Las sorpresas de Bindi
Nada es lo que parece.
Laura del Olmo.
Seguíamos con nuestra búsqueda de la Vida en el Universo. Pacientemente, estrella tras estrella, planeta tras planeta, continuábamos imparables con nuestra labor agotadora. Los equipos que liderábamos los tres sembradores del espacio profundo (João, Néstor y yo) estábamos fatigados, pero nadie pensaba en bajar el ritmo de trabajo. Había demasiado en juego.
Y no faltaban los problemas. La siguiente estrella elegida por Jacinto Cortado estaba en el hemisferio norte, y eso lo complicaba todo. Esta vez Tremontini no podría utilizar el Gran Telescopio de la Luna, quedándose un poco al margen, porque el gran telescopio estaba orientado hacia el sur. Por suerte, teníamos el Telescopio Espacial de 50 metros. No era tan potente pero podía utilizarse.
Este telescopio espacial fue el resultado de un largo proyecto liderado por la AEA (Agencia Espacial Americana) al que pronto se unieron otras organizaciones, como la AEM (Agencia Espacial de los países del Mediterráneo) y los supercefalópodos de la CMIE (Confederación de los Mares Internos del Espacio). El objetivo fue la construcción de un telescopio espacial definitivo, insuperable, pero irónicamente el destino quiso que sus capacidades fueran enseguida superadas por el Gran Telescopio de la Luna. Sin embargo, siendo honestos, tenemos que reconocer que nunca se ha construido un telescopio espacial tan poderoso.
El más grande que hasta la fecha se había puesto en órbita era el legendario Islamabad, lanzado por Pakistán en 2302 (con más apertura que el Ramanujan indio anterior). Como sabemos, este pequeño telescopio pakistaní de 15 metros de diámetro detectó Baraka, un enigmático y excitante planeta azul en el sistema de Alfa Centauri B. El Islamabad fue superado 400 años después —concretamente en el año 2725— con el lanzamiento de este nuevo telescopio de 50 metros. Era sensible a la mayoría de las bandas ultravioletas, infrarrojas y, por supuesto, del visible.
La arquitectura del telescopio fue objeto de debate. Inicialmente se planteó un diseño segmentado, formado por pequeños elementos hexagonales que luego eran unidos para conformar el espejo primario. Es un planteamiento habitual seguido tanto por el Islamabad, el Ramanujan, como el telescopio de la Luna, pero se pensó que una arquitectura de ese tipo podría afectar a la calidad de la óptica. Tras mucho discutir la decisión final no fue otra que un telescopio monolítico, es decir, un único espejo de 50 metros de diámetro. Los telescopios segmentados a menudo iban plegados en el lanzador por falta de espacio para después ser desplegados en órbita. No se pensaba que ese planteamiento complicado fuera necesario porque los lanzadores ya eran muy capaces por aquella época.
Incluso con la avanzada tecnología de la Edad Biotecnológica construir un espejo monolítico fue todo un desafío. Lo cierto es que se desecharon un par de espejos preliminares porque no tenían la calidad requerida. Se consiguió al tercer intento. Quizás este fue el principal contratiempo que retrasó el proyecto.
Se eligió para el telescopio una ubicación en el espacio inmejorable. Nada menos que en una órbita situada a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, que permitía fácilmente aislar el observatorio para enfriarlo a temperaturas bajísimas en la más completa oscuridad. En ese punto del espacio —llamado L2— la Tierra y el Sol, los principales contaminantes de luz, permanecían estables en la misma zona del firmamento. Era fácil colocar pantallas que aislaran los rayos luminosos que vinieran de esa zona del cielo. Además, parte de la luz del Sol era ocultada por la Tierra y la zona estaba siempre envuelta en una oscura penumbra.
En medio del frío espacio, protegido de la luz del Sol, la Tierra y la Luna por pantallas eficientes, el observatorio estaba aislado de casi cualquier fuente de contaminación lumínica que pudiera afectar a su exquisita calidad.
Fue construida cercana una estación espacial de apoyo, para realizar el mantenimiento y reparar in situ el dispositivo. No obstante, la presencia de personas fue anecdótica, siendo sustituida al poco tiempo por servidores robotizados.
Gracias a este delicado telescopio pudimos estudiar Lalande 21185, aunque el engañoso sistema planetario estuvo a punto de confundirnos...
Lalande 21185 es el extraño nombre de la nueva estrella que me fue asignada para sembrar. Por supuesto, en contra de mis sugerencias. Jacinto Cortado eligió una enana roja, pequeña y fría, muy cercana al sistema solar: la luz tarda apenas unos pocos años en llegar hasta allí desde la Tierra. Siempre tuve la sospecha de que Jacinto había elegido una estrella en el hemisferio norte, fuera del alcance del Gran Telescopio de la Luna, para zafarse temporalmente de la presión del pérfido Tremontini.
La estrella tiene varios planetas. Uno de ellos es casi tan pequeño como Marte, de apenas 7.000 kilómetros de diámetro. Al principio, las primeras observaciones mostraron que era un mundo desértico, abrasado por el calor. Fueron realizadas por los indios en la Edad Robótica con el pequeño pero excelente telescopio espacial Ramanujan. El planeta parecía un enorme desierto abrasado por el calor. Era de una intensa tonalidad, marcadamente rojiza. Un punto rojo brillante en el espacio al que llamaron Bindi, en recuerdo de ese punto decorativo, a menudo rojo, que llevan en la frente muchas personas en la India.
Los modelos climatológicos confirmaron que Bindi era un mundo demasiado caliente, y su naturaleza desértica, pero los modelos funcionaban mal y eran incorrectos. El planeta está situado en la Osa Mayor, en el hemisferio norte, y el doctor Tremontini tuvo que reconocer a regañadientes que no podía ser observado por el Gran Telescopio de la Luna. Sin embargo, sí podía utilizarse el telescopio espacial de 50 metros. Y fue una sorpresa para todos cuando detectó indicios de que algunas partes del planeta estaban más frías de lo esperado. Se volvió a examinar la emisión térmica en el infrarrojo. No había lugar a dudas. De hecho, había zonas extremadamente frías. Por si esto fuera poco, el análisis arrojaba un resultado sorprendente. Había agua en Bindi, mucha más de la que cabría esperar en un planeta desértico...
Algo muy interesante estaba pasando en ese planeta.
Y no teníamos ni idea de lo que podía ser.
Algo ocurría y se necesitaba enviar microsondas a la órbita baja de este planeta. Cuanto antes. La opinión pública las exigía y el rector Jacinto Cortado clamaba y bramaba por ellas.
¡Era imperativo saber qué pasaba en Bindi!
Fue entonces cuando Laura del Olmo comentó un pequeño detalle. Le hizo llegar un comunicado a las organizaciones implicadas expresando que eso no era posible...
Laura y yo fuimos inmediatamente convocados por Jacinto Cortado a una reunión sobre el proyecto. Lo recuerdo muy bien. En la anterior siembra —la de Nueva Europa— yo había tenido discrepancias importantes con el rector de la universidad. Me prometí que, ocurriera lo que ocurriera, haría lo posible para no volver a discutir con él. Laura, viviendo en la Tierra, prefirió conectarse por holoconferencia.
—Buenos días a los dos —comenzó la reunión Jacinto Cortado con un tono conciliador, queriendo dejar atrás las estériles discusiones de los tiempos de Nueva Europa—. Es para mí un placer volver a trabajar con vosotros, y espero que en el nuevo proyecto que comienza consigamos alcanzar los objetivos que nos hemos marcado. En verdad —decía, haciéndome recordar que se acercaban las elecciones al cargo de rector—, en este proyecto deberíamos realizar un esfuerzo adicional para conseguir que todos salgamos beneficiados. Bindi ha adquirido una gran notoriedad en la opinión pública, y tenemos que demostrar nuestra capacidad más allá de toda duda. Ahora, quisiera formularles una pregunta a los dos. Es una pregunta importante, así que tómense su tiempo para contestar porque hay mucho en juego. Les pregunto lo siguiente: ¿cuánto podríamos tardar en tener preparadas unas buenas microsondas para enviarlas a Bindi?
Permanecí en silencio ante lo obvio. No quería discutir. No era buena idea. Prefería que Laura, que yo pensaba que era algo más diplomática, llevase la iniciativa; pero me sorprendió respondiendo sin ningún tipo de reparos:
—Estimado doctor Cortado. Tengo que recordarle que si los sistemas láser están ubicados en el Polo Sur y el planeta está en la Osa Mayor, en el hemisferio norte, no hay forma de «disparar» los láser para impulsar las microsondas hacia el planeta Bindi.
—Ingeniera Del Olmo —dijo Jacinto, algo molesto—. No quiero más problemas, por favor.
—Permítame que se lo explique, doctor Cortado —insistió Laura—. Cada microsonda tiene una vela de luz y es acelerada por efecto del intenso empuje del sistema láser instalado en el Polo Sur de la Tierra, pero, para eso, es necesario que el láser, la microsonda y la estrella objetivo estén más o menos alineados en el momento de la aceleración. Eso es sencillo con las estrellas del hemisferio sur, pero no con Lalande 21185, en el norte, en la Osa Mayor...
—¡Excusas! ¡Excusas! —La cara de Jacinto Cortado comenzó a ponerse muy roja.
Me vi obligado a intervenir en defensa de Laura, esforzándome en no complicar más las cosas.
—Por mi parte, doctor Cortado, creo que Laura está señalando un aspecto que es totalmente correcto...
—¡Excusas! —me interrumpió Jacinto Cortado, rojo de rabia. Estaba enfurecido.
Volví a tomar la palabra, abandonando ya toda prudencia:
—Doctor Cortado, que le quede claro. Tenemos un problema, y muy gordo.
Se habían instalado los sistemas láser en el Polo Sur de la Tierra, en la Antártida, porque la ubicación era inmejorable. La calidad de sus cielos, su estabilidad, la sequedad de su atmósfera no tenía igual. Y parecía un buen sitio porque se necesitaban sistemas láser muy potentes si se quería aumentar la velocidad de las microsondas considerablemente. El precio a pagar era que solo se tenía acceso al hemisferio sur, un detalle que entonces no pareció importar, en plena fiebre por Baraka en Alfa Centauri B; pero ahora no se sabía qué hacer.
La solución más obvia pasaba por instalar un nuevo centro de sistemas láser en alguna ubicación del hemisferio norte de la Tierra, pero era muy costoso. Quedaban muchas zonas no contaminadas en Canadá, un país norteño habitado por gente muy razonable. El proyecto era a largo plazo, y tendrían que esperar muchas décadas hasta completar el desarrollo.
Fue el ingeniero colombiano Raimundo Méndez de la AEA (Agencia Espacial Americana) quien encontró una solución más sencilla. No era perfecto, pero merecía la pena intentarlo. La idea era ubicar un enorme espejo en órbita. Al pasar sobre el Polo Sur de la Tierra, los sistemas láser lanzarían su brutal haz de luz hacia el espejo. Finalmente, el haz de luz reflejado en el espejo incidiría sobre las velas de las microsondas, que estarían ubicadas en órbita a unos kilómetros del espejo, de tal manera que saldrían disparadas hacia el norte, hacia la Osa Mayor.
Aquello parecía una endiablada partida de billar interestelar, la precisión necesaria era enorme, la sincronización exigida apabullante. Tengamos en cuenta que durante el proceso el espejo probablemente se desintegraría por el calor, y sus restos serían lanzados hacia el espacio a gran velocidad. Sin embargo, durante el breve periodo de tiempo previo a su desintegración, reflejaría una cantidad de luz inmensa hacia las velas de las microsondas. Era difícil, pero los ingenieros de la AEA estaban acostumbrados a las dificultades: eran capaces de eso y mucho más.
El diseño presentado por el equipo de Raimundo Méndez era muy interesante. Un espejo casi perfecto. El material del espejo tenía que ser extremadamente reflectante, porque la luz no reflejada y absorbida lo calentaría y eso no interesaba. A pesar de su enorme perfección era inevitable que el espejo absorbiera algo de energía, un poquito. La energía de los láser era tal que ese poquito de energía absorbida era más que suficiente para fundirlo enseguida.
No terminó convenciendo. Las pruebas fueron catastróficas, el espejo no aguantaba. Se buscó un diseño alternativo algo distinto. Tras unos meses de trabajo la AEA presentó un nuevo espejo, menos perfecto, porque reflejaba algo menos de luz y absorbía un poco más de energía. Se calentaba más. La novedad del nuevo espejo era que estaba compuesto por materiales con muchísima tolerancia ante la fusión, aguantando una temperatura muy elevada. Tardaba más en fundirse y, por tanto, el momento total que trasladaba a las microsondas era en su conjunto mayor.
Por si fuera poco era un espejo bastante preciso, enfocaba muy bien la luz reflejada y no se deformaba demasiado con el brusco aumento de temperatura.
El lanzamiento se realizó con éxito, pero durante el proceso se había perdido mucha energía y las microsondas solo salieron a un 30 % de la velocidad de la luz. A pesar de no ir muy rápidas (tardaron casi 30 años en llegar) el frenado al llegar a Lalande 21185 fue complicado, porque era una estrella enana roja, débil, poco luminosa, que no tenía mucha capacidad para ralentizar las microsondas. La mayoría pasaron de largo a gran velocidad, teniendo apenas tiempo de observar el planeta Bindi.
La llegada de las primeras holoimágenes a la Tierra causó furor. El panorama que mostraron no podía ser más espectacular. Era un planeta mucho más rico e interesante de lo que se creía: el análisis de las líneas espectrales confirmó que su atmósfera contenía una cantidad razonable de vapor de agua. Era mucho más habitable de lo que se pensaba.
El truco era que el planeta mostraba siempre la misma cara a su estrella. Esto no es extraño. Es un efecto resultado de la dinámica gravitatoria y es algo bastante común. De hecho, si nos damos cuenta, la Luna muestra siempre la misma cara a la Tierra.
Como mostraba siempre su misma cara a la estrella, había un punto del planeta en el que siempre era mediodía. En esta zona estaba muy caliente porque la estrella siempre brillaba. Claro, el calor era abrasador y se formaba un desierto rojizo e inhóspito. Esta parte era la que había observado el telescopio indio Ramanujan, porque la parte iluminada era la más fácil de holofotografiar.
Había otra zona del planeta, en la cara oculta, en la que era eternamente de noche. Su sol nunca aparecía. El único calor llegaba cuando los vientos traían algo de aire caliente del lado iluminado. En esta zona oscura había muchísimo hielo, como nos ocurre en algunas zonas del polo norte de la Luna. Esta era la zona fría detectada por el telescopio de 50 metros.
Pero en medio, en la zona que estaba entre la noche y el día, se veía un poco la roja estrella, pero no era una luz demasiado intensa. Ni estaba tan caliente como un desierto, ni estaba tan frío como un mundo helado. Estaba simplemente bien. Bindi podía ser habitable, al menos en esta estrecha zona entre la noche y el día.
A veces los glaciares del lado oscuro se descongelaban un poco y llegaba abundante agua a la zona habitable, desbordando los ríos. En esa parte del planeta tenían bastante agua, aunque no demasiada, solo la necesaria, porque la mayoría estaba congelada en la cara oculta. Como había muchas diferencias de presión y temperatura entre la noche y el día los vientos podían llegar a ser muy fuertes y estables. Existían, no obstante, zonas del planeta protegidas de las inclemencias por la orografía.
Había que ser preciso. Esta zona, la que separaba la noche del día, en lo que se denomina el terminador, era el objetivo que teníamos que sembrar. Las semillas no se podían sembrar en el abrasador desierto, no se podían dejar en el gélido hielo; tenían que caer exactamente en la zona que separaba la una de la otra. No parecía imposible, pero la franja tenía un grosor de apenas 100 kilómetros, y eso era muy poco. Con los problemas que teníamos para frenar las microsondas, no era un tema nada sencillo.
El análisis del espectro de la atmósfera revelaba la presencia de ozono, oxígeno, dióxido de carbono y agua. Nada inducía a pensar que en aquella estrecha franja pudiera haber Vida, así como nada nos hacía sospechar que no la hubiera. Me recordaba a Baraka. Quizás también tenía todo lo necesario para que la Vida prosperase, pero se resistía a florecer. La Vida necesitaba un poco de ayuda, quizás. «Un empujoncito», como solía decir João.
Guido Tremontini tuvo la oportunidad de tener su momento. Explicó en los medios de comunicación que no solo no había pruebas de Vida evolucionada y compleja, sino que, a veces, teniendo todo lo necesario ni siquiera aparecía la Vida microscópica. Sin embargo, esta vez no consiguió el protagonismo que a él le gustaba tener porque no podía usar «su» telescopio.
Finalmente, el rectorado manifestó que quizá era mejor esperar a tener un sistema de haces láser en el hemisferio norte antes de iniciar la siembra de este planeta. El proyecto era complejo por diversos motivos. Demasiado caro utilizar el sistema de espejos reflectantes actual. Se destruían en cada lanzamiento y había que reponerlos. Además, como consecuencia de los espejos cada envío tardaba nada menos que 30 años. Se planteó compaginar el lento estudio de este planeta con otros. Había dificultades adicionales: era complicado frenar las microsondas para luego dejarlas en la estrecha franja habitable. No habría siembra por el momento.
No tuve la suerte de Néstor el Afortunado, el Sembrador de Naranga, que había encontrado enseguida su planeta. Me entristecía no poder sembrar. Tampoco podía esta vez. Las dificultades hicieron que, poco a poco, Bindi fuera perdiendo interés, ya que habían aparecido otros mundos que habían capturado poderosamente el entusiasmo de la opinión pública.
Además, por si esto no fuera suficiente, seguía sin ser capaz de adaptarme a trabajar con Jacinto. Yo quería colaborar con él sin que surgieran continuos problemas, formar un buen equipo, pero parecía imposible.
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