Jugando al billar interestelar

Oh, Aletes, no equivoques tu camino. Mantén el rumbo y navega seguro en el océano cósmico.
Los Superiores.

Tras pasar un par de días convaleciente en mi casa compré un billete para la primera lanzadera iónica disponible. No estaba plenamente restablecido. Me sentía débil y no era nada conveniente viajar a la Tierra, pero Black Stars sabía lo que yo estaba haciendo y volverían a intentar matarme. Había que moverse con rapidez. Esto era una carrera contra el tiempo. No me gusta viajar, pero era menos peligroso ir a la Tierra con Laura que permanecer en la Luna, aunque no parecía que la estancia allí fuera a ser ni mucho menos cómoda. Era probable que antes de que llegase a la Tierra alguien tratara de matarme otra vez, pero tenía que intentarlo. En la Tierra, Laura podría ayudarme con las simulaciones.

La tripulación de la lanzadera iónica que me llevaría a la Tierra no era un problema porque estaba robotizada, pero cuando entré en la nave comprobé que había dos pasajeros más. Los observé atentamente para adivinar cuál de ellos iba a intentar matarme. Uno era un señor de mediana edad que llevaba un maletín. Vestía y actuaba como los hombres de negocios de la Tierra. Tenía el aspecto de ser bastante reservado y no me preocupaba. El otro era más joven. No iba tan bien vestido como el ejecutivo, y por su musculatura parecía también de la Tierra. No me gustaba. Tenía cara de asesino. Se sentó cerca de mí en la lanzadera y me saludó:

—Espero que tengamos un buen viaje —me dijo con su mejor sonrisa—. Un momento. Yo le conozco. Usted es el profesor Mateo Mendaña, uno de los sembradores de la universidad.

Se suponía que era un viaje de incógnito y esto era lo último que yo quería. Me consoló pensar que Black Stars me tenía totalmente localizado y quizás el anonimato ya era innecesario.

—No. Se equivoca. No sé de qué me habla —dije sin mirarle a los ojos. Se quedó extrañado, sin saber qué hacer.

«Prepárense para el lanzamiento» aulló una voz metálica en los altavoces de la nave: «Acomódense en sus confortables asientos y ajusten sus cinturones, por favor». El joven cambió ágilmente de asiento, ubicándose cerca del hombre de negocios.

El lanzamiento no era tan agresivo como el del lanzador de masas no tripuladas, que las aceleraba con una fuerza descomunal, pero éramos lanzados a más de un g, casi dos. Para mis compañeros de la Tierra no era mayor inconveniente. Para mí, sí. La aceleración en la rampa apenas superaba el minuto, pero era algo muy desagradable. El asiento ergonómico amortiguaba el empuje durante ese minuto interminable. Antes del inicio de la tortura del lanzamiento pude comprobar que el joven ya estaba hablando con el hombre de negocios. No paraba de hablar. Una vez lanzados a la órbita lunar, entraban los motores iónicos a un sexto de g, la confortable gravedad de la Luna.

Miré con discreción a mis dos compañeros de viaje para adivinar cuál de los dos iba a intentar matarme. Decididamente, el joven hablador parecía inofensivo. Ahora me inclinaba más por el hombre de negocios. Podía llevar algún arma en el maletín.

Unas horas después de llegar al punto en el que la gravedad de la Luna y la Tierra se anulan, el motor dejó de proporcionar empuje, ya no era necesario. En ese momento no había gravedad. Flotábamos ingrávidos en la nave. Sabía que este no era el momento. Si alguien me iba a atacar no era el momento. Eran de la Tierra, así que el asesino esperaría a que la formidable gravedad del planeta azul me aplastase contra el suelo. Yo en ese momento sería muy vulnerable.

Seguía hablando, el joven no se callaba y mis nervios estaban a punto de estallar. Por la conversación entendí que acababa de finalizar un curso presencial de bioquímica en la universidad. Estaba excitado porque era la primera vez en su vida que había abandonado la Tierra. La vida en La Ciudad de la Luna le había parecido fabulosa. La abandonaba con gran pesar, pero la beca que había recibido no le permitía permanecer más tiempo. Pensé que tenía que ser un estudiante excepcional para recibir una beca que incluyese un viaje como este. Los viajes a la Luna son caros, no todo el mundo puede permitírselos.

Las horas pasaron lentamente. Cayendo ya hacia la Tierra, el motor volvió a funcionar para frenar la nave. Quedaba poco para transbordar en la órbita baja de la Tierra. La Luna, vista desde aquí, era apenas un pequeño astro mientras la Tierra no paraba de crecer de tamaño. Era todo un espectáculo contemplarla, pero eso no me importaba demasiado en ese momento. Mi única inquietud seguía siendo saber quién de los dos iba a intentar matarme en unas horas.

Poco a poco, a medida que nos fuimos acercando a la órbita baja, se fue haciendo nítida la silueta del enorme dirigible espacial en forma de ala delta que nos llevaría a la Tierra. Sin duda, era de varios kilómetros de tamaño. Pensé que ese dirigible espacial sería el que atravesaría la atmósfera y en él empezaríamos a sentir la colosal gravedad terrestre. Entonces, aplastado por la gravedad, yo sería muy vulnerable. Probablemente el asesino elegiría ese momento para matarme. Un enorme dirigible lleno de hidrógeno... Ningún sitio era bueno para morir, ese tampoco.

Enseguida se produjo el acoplamiento y pasamos sin más contratiempos al dirigible. Seguía hablando. Ahora tocaba relatar su maravilloso viaje a los Cárpatos. El hombre de negocios parecía nervioso, o cansado de aguantarle. Decididamente, apostaba a que él iba a ser mi asesino, el joven hablador no encajaba en el perfil.

La sala del dirigible era cómoda y espaciosa. Estaba diseñada para transportar a decenas de personas, pero éramos solo tres. Ahora, desde aquí, íbamos directamente hacia «La Torre», esa construcción de 50 kilómetros de altura cercana a Quito, desde donde partiría un dirigible convencional que me llevaría al Polo Sur.

El dirigible espacial comenzó la reentrada en la atmósfera. Llegaba el momento. Me dolía mucho la cabeza y el joven seguía sin callarse. El dirigible se zambullía en la atmósfera y empezaban a notarse las intensas fuerzas de frenado. Algunas vibraciones. Luego llegaría el aplastante peso de la gravedad terrestre. Era el momento de comenzar la adaptación a la Tierra. La pastilla. Había que tomarse la pastilla que te ayudaba a adaptarte a la gravedad terrestre. Contenía, entre otras cosas, analgésicos. Serían muy útiles para mi espantoso dolor de cabeza. El joven seguía hablando.

Pero entonces me quedé mirando fijamente la pastilla que todos los de la Luna nos tomábamos al llegar a la Tierra. Sospeché que podía estar envenenada. Quizás era mejor no tomársela.

Fue entonces cuando ocurrió. Algo cambió y súbitamente me encontré encerrado en la negra oscuridad de un habitáculo. Un sentimiento tan desagradable como familiar me sacudió. Conocía bien aquella sensación tan habitual en las pesadillas que me atormentaban por la noche. Era como dormir despierto. Levanté la mirada y vi aquella imagen espectral y terrible de la cordillera del Malapert, siempre iluminada, siempre visible. Era esa imagen fantasmagórica y atroz que conocía bien de mis peores sueños. Aquello era una alucinación. Estaban manipulando mi intercomunicador. Miré mi cuerpo y era el cuerpo de un chico joven, aquel Mateo que había quedado perdido en la mitad de la noche lunar, encerrado en un vehículo accidentado mientras esperaba largas horas al equipo de rescate. Sentía ansiedad, un miedo indescriptible, pero me atreví a mirar hacia abajo, donde estaba él. Era mi padre. Allí estaba su cuerpo desangrado. Muerto. Sabía que aquello era una alucinación, pero no pude evitar que la tristeza me invadiera. Era un sentimiento muy profundo, insondable. Insoportable. De repente, oí una voz en mi mente. Yo sabía que era el virus de Black Stars el que hablaba, pero aquello sonaba como la voz cálida y afectuosa de mi padre después de tantos años de silencio: «Mateo, quiero pedirte un favor. Es importante. Tómate la pastilla. Haz lo que te digo y pronto me reuniré contigo. Tómatela». El sentimiento de tristeza me dominaba. Era irresistible: «Tómatela».

Obedecí de inmediato a mi padre, aun sabiendo que eso me mataría.

Enseguida volvió la realidad del dirigible espacial. La gravedad terrestre empezó a ejercer su poderoso efecto. El joven hablaba y hablaba. Me sentía aplastado contra el asiento. Me costaba respirar. El joven seguía hablando. Empecé a notar que el dolor de cabeza, lejos de disminuir, aumentaba. Sabor amargo. Mareos. Náuseas. Palpitaciones. Mi corazón se agitaba. Me ahogaba. Era muy doloroso. Me desplomé. Oía frases entrecortadas. El joven bioquímico seguía hablando, tampoco en este momento se callaba:

—Es un ciudadano de la Luna. Parece el típico infarto de llegada a la Tierra. No. Espera. ¿No hueles a almendras amargas? ¡Cianuro! ¡Han envenenado al sembrador! ¡Trae el botiquín!

No deja de ser irónico que aquel par de viajeros, que yo suponía mis asesinos, fueron los que salvaron mi vida.

Recuerdo la voz metálica de los altavoces justo antes de perder el conocimiento:

«En cinco minutos llegaremos a "La Torre". Prepárense para desembarcar, por favor».

Mi llegada a la Tierra fue lamentable. Cuando desperté estaba tendido en una camilla, y tenían que haber pasado muchas horas, porque ya estaba en el Centro de Control de Sondas Interestelares en el Polo Sur. Laura estaba frente a mí, mientras alguien me inyectaba algo. «Está respondiendo», creí oír. Me pasaron a una silla de ruedas y Laura la tomó para conducirme a mi habitación. Durante el trayecto estábamos solos y pudimos hablar sin miedo a que nos escucharan.

—Ha ocurrido algo inesperado —. Se limitó a decir ligeramente alterada.

—¿Sigo vivo? —pregunté de forma estúpida, todavía adormecido, tras comprobar sorprendido, otra vez, que continuaba con vida.

Laura sonrió, a pesar de su inquietud.

—Cuéntame —dije.

—Recibí una comunicación de MENTE. Me ha enviado los parámetros de una trayectoria de escape de Epsilon Eridani hacia Tau Ceti. Parece prometedora.

Quedé muy sorprendido. ¿Cómo había podido ese dispositivo, por ingenioso que fuera, saber en qué estábamos trabajando? Además, ¿conocía las dificultades por las que estaban atravesando mis investigaciones? Ni siquiera Laura lo sabía.

—Ese canalla nos está comprometiendo. El virus tiene que haber identificado el correo. Bueno, él está el primero en la lista de objetivos de Black Stars y tú eres la segunda...

—No, Mateo. Ahora tú eres el primero. Ya me contaron. Cianuro potásico. Qué poco sofisticado, ¿verdad?

—Para el virus de Black Stars nuestro proyecto no es una sorpresa. Ahora ya sabe qué queremos hacer. Tenemos que darnos prisa.

Allí en mi habitación había un ordenador de inteligencia artificial preparado para empezar a trabajar. Cargué en el dispositivo los programas desde mi intercomunicador y el mensaje de MENTE desde el intercomunicador de Laura. Después, lo desconecté de la red desenchufando un cable. El virus ya sabía en lo que estábamos y podía conectarse de forma inalámbrica, pero no íbamos a ponérselo fácil.

Fue una larga noche de trabajo. Solo los cuidados y las drogas que Laura facilitaba me permitían soportar ese doloroso calvario sin desvanecerme. Respirar ya suponía un gran esfuerzo. Yo me dedicaba a programar ayudado por Laura. Las simulaciones de las trayectorias del genial ser cibernético eran reveladoras. Algo distintas de las mías. Mucho más agresivas. En mis mejores trayectorias, las microsondas se acercaban a la estrella poniendo la vela «de perfil» para no perder velocidad. En las de MENTE, por el contrario, las microsondas se acercan con la vela «de cara», aprovechando la presión de la luz de la estrella para frenarse, y caían en picado sobre la estrella, pasando casi rozando su superficie. Era una locura. El resultado es que atravesaban zonas donde la intensidad luminosa de la estrella era brutal y se veían aceleradas con muchísima mayor intensidad.

—No aguantarán. Ninguna microsonda podría soportar tal esfuerzo térmico. Se quemarán —dije con desesperación.

—Piensa que las microsondas están diseñadas para ser impulsadas por unos potentes haces de láser. Son robustas. Están en el límite, pero podría intentarse.

—Muy en el límite. Epsilon Eridani es una estrella poco longeva y, por tanto, activa. Pasar cerca de esa estrella tan energética... Las emisiones de masa coronal podrían destruir las microsondas, los campos magnéticos podrían arrasar sus circuitos de inteligencia artificial...

—No tenemos mejor opción, Mateo.

El trabajo era tedioso, pero en unas pocas horas más, rompiendo ya el día en el Polo Sur de la Tierra (es una forma de hablar, estábamos en medio del verano polar) empezaron a aparecer los primeros resultados. Si mis mejores trayectorias aceleraban las microsondas a un 5 % de la velocidad de la luz, las de MENTE arrojaban resultados en torno a un 25 %. Tardarían unos 22 años en llegar a Tau Ceti.

—No esperaba ni mucho menos un resultado tan bueno...

—Efecto Oberth —respondí—. Si una microsonda acelera dentro de un campo gravitatorio muy intenso, su aceleración es mucho mayor —expliqué.

—Astronáutica básica. Tenía que haberlo adivinado.

Seguimos unas cuantas horas más, hasta que me quedé dormido durante un buen rato. No tuve pesadillas. Al despertar, Laura seguía allí, cuidándome, comprobando mis constantes vitales.

—He recibido un nuevo mensaje de MENTE en el intercomunicador. Es relevante. En diez años va a ocurrir algo grandioso: los modelos de Epsilon Eridani predicen una intensa fulguración durante la cual la estrella aumentará su luminosidad de forma considerable.

—No sé si es buena noticia que la estrella estalle cuando las sondas estén pasando. No aguantarán —dije.

—Si las sincronizamos para que se produzca el estallido un poco después, cuando empiezan a alejarse de la estrella puede ser muy positivo. La luminosidad de Epsilon Eridani será del 400 %. Cuatro veces más.

Unas horas más de febril programación permitieron incorporar el perfil del estallido que MENTE pronosticaba para la estrella. Sin las medicinas que Laura me facilitaba habría sido imposible soportarlo. La idea era sincronizarse con el estallido para que ocurriese justo después del paso de las microsondas. El resultado fue impresionante: 50 % de la velocidad de la luz. Tardarían algo más de 10 años en llegar a Tau Ceti.

Lo teníamos.

Las dos semanas siguientes fueron de intenso trabajo, sobre todo para Laura, que hacía la mayoría de los preparativos. Yo seguí refinando las trayectorias, estudiando su sensibilidad a pequeñas perturbaciones para medir la estabilidad de las soluciones. También construí modelos que estimaban el esfuerzo térmico al que las microsondas serían sometidas. Estaban en el límite.

Durante este agotador periodo perdí siete kilogramos terrestres de peso. Aunque eso me debilitó un poco, también facilitó mi adaptación al esfuerzo al que estaba sometido mi pobre corazón, que tras el infarto de la primera semana se vio temporalmente dañado. Nada por cierto que no pudieran recuperar unas cuantas células madre.

Para finalizar, a las dos semanas, emitimos un buen chorro de datos con las instrucciones rumbo a Epsilon Eridani. Las señales de radio tardarían unos diez años en llegar a la estrella. 200 de las 357 microsondas que orbitaban en Naranga serían direccionadas hacia la estrella Epsilon Eridani para ser catapultadas hacia Tau Ceti. Lo hicimos en secreto. Oficialmente, estábamos operando las microsondas para analizar la alta atmósfera de Naranga; pero, en la práctica, todos sospechaban que andábamos tras algo importante.

Las microsondas funcionaron bien. 162 de ellas sobrevivieron al paso rasante a Epsilon Eridani. Todo salió a la perfección, en una trayectoria impecable hacia Tau Ceti, y allí a Tikal, la misteriosa exoluna oscura.

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