de compuestos orgánicos de la atmósfera podrían ser de origen biológico, de hecho, es lo más probable. Debería ser el resultado de la actividad de bacterias similares a las metanógenas. Me costaría mucho creer que los procesos geológicos abióticos pudieran...

—Pero si hubiera Vida en ese extraño mundo, sería muy distinta de la nuestra —interrumpió Jacinto Cortado.

—No necesariamente. La bioquímica podría ser similar —respondió João—. El sistema planetario es muy joven, y eso me lleva a pensar que quizá estaríamos ante un planeta inmaduro, un planeta terrestre que aún se está desarrollando. Lo que conocemos de la Tierra arcaica, hace más de 3.000 millones de años, cuando acababa de formarse, es similar a Naranga. Quizá nos permita entender cómo era la Vida cuando nació en la Tierra, antes del fenómeno de la gran oxidación, ese evento en el que las cianobacterias inundaron de oxígeno la atmósfera de nuestra Tierra. Deberíamos seguir estudiándolo porque podría darnos la clave del origen de la Vida en la Tierra.

—Pues estudiémoslo —concluyó Jacinto Cortado—. Deberíamos mandar algunos microaterrizadores.

—Sin embargo, existe un peligro real —continuó el doctor Pinto—. Nuestros aterrizadores podrían contaminar el planeta y destruir la incipiente y frágil Vida de Naranga, si es que existe. Como sabemos, la descontaminación de las sondas que lanzamos nunca es perfecta, y algunas bacterias terrestres podrían viajar hasta Naranga. Sería Vida mucho más evolucionada, y podría desplazar fácilmente a la Vida autóctona, si es que la hay. Deberíamos tomar todas las precauciones posibles para no destruir esas hipotéticas formas de Vida.

Comprendimos que era una nueva treta de Tremontini. Otra vez el exoplaneta no podía ser sembrado. Ahora era porque Naranga podía estar vivo y no debíamos contaminarlo con nuestras sondas. Todo el mérito iba a ser para los estudios que él realizaba con el telescopio.

A mí me costaba creer que ese planeta sin oxígeno, tan extraño, pudiera albergar Vida. Sin embargo, yo había trabajado mucho con João y conocía bien el valor de sus intuiciones. Quizá desde los tiempos de la gran Hortensia Mayo no había habido ningún otro científico con la poderosa visión de João en toda la Luna, que era tanto como decir en todo el sistema solar.

La posibilidad de la existencia de Vida autóctona fuera del sistema solar era una noticia que no dejó a nadie indiferente. Apenas a unos pocos años luz de la Tierra podía haber otro sistema planetario con Vida distinta de la nuestra. La Vida podía ser algo común en nuestro Universo. Quizá no era más que un proceso que de forma natural se producía por toda la galaxia...

Guido Tremontini había rechazado la invitación de Jacinto para asistir a la reunión. Él prefería alardear de sus logros ante los medios de comunicación. El implacable catedrático de exobiología convocó una rueda de prensa sobre el misterioso planeta en el paraninfo de la universidad. Ante unos medios de comunicación sumamente interesados, Tremontini describió las posibilidades de Naranga. Nadie podía negar que era apasionante.

Ante el entusiasmo generalizado, Tremontini tuvo que hacer énfasis en que no podía asegurarse la existencia de Vida en el planeta, mientras recordaba que demostrar la presencia de Vida no podía basarse en pruebas parciales o indirectas: «Hechos extraordinarios requieren pruebas extraordinarias», explicó. Lo que se había detectado era muy interesante, pero eran solo indicios indirectos y teníamos que obtener pruebas sólidas e incuestionables, sin la menor sombra de duda. Además, Tremontini enfatizó que sus creencias continuaban inamovibles: la posibilidad de Vida civilizada en ese planeta era sumamente improbable.

A Tremontini le gustaba adornar la conferencia con algunas de esas afirmaciones que solo él sabía realizar: «Tengo que reconocer que en mi planeta está ocurriendo algo muy interesante». Era muy irritante oír cómo, al decir la frase, enfatizaba la expresión «mi planeta».

En la Tierra el nacimiento de la Vida había coincidido en el tiempo con el llamado Bombardeo Intenso Tardío. En sus primeros años, la Tierra y otros astros habían sufrido una lluvia de meteoritos masiva consecuencia de los violentos cataclismos creados por Júpiter y Saturno durante su juventud. Estos dos enormes planetas habían desestabilizado todo el sistema solar, haciendo que numerosos asteroides abandonaran sus cinturones y quedaran vagando en órbitas inestables. Muchos de ellos terminaron cayendo sobre los planetas, incluyendo la Tierra. La mayoría de los cráteres visibles en la superficie de nuestra Luna fueron creados durante este periodo convulso. Lo inquietante es que tras este cataclismo la Vida había aparecido en la Tierra. Algunos científicos argumentaban que los meteoritos habían llevado los ladrillos básicos con los que se construye la Vida de la Tierra, como los aminoácidos y los nucleótidos. Otros iban más allá, y defendían que la propia Vida había llegado en estos meteoritos, plantando su semilla en la Tierra. Según ellos, en cierto modo, la Vida en la Tierra también había sido sembrada, aunque por procesos naturales. El sistema planetario de Epsilon Eridani tenía más o menos la misma edad que el sistema solar cuando se produjo el Bombardeo Intenso Tardío, pero la situación era distinta porque en aquel había enormes cinturones de asteroides. Simplemente, Gilgamesh, su tranquilo gigante gaseoso, no había perturbado ni desestabilizado estas masivas poblaciones de asteroides. Si las teorías de Tremontini eran correctas, Naranga podía no tener Vida. Yo discrepaba de esta idea. La materia orgánica había sido detectada en la atmósfera de Naranga. Con toda seguridad disfrutaba de una rica química orgánica, aunque no fuera claro que la Vida hubiera florecido en ese extraño mundo sin oxígeno.

Tremontini aseguraba que el nacimiento de la Vida compleja de la Tierra era el resultado de múltiples eventos que se habían producido de forma simultánea. Como mínimo, podía plantearse que el Bombardeo Intenso Tardío no había ocurrido en el sistema planetario de Epsilon Eridani o, al menos, no había alcanzado la intensidad con la que se produjo en el sistema solar.

Tremontini mostraba a los medios de comunicación que en Naranga no se identificaban macroestructuras como árboles o matorrales. Si hubiera Vida serían tapices fotosintéticos, estromatolitos... Nada complejo, nada especial, nada evolucionado. Olvidaba Tremontini explicar en su rueda de prensa que la Vida compleja había tardado varios miles de millones de años en aparecer en la Tierra. Naranga era un planeta joven y, simplemente, no había transcurrido el tiempo suficiente. Además, sus observaciones no eran pruebas concluyentes porque la calima que escondía la superficie del planeta dificultaba su detección y podía estar lleno de bosques sin que los hubiéramos detectado.

Era inevitable que Tremontini finalizara su conferencia volviendo a insistir en la infinita soledad del ser humano en el Cosmos. La Vida compleja había tardado más de 4.000 millones de años en aparecer en la Tierra y, en otros planetas, podría no conseguirlo, quedando reducida a unos insignificantes organismos microscópicos, en el mejor de los casos.

Cuesta entender cómo ante un mismo suceso (la posibilidad de Vida en un planeta) los más optimistas expresábamos que la Vida era algo extendido por todo el Universo; mientras la tendencia dominante —la de Tremontini y los más pesimistas— opinaba que aquello era una prueba de la soledad del ser humano en el Cosmos.

La comunidad científica no se ponía de acuerdo en casi nada sobre Naranga, a excepción de un único detalle. Ante un planeta tan extraordinario, tan novedoso, la humanidad habló con una sola voz. La originalidad de Naranga era tal, que se acordó declararlo —como ya había ocurrido con Marte y ciertas zonas de la luna Encélado— Patrimonio de la Humanidad. En adelante, en este planeta no se permitía alterar de ninguna forma su valioso entorno. La siembra y cualquier otro tipo de injerencia quedaba explícitamente prohibida en los acuerdos internacionales acordados por las principales agencias espaciales. No sería posible enviar aterrizadores, pero sí orbitadores. Los europanos se quejaron, preguntándose si ellos eran parte de esa cosa tan humana llamada humanidad; sin embargo, aunque discrepantes en la forma, estuvieron de acuerdo en el fondo del asunto. De esta manera, en un distante futuro, quizá Naranga se convertirá en algo parecido a lo que hoy es Marte: un lugar cuidado y respetado, al que solo los más adinerados pueden ir de vacaciones.

Como anécdota diré que algunos medios de comunicación lanzaron la idea de que quizá la Tierra no era visitada por las civilizaciones extrasolares que nos rodeaban porque, en cierto modo, había sido consideraba la reserva natural de alguna sociedad avanzada. Quizás ellos sentían por la Tierra lo que nosotros habíamos experimentado por Naranga. El futuro mostraría que la respuesta a la pregunta de por qué no habíamos contactado ya con otras civilizaciones era distinta.

Jacinto Cortado le rogó al doctor Néstor Gutiérrez que considerase la posibilidad de buscar nuevos objetivos, ya que este no podía sembrarse. Néstor no estuvo de acuerdo y decidió continuar en este planeta en exclusiva, como hacía João con Baraka; en otro caso, dimitiría irrevocablemente, dañando el frágil prestigio del rectorado de la Universidad de La Ciudad de la Luna.

Néstor, el Sembrador de Naranga, no abandonó su exoplaneta y siguió estudiándolo. Los microorbitadores enviados fueron equipados con un pequeño y radar que, aunque sencillo, era suficiente para observar su superficie con cierta precisión. De esta manera, se completaron con mucho mayor detalle los mapas cartográficos iniciados por Tremontini con el Gran Telescopio de la Luna.

Y Néstor el Afortunado descubrió hechos extraordinarios. En la más ancha de las bandas en el infrarrojo en las que la opaca atmósfera se volvía transparente pudo observar lo que podía ser la señal de la presencia de materia vegetal, quizás microscópica. Su marca era evidente. Había una zona de la banda del espectro de luz que no era reflejada, un escalón exactamente en determinadas longitudes de onda, similar al que produce la clorofila en la atmósfera de la Tierra. Era como si la materia vegetal estuviera absorbiendo en esa banda la luz para realizar su fotosíntesis.

Si hubiera Vida fotosintética en aquel planeta Naranga era dudoso que utilizara la clorofila de nuestras plantas. Más probable era que se estuviese empleando otro pigmento distinto y, por tanto, los vegetales de allí podrían no ser de color verde. Era normal que la Vida en la superficie de un mundo con una iluminación tan distinta de la de nuestra Tierra hubiera elegido un pigmento diferente. Eso nos recordaba que la fotosíntesis predominante en los primeros cientos de millones de años de la Tierra era distinta de la actual, pues no estaba basada en la absorción de agua, sino de otros compuestos ricos en hidrógeno, como el sulfuro de hidrógeno.

Pero Guido Tremontini no quedaba convencido por los estudios de Néstor. Era muy crítico con ellos. Para él eran razonamientos indirectos, interpretaciones más o menos afortunadas de unos datos confusos e incompletos. Las evidencias presentadas por Néstor sobre Naranga no habían hecho tambalearse sus tesis en lo más mínimo. Seguían firmes e incuestionables:

La Vida compleja es un fenómeno tan improbable en el Universo que, posiblemente, somos la única civilización en la galaxia.

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