Los peligros de colonizar otros sistemas planetarios
Si no cambian mucho las cosas, tarde o temprano, llegarán...
John Drake.
La construcción del Centro de Control de Sondas Interestelares fue uno de los mayores logros de nuestra civilización. Instalado en el Polo Sur de la Tierra, es donde se recibe de la Gran Antena Espacial la débil señal con las holoimágenes y toda la información que las microsondas emiten utilizando sus velas a modo de antenas. Esta señal es procesada y utilizada para coordinar las microsondas que pululan por el Espacio Profundo.
Pero, sobre todo, el Centro de Control es la instalación donde están ubicados los potentes haces láser utilizados para propulsar las naves rumbo a las estrellas. La enorme matriz —de más de un kilómetro— es alimentada con una potencia nominal de varios cientos de gigavatios. Una potencia tan elevada solo puede ser mantenida durante un corto periodo de tiempo, suficiente, sin embargo para impulsar las microsondas.
Por supuesto, las plantas generadoras acumulan continuamente la energía en las baterías de alta capacidad, con paciencia, para luego liberarla de forma súbita alimentando los potentes haces de láser.
Solo una parte de la poderosa energía movilizada se transforma en la energía luminosa del láser, el resto se convierte en calor. Como esta enorme cantidad de calor puede dañar los equipos, deben ser enfriados de forma rápida. Y no deja de ser curioso, por cierto, que el más extenso sistema de refrigeración nunca concebido por nuestra civilización lo hayamos ubicado precisamente en el gélido Polo Sur de la Tierra.
En los tiempos de Hortensia Mayo se sugirió el Polo Sur como lugar ideal para la instalación. La sequedad de la atmósfera, su estabilidad, la altitud de algunas regiones impulsaron la propuesta de esta ubicación. Como alternativa se plantearon las montañas de Chile, siendo también una buena posibilidad, pero al final esta opción fue desechada.
Mi querida Laura del Olmo dirigía el centro. Por cierto, esta ingeniera colombiana nunca se acostumbró a los rigores del frío. Para ella era una auténtica tortura soportar las temperaturas polares. Bromas aparte, Laura era quien hacía realidad nuestras aventuras en el espacio, propulsando las microsondas construidas en la Luna hacia las estrellas. Nosotros, desde la Luna, nos limitábamos a enviar con el lanzador electromagnético el vector conteniendo todas las microsondas que son liberadas para que ella dispare. El mérito era en gran parte suyo.
Solo unas pocas veces en mi vida abandoné la seguridad que proporcionaba La Ciudad de la Luna. Una de esas ocasiones fue cuando se produjeron aquellos oscuros sucesos en el centro de control. Jacinto Cortado estaba muy preocupado. Mi misión no era otra que formar parte de un equipo de investigación multidisciplinar desplegado para analizar lo que estaba ocurriendo allí. Yo iba en representación de La Ciudad de la Luna. El motivo era la revisión de la seguridad. Mi amigo el ingeniero colombiano Raimundo Méndez era el representante de la AEA (Agencia Espacial Americana).
Como no me gusta viajar le propuse al rector participar con una conexión virtual, pero lo rechazó de plano. Estaba muy inquieto y quería que asistiera físicamente. Luego pensé que, si siempre había vivido cerca del polo sur de la Luna, visitar el polo sur de la Tierra no iba a ser muy distinto. Además, allí podría conocer a Laura del Olmo en persona.
El dirigible espacial que me transportaba tomó contacto con la Tierra en «La Torre», esa elevadísima construcción cercana a Quito, en Ecuador. En su tiempo se intentaron construir edificaciones hasta la órbita para facilitar y abaratar el acceso al espacio. Algo así como las que habíamos visto en las ruinas de la civilización perdida de Karachi. Se hablaba de ascensores espaciales que te ponían en órbita, pero la realidad fue distinta, y es que los constructores de «La Torre» solo pudieron llegar con seguridad hasta los 50 kilómetros de altura. Al menos dejaron casi la totalidad de la atmósfera por debajo, creando un puerto seguro, abierto para los dirigibles espaciales desde el que partían con facilidad hacia la órbita baja. En «La Torre» había una enorme oferta de medios de transporte y era fácil visitar cualquier lugar en la Tierra. Transbordé a un dirigible convencional, que me llevaría directamente al centro de control en el Polo Sur.
Llegando a «La Torre» experimenté los primeros síntomas de la temible gravedad terrestre. Apenas pude soportar el choque que suponía visitar la Tierra, en donde la gravedad es mucho más intensa. Yo me mantenía en forma y pesaba 12 kilogramos, pero en la Tierra este peso se multiplicaba. Había seguido de manera estricta los llamados «Protocolos preparatorios para el traslado a la Tierra» y practicado mucho ejercicio físico para fortalecerme, pero fue inútil, nunca había imaginado algo así. También había tomado la medicación —lo que llaman «la pastilla»—, pero, a pesar de todos los analgésicos, sentía que el peso de la gravedad me aplastaba con gran dolor. Me costaba hasta respirar. Pasé gran parte de las más de 30 horas que el dirigible atmosférico tardó en llegar al Polo Sur metido en una de esas bañeras que hay dispuestas para los que venimos del espacio. Flotaba en el agua, creándome una falsa sensación de ingravidez; sin embargo, cuando la abandonaba volvía el intenso dolor.
Al llegar al Polo Sur, Laura y su equipo me recibieron muy calurosamente; fueron muy hospitalarios, pero yo apenas podía moverme, y me llevaron todo el tiempo en silla de ruedas, algo habitual para los que vienen de la Luna. Tras descansar la primera noche, al día siguiente temprano tuvimos la reunión preliminar de seguridad. Asistí en pésimas condiciones físicas. Allí estaban Raimundo y Laura esperándome, junto a otros ingenieros. Todos eran habitantes de la Tierra y estaban adaptados a vivir en su polo sur, salvo por el intenso frío de estas latitudes.
Laura describió someramente la preocupante situación. En el Centro de Control de Sondas Interestelares se estaban sufriendo sabotajes. No eran accidentes ni problemas con el mantenimiento de los equipos, sino sabotajes intencionados. Por desgracia, en las plantas generadoras de energía había habido que lamentar dos muertes. Eran dos técnicos afectados por la explosión de una turbina magnetohidrodinámica.
—Siento que hayáis tenido que lamentar víctimas —dijo Raimundo—. ¿Cómo se os ha podido colar un saboteador?
—No lo sabemos —contestó Laura—. Los protocolos de seguridad son concienzudos y cerca del dispositivo solo han trabajado personas experimentadas, de total confianza.
—Entonces —insistió Raimundo—, ¿qué ha pasado? ¿Cómo han entrado?
—No sabemos qué ha podido suceder —respondió Laura—. Debió ser algún tipo de problema con los imanes superconductores. Alguna sobrecarga. Algo explotó. Creo que lo mejor es que salgamos al exterior para que podáis ver el efecto que tuvo la explosión.
Salir al exterior en la Luna es sencillo. Basta con ponerte un buen traje espacial, y puedes estar por debajo de -100 °C, que no lo notas. Así que, cuando me comentaron la posibilidad de salir al exterior en el Polo Sur para comprobar los efectos de la explosión —a una temperatura de -45 °C— me pareció un trabajo fácil. Es verdad que tenía que levantarme y andar, pero me atreví a salir. Mi sorpresa fue descubrir que estos terrestres no utilizaban traje espacial, sino unos ropajes muy voluminosos e incómodos, que solo te aislaban parcialmente del frío. Fue una experiencia terrible. No imaginaba que una atmósfera pudiera ser algo tan dañino. Las atmósferas tienen movimientos muy intensos de las masas de aire que ellos denominan «viento». Era algo insoportable, el gélido «viento» te calaba hasta los huesos. Decididamente, algunas zonas de la Tierra son menos habitables que las de la Luna. No veía el momento de volver a mi cálido y confortable hogar en la Luna, pero mi estancia allí era necesaria. Algo estaba pasando, y era muy preocupante.
La instalación de la planta generadora de energía mostraba un buen boquete, de más de un metro de diámetro. Marta, una de las compañeras de Laura, nos explicó que por la forma del agujero y los destrozos asociados podía deducirse que había sido una explosión interna.
De vuelta en la base, los ingenieros mostraron su contrariedad. La situación parecía desconcertante. La única pista era que en las redes había aparecido un grupo terrorista que reivindicaba los sabotajes y animaba a seguir realizándolos. El grupo se llamaba Black Stars y nos preocupaba. Los recuerdos del pasado de la Edad del Ocaso y el terrorismo nuclear nos estremecían a todos. Hacía muchos siglos desde aquello, pero no podíamos olvidar que hubo un tiempo durante el que la contaminación nuclear amenazó nuestra supervivencia, dejándonos como recuerdo esas zonas no descontaminadas, tan habituales en el norte del planeta Tierra.
Yo les expliqué que una vez había visto a John Drake (el líder de Black Stars) en una conferencia. Fue hace muchos años, antes de que se convirtiera en un prófugo de la justicia; antes incluso de que yo me doctorase, pero le recuerdo bien porque es de ese tipo de personas que no te dejan indiferente. Todavía no he podido olvidar a aquel hombre inquietante y misterioso. Vestía un largo manto negro bajo el que se adivinaba su cuerpo mutado y deforme. Aunque joven, su rostro pétreo y de facciones angulosas parecía envejecido. No podía disimular las malformaciones de los habitantes de las zonas contaminadas... Me produjo una impresión inolvidable.
Por las consultas realizadas en las redes pude confirmar mis sospechas. Era un norteño, nacido en las zonas no descontaminadas. De alguna manera, había conseguido hacer su fortuna llegando a la costa del Mediterráneo. Esto no es usual, los protocolos de descontaminación son muy estrictos y los emigrantes normalmente no consiguen permiso para cruzar la valla que separa el norte del sur. Muchos de ellos son peligrosos porque su cuerpo es radiactivo. La presión evolutiva es muy grande en aquellas zonas norteñas, donde solo sobreviven los que tienen una constitución más fuerte y están adaptados a la contaminación. Aun así, la esperanza de vida en aquellas zonas no suele superar los cincuenta años. Nosotros no podríamos sobrevivir en un entorno tan nocivo. Incluso la exposición a la radiación que emite un norteño puede afectar a nuestra salud. Son radiactivos y, de alguna forma, peligrosos.
Después de los desastres nucleares de la Edad del Ocaso se definieron las Zonas No Descontaminadas como zonas deshabitadas, reservas en las que la contaminación radiactiva no era fácilmente eliminable a corto plazo. Insisto: eran zonas deshabitadas. O, al menos, eso se pensaba. La sorpresa llegó durante la Edad Robótica cuando, de forma desconcertante, se descubrió que había seres humanos que habían sido capaces de adaptarse a ese entorno tan hostil.
La organización en las zonas no descontaminadas en realidad no existe. Allí unos pocos grupos rivalizan entre ellos por el poder. Estos clanes, estas mafias sin control son las que mantienen de alguna forma un orden precario e injusto. De vez en cuando se producen tragedias por malas cosechas, por guerras entre clanes o alguna otra catástrofe humanitaria que hace que estos desgraciados norteños se agolpen en las fronteras, buscando pasar al otro lado.
Una sociedad solidaria y humana no puede permanecer impasible ante situaciones como esta. Para ello se definió la «Franja de los dos kilómetros», una franja de terreno que se adentra dos kilómetros desde la frontera en las Zonas No Descontaminadas, donde las personas reciben todo tipo de ayuda humanitaria, principalmente los servicios más básicos: higiene, alimentación y atención médica. Es terrible, los voluntarios que pasan al otro lado y asisten a estos desgraciados en la franja no tienen las capacidades ni la resistencia genética a la radiación de los norteños, y algunos pagan con su vida el intento de ayudar en estas crisis humanitarias (a pesar de la protección, los estrictos protocolos y los tratamientos antitumorales).
Claro está que para ocupar esta franja de ayuda humanitaria siempre hay primero que negociar con los señores de la guerra que imponen sus condiciones. De hecho, a menudo las mafias fomentan las crisis humanitarias para luego poder exigir privilegios a cambio de recibir la ayuda. Se sospecha que el doctor Drake era un miembro importante de alguno de los clanes más poderosos de los norteños europeos, y que de alguna manera supo aprovechar su posición para pasar al otro lado de la valla.
A los pocos años de una crisis humanitaria tenemos noticias del doctor Drake en la ciudad de Mónaco. La terapia genética hace lo posible para recomponer su cuerpo mutado, pero la ciencia tiene sus límites, y siempre arrastró importantes secuelas. En la Universidad de Mónaco termina obteniendo un grado en Sociología, y es allí donde se funda el grupo Black Stars, un movimiento político que poco a poco va radicalizándose y volviéndose violento. Al principio, empero, la organización se esfuerza por aparentar cierta moderación:
Nuestra organización no pretende otra cosa que poner de relieve la importancia de la prudencia en nuestra apertura al espacio. ¿No estamos avanzando demasiado rápido?
John Drake.
Diversos intelectuales se sintieron atraídos por su filosofía, hasta que el grupo empezó a mostrar sin disimulos su verdadera ideología extremista. Al principio, sus comunicados en las redes no eran relevantes, pero después del atentado en el Centro de Control de Sondas Interestelares este grupo radicalizado recibió muchísima atención. Encontraron, en definitiva, la publicidad buscada:
Los países más ricos no dejan de enviar sondas y mensajes revelando nuestra presencia a las estrellas más cercanas. Con esta actitud irresponsable están permitiendo que las civilizaciones extrasolares de toda la Vía Láctea descubran nuestra ubicación; y así, los ambiciosos países ricos, llevados por su codicia, ¡nos están poniendo en peligro a todos!
¡Luchemos contra los avariciosos que nos quieren llevar al abismo!
¡El sistema solar lo exige! Destruyan sus instalaciones, cancelen sus proyectos y repriman su codicia, o conocerán la furia de los desheredados por la Fortuna.
¡La justicia de los que siempre pierden resonará en todo el mundo!
John Drake.
Olvidaba decir el líder radical que durante esta época reciente habíamos avanzado tecnológicamente más que nunca. Nuestro conocimiento de las estrellas que nos rodean y el papel del ser humano en el Universo habían avanzado con una rapidez inusitada, pero los fanáticos no parecían entenderlo y seguían con sus exigencias.
Si nuestra civilización alguna vez había estado en peligro, había sido durante la Edad del Ocaso, cuando el terrorismo nuclear —y esto es lo que Black Stars representaba— puso en jaque a toda la humanidad. Por el contrario, nuestras aventuras espaciales habían contribuido mucho a preservar la especie humana. Prueba de ello es que si la Tierra se volviera inhabitable, había más de 15.000 seres humanos viviendo en otros mundos de forma autónoma, principalmente La Ciudad de la Luna y Bengaluru, así como las bases en los mundos de hielo, que podrían sobrevivir sin dificultad alguna. El ser humano nunca había estado más protegido.
Este grupo radical causó gran preocupación. Nadie sabía en realidad cómo habían conseguido acceder al centro de control. Lo cierto es que cada vez tenían más adeptos fanatizados y no era descartable que hubiera algún topo en alguno de nuestros proyectos.
Ya no estábamos en la Edad del Ocaso. Las sociedades cambian, evolucionan, maduran y se redimen de sus demonios. Donde algunos (pienso que la mayoría), habíamos decidido entender las civilizaciones extrasolares como una oportunidad, Black Stars había preferido percibirlas como una amenaza.
Si no somos cautos, los invasores del espacio llegarán.
Entonces será demasiado tarde.
¡Ahora es el momento de actuar!
John Drake.
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